Por Álvaro Cuadra
En un libro reciente Mario Amorós, Sombras sobre Isla Negra, nos refiere la reacción de Neruda ante la muerte de Víctor Jara, triste presagio de la suya propia en la Clínica Santa María en oscuras circunstancias. Desde su lecho de enfermo, en la habitación, Pablo le increpa a Matilde: “Están matando gente, entregan cadáveres despedazados. La morgue está llena de muertos, la gente está afuera por cientos, reclamando cadáveres. ¿Usted no sabía lo que le pasó a Víctor Jara?, es uno de los despedazados, le destrozaron sus manos… ¿Usted no sabía esto? ¡Oh dios mío! Si esto es como matar un ruiseñor, y dicen que él cantaba y cantaba y que esto los enardecía”
En aquellos tristes días de septiembre de 1973, Víctor Jara fue llevado desde la Universidad Técnica del Estado al Estadio Chile, un centro de detención de ciudadanos; allí fue sometido a vejámenes durante varios días y, finalmente acribillado. Hoy, un proceso judicial en curso ha señalado el nombre de los verdugos: Pedro Barrientos Núñez, Hugo Sánchez Marmonti y entre los cómplices Edwin Dimter, alias “El Príncipe” Hoy sabemos que en todo el territorio nacional, aquel día y los que siguieron, muchos hombres de armas se convirtieron de uniformados al servicio de su patria en asesinos y criminales.
El cuerpo de Víctor Jara fue tirado cerca del cementerio con 44 impactos de bala y evidencias claras de tortura. Fue sepultado en silencio y soledad por su viuda, Joan Turner, como única testigo de la infamia, al tiempo que Chile entero se sumía en una oscura noche de terror dictatorial que duraría varios años. Mientras muchos chilenos enterraban a sus muertos, muchos uniformados, con la abierta complicidad de civiles de derecha, ebrios de sangre, recorrían amenazantes las mudas calles de nuestras ciudades y poblados.
A casi cuatro décadas de aquella tragedia, los chilenos hemos podido conocer, aunque sea muy parcialmente, las dimensiones más tenebrosas de lo acontecido. Bien sabemos que muchos de los culpables, tanto uniformados como sus cómplices civiles, siguen impunes en el Chile de hoy. Lo que no sabían los verdugos de entonces es que al matar un ruiseñor, su canto se multiplica al infinito en un “para siempre” y sus ecos resuenan una y otra vez en el mundo entero, tal y como cantara Víctor Jara: “Ahí donde llega todo / y donde todo comienza / canto que ha sido valiente /siempre será canción nueva”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario