Este artículo es una de las nuevas genealidaes de mi admirado Dr Fernando Mires:
Pasaron desde aquel
ayer/ ya tantos años/ dejaron en su gris correr/ mil desengaños/ Mas, cuando
quiero recordar nuestro pasado/ te siento cual la hiedra/ ligada a mí/ Y así,
hasta la eternidad/ te seguiré/ Yo sé que estoy ligado a ti/ más fuerte que la
hiedra/ porque tus ojos de mis ojos/ no pueden separarse jamás/ Donde quieras
que tú estés/ mi voz escucharás/ llamándote con ansiedad/ por la pena, ya sin final/
de sentirte en mi soledad/ Jamás la hiedra y la pared/ podrían acercarse más/
igual, tus ojos de mis sueños/ no pueden separarse jamás/ Donde quiera tú
estés/ mi voz escucharás/ llamándote con mi canción/ más fuerte que el dolor/
se aferra nuestro amor/ como la hiedra
La imagen está muy bien lograda: la hiedra es una planta trepadora y
enredosa (he conocido a personas que unen ambas cualidades). Hunde sus
profundas raíces en la tierra y se eleva hacia el cielo y, así creen algunos
que encontrando donde enredarse, seguirá trepando hacia al infinito. Esa
creencia es muy popular pero, por lo mismo, infundada. Una hiedra no crece
hasta el infinito sino máximo 20 metros. Pero después no muere; simplemente
deja de crecer. De algún modo, ya sea porque la hiedra trepa hacia el cielo; ya
sea porque se piensa que es infinita en su trepar; ya sea porque no se sabe
cuándo muere, lo cierto es que hay varios datos que permiten imaginar que la
hiedra es una planta eterna. Así, la hiedra es la metáfora de una vida que
trasciende a su propia muerte.
Por si fuera poco, las hiedras
son siempre verdes.
Para ellas no existe el otoño que
marchita pétalos y plantas. En cierto modo ellas desconocen el paso del
tiempo. Da la impresión de que vivieran en otro tiempo o, lo que es aún más
impresionante: más allá del tiempo. Cuando tantos han cantado a las “hojas
muertas” no pensaron, por supuesto, en las hojas de la hiedra. En cualquier
caso, ellas trascienden nuestra vida y, después de irnos, seguirán viviendo sin
nosotros. A diferencia de otras plantas, ellas casi no requieren de ningún
cuidado. No nos necesitan ni nos quieren. Son autónomas, independientes,
soberanas, libertinas.
Hay, si no una tendencia hacia la
infinitud, por lo menos hacia la eternidad en cada hiedra. Basta que un pequeño
tallo o incluso una simple rama permanezca en tierra húmeda para que al cabo de
poco tiempo avance, agarrándose a cualquier cosa que encuentre en su camino. En
cierto sentido, observando la hiedra, la que cada cierto tiempo tengo que
cortar para que no reproduzca su verdor siempre oscuro, he llegado a pensar que
de algún modo ella ya pertenece al reino animal.
A diferencia de otras plantas que antes
que nada buscan el sol, la hiedra busca objetos donde afirmar su desordenada
existencia; no sólo paredes, árboles, arbustos que con su peso derriban y
ahogan, piedras, cualquier palo. En su búsqueda incesante, tengo la impresión
de que las hiedras tienen ojos. Siempre saben donde hay un objeto para enredarse
y hacia allí avanzan como si fueran serpientes hasta que encuentran lo que
quieren. Un lugar para trepar, porque trepar es para ellas, ser. Pero si no
trepan, las hiedras no mueren; se enrollan en sí mismas y crecen como manojos
intrincados de fieras venas verdes.
Nadie podrá desatar los nudos de las
hiedras cuando crecen entre sí, enamorándose de su espeso verdor, convertidas
en objeto de su objeto, dando alojo y cobijo a los vivientes que aman la
oscuridad y encontrarán debajo de las hiedras anudadas el hogar que más desean.
Hasta las ratas, esos signos animados que anuncian la descomposición de los
cuerpos, aman a las hiedras cuando en sí mismas se enredan. Así suele pasar
también con el amor cuando, como si fuera una hiedra y no pudiendo encontrar en
quien enredarse, se nos enreda en el alma, ahogándonos e impidiéndonos así
vivir.
Ni siquiera de los frutos de la hiedra
puede el hombre vivir porque los frutos de la hiedra, sobre todo cuando son
negros o rojos, matan. La hiedra es portadora de un nupcial veneno. La hiedra
no muere pero mata, y en el caso de la ya legendaria y popular canción, mata de
amor y, lo que es peor: sin matar el amor.
En la imagen aterrada de la canción, la
hiedra no es una mujer: es el recuerdo siniestro de una mujer que avanza desde
el más lejano pasado hasta el presente de un hombre alucinado, un recuerdo que
lo ata en el tiempo, que lo ahoga y no lo deja vivir, besando como una “mujer
araña”. Atado el pasado del hombre en la hiedra, él no puede avanzar hacia el
futuro, lo que es igual a decir que no puede seguir viviendo: sólo se vive
hacia el futuro. Mas, en un momento, él confiesa que no es ella la que está
ligada a él sino a la inversa: él es la hiedra: Estoy ligado a ti, más
fuerte que la hiedra.. ..
Ese enloquecido amor es sólo en parte el
amor de la hiedra. En otra parte es la del amor del narciso, el amor del
narcisista. Porque al igual que la hiedra, la hermosa flor del narciso contiene
un aceite que mata y es más venenoso aún que los diminutos frutos rojos y
negros de la hiedra.
Narciso, recordemos, al mirarse en las
aguas de un arroyo murió frente a la imposibilidad de entregar su amor a otro
que no fuera a él mismo. El amor narcisista es por esa razón monstruoso como el
de la hiedra cuando imposibilitada de encontrar donde afirmarse se enreda en sí
misma, albergando bichos y ratas dentro de su verde vientre. El amor de la
hiedra sin sostenimiento, al igual que el del humano sin un objeto de amor que
sostenga su alma errática, es un amor alucinante y alucinado. Por eso la
canción nos habla de un hombre que incapaz de soportar su propia alucinación la
adjudica (proyecta) a la mujer ausente, diciéndole que donde ella esté
escuchará su voz, la de él, no la de ella. Sin embargo, ese desdichado ni
siquiera escucha su propia voz. Sólo escucha su Echo.
Echo era la ninfa que suplicaba a
Narciso su amor. Narciso no escuchaba la voz de la ninfa Echo que tanto lo
amaba. Sólo escuchaba el eco de su voz en sí.
El hombre de la canción imagina que él
es la pared que sostiene a la hiedra. Ha olvidado que él es la hiedra sin
paredes ni casas que crece y crece hacia dentro, matando su amor con sus frutos
amargos. La verdad es que él no sólo no sabe de amor sino tampoco de paredes y
mucho menos de hiedras. Porque la pared es para la hiedra una oportunidad que
le brinda la vida para elevar sus ojos al cielo y ser así feliz.
La pared garantiza a la hiedra su
libertad de ser. No hay nada más hermoso que una hiedra unida a una pared.
Incluso, gracias a la pared, se vuelve la hiedra generosa consigo y con los
demás. A la hiedra que crece hacia el cielo llegan los pájaros, se anidan, se
besan, hacen sus píos-píos y se van. La hiedra en la pared acoge a la vida,
nunca a la muerte y a la vez, la hiedra protege a la pared de los vientos, de
los fríos, de la nieve y del calor del sol. No hay amor más perfecto, más
complementario, más solidario que el que se da entre hiedra y pared. Las
paredes de una casa, cubiertas de hiedra, no necesitan siquiera ser pintadas.
La hiedra las adorna, las embellece, las perfuma y las posee.
¡Amantes del mundo, sean pared y hiedra,
hiedra y pared! No se dejen seducir por la canción pues lo que tiene que hacer
él, al fin, si es hiedra, es buscar una buena pared que lo afirme y lo acoja. Y
si es pared, recibir a cada hiedra que venga para que llore sobre su piel
desnuda. Sin paredes no hay casas, sin casas no hay hogar. Si las hiedras que
cubren la casa trepan sobre la pared, tus días fríos serán más tibios; y si
llega el calor, tendrás la sombra que consigo trae esa hiedra, que es la vida
toda.
- La pared es la diosa de la hiedra-
dije un día a ella
- Si - me contestó- Y la hiedra es la diosa de la pared.