Todo está
oscuro. Todo. Creo
que hasta la oscuridad que rodea a un ciego es menor que esta. Un ciego percibe
los cambios de luz a través de los párpados cerrados. Yo no. Aquí lo negro es
insondable. Un ciego percibe la diferencia entre el día y la noche porque
percibe el frío y el calor en la piel. Aquí solo hay una quietud, un vacío tan
hondo que he perdido hasta mis propios límites.
Al principio
estiraba las manos y buscaba a mi alrededor. Pero pronto me convencí de que
podía moverme, estirarme y aun caminar, pero siempre en el mismo sitio. Digo
“pronto” por decir algo, pero en realidad el tiempo se ha detenido en el aire
como una bola de cristal rota.
No sé cuánto
hace que he perdido la nostalgia. Cuando aún la tenía, la gran ventaja de la
oscuridad absoluta era que no necesitaba cerrar los ojos para devolver, no solo
a mi memoria, sino también a mi cuerpo, las sensaciones de lo que fui alguna
vez.
Por
instantes me atormenta la calidez de la piel de una mujer que me rodea con sus suaves
piernas y me atrae hacia el centro de una vorágine roja como un incendio. Pero
cuando estoy en la misma orilla del placer, el olor de la pólvora me sacude de
pronto como un latigazo y tengo la sensación de una quemadura en el pecho, un
agujero cuyos bordes se van agrandando cada vez más.
Fugazmente
me asalta la idea del viento soplándome en la cara y cierta humedad en el
rostro. Por momentos me parece que el vacío toma la forma del casco de un
barco. El viento sigue soplando en mi cara y escucho el rumor de las velas que
se hinchan. Sí, puedo tocar mi rostro, llevarme el dedo a los labios y sentir
el sabor de la sal. Solo que no podría asegurar si esta humedad es del mar o de
las lágrimas.
Ahora, mis
piernas se arquean para aprisionar una superficie dura y escucho el resollar de
una bestia bajo mi cuerpo. Bajo mis manos se tensan sus músculos y el sudor
apelmaza sus crines. La sangre cae espesa y roja, mojándome el pantalón. Un
olor acre a sudor de caballos y de hombres flota a mi alrededor.
De pronto,
un tintinear de vajilla fina, susurro de holanes, risas, las notas de un piano
que bajan por una escalera de caracol. Luego, brillo de espuelas al ras de un
piso de baldosas, pies femeninos que asoman bajo las faldas. Caderas anchas,
cinturas finas, escotes y cabellos sedosos que podría tocar, pero no intento
hacerlo por temor a que vuelva la oscuridad.
Ahora
escucho graves voces masculinas y percibo el engolamiento de las frases, aunque
no las entiendo. El leve rasgar de las plumas sobre el papel resuena en mis
oídos como una tormenta. Escucho el metal hueco de las medallas que caen al
suelo y tintinean con eco de monedas falsas.
De nuevo la
oscuridad y el silencio. Creo que he perdido la capacidad de recordar. Ahora
mismo estoy hablando de sensaciones, pero solo tengo palabras vacías que no
despiertan en mí ninguna visión. No sé si es lo mejor. No siento dolor, no
sufro de hambre, no me agobia el sueño. Tampoco percibo el paso del tiempo. Lo
único que mantengo intacta es la capacidad de pensar, aunque pocas veces pueda
asociar las ideas con sensaciones corporales.
Todo lo que
digo es como si se refiriera a otra persona, a alguien que yo fui, tal vez, en
otro tiempo. Ni siquiera puedo recordarme físicamente. Me gustaría saber si fui
alto o bajo, grueso o delgado, blanco o indio. No me gustaría morirme sin tener
la imagen de mí mismo, sin poder ver mis manos y escuchar mi voz.
Se me podría
preguntar por qué, después de todo, creo que no estoy muerto. Es difícil
responder, pero tengo la sensación, si puedo llamarla así, o más bien el
reflejo, de que hay personas que me buscan. Y nadie busca a los muertos. Se les
quiere, se les recuerda, pero no se les busca. Solo se busca a los vivos.
Me siento
cansado, terriblemente cansado, como si mi cerebro se hubiese visto obligado
todo el tiempo a pensar, a tomar decisiones difíciles. Seguramente hubo a mi
alrededor muchas personas. Debo haber tenido mujer, hijos, amigos y también
enemigos entre todos esos seres que pasan flotando sin rostro. Pero todo es tan
incierto. Todo mi pasado, todo yo, se reduce a las palabras y a sombras que se
alejan, cada vez más distantes. A veces siento que estoy a punto a confundirme
con la nada que me rodea. ¿O será que el agujero negro que me carcomía el pecho
ha terminado por devorarme el corazón?
Creo que lo
que me da la seguridad de no estar muerto es el eco de una esperanza. He sabido
que cuando a alguien le amputan una mano conserva la facultad de sentir dolor o
escozor en ella. De esta misma forma, seguramente, es que mantengo una sombra
de esperanza, la de que esas personas que me buscan terminarán por encontrarme
en la oscuridad.
De vez en
cuando, fantasmas de sonidos atraviesan las tinieblas y pasan a mi lado.
«Escucho», porque en realidad los sonidos resbalan sin fijarse en mi mente,
palabras pronunciadas en voz alta, como si se tratara de discursos. Y me parece
que se dirigen al ser que yo fui, aunque no podría decir en qué me fundamento
para albergar esa creencia.
Tengo que
confesar, sin embargo, que me estremezco como si estuviera a punto de recuperar
la debilidad de mi carne y mis huesos cuando percibo un rumor sobre mi cabeza,
una ola lejana que crece hasta convertirse en una marejada. Si estuviera
muerto, diría que decenas, centenares, miles, millones de pies descalzos están
pasando sobre mi tumba. Ni siquiera novecientos cañones pueden pesar tanto como
esta tropa hambrienta y desamparada. Casi quisiera estar muerto para que con el
roce de sus pies horadaran la tierra y abrieran una hendidura por donde entrara
el sol.
Pero no
estoy muerto, y estas imágenes que flotan a mi alrededor son los fantasmas del
pasado, empujándome hacia un mundo tan desconocido como anhelado para mí. No sé
hacia dónde voy, pero solo se trata de volver atrás, de borrar los bordes del
agujero que me perfora el pecho, de abrirme paso en las tinieblas, hacia la
orilla lejana de los que me están buscando, de volver a ser yo mismo, solo un
hombre
¿o un hombre
solo?
No hay comentarios:
Publicar un comentario