lunes, 5 de diciembre de 2011


Las puertas del cielo

A las ocho vino José María con la noticia, casi sin rodeos me dijo que Celina acababa de morir. Me acuerdo que reparé instantáneamente en la frase, Celina acabando de morirse, un poco como si ella misma hubiera decidido el momento en que eso debía concluir. Era casi de noche y a José María le temblaban los labios al decírmelo.


-Mauro lo ha tomado tan mal, lo dejé como loco. Mejor vamos.


Yo tenía que terminar unas notas, aparte de que le había prometido a una amiga llevarla a comer. Pegué un par de telefoneadas y salí con José María a buscar un taxi. Mauro y Celina vivían por Cánning y Santa Fe, de manera que le pusimos diez minutos desde casa. Ya al acercarnos vimos gente que se paraba en el zaguán con un aire culpable y cortado; en el camino supe que Celina había empezado a vomitar sangre a las seis, que Mauro trajo al médico y que su madre estaba con ellos. Parece que el médico empezaba a escribir una larga receta cuando Celina abrió los ojos y se acabó de morir con una especie de tos, más bien un silbido.


-Yo lo sujeté a Mauro, el doctor tuvo que salir porque Mauro se le quería tirar encima. Usté sabe cómo es él cuando se cabrea.


Yo pensaba en Celina, en la última cara de Celina que nos esperaba en la casa. Casi no escuché los gritos de las viejas y el revuelo en el patio, pero en cambio me acuerdo que el taxi costaba dos sesenta y que el chófer tenía una gorra de lustrina. Vi a dos o tres amigos de la barra de Mauro, que leían La Razón en la puerta; una nena de vestido azul tenía en brazos al gato barcino y le atusaba minuciosa los bigotes. Más adentro empezaban los clamoreos y el olor a encierro.
-Andá velo a Mauro -le dije a José María-. Ya sabes que conviene darle bastante alpiste.
En la cocina andaban ya con el mate. El velorio se organizaba solo, por sí mismo: las caras, las bebidas, el calor. Ahora que Celina acababa de morir, increíble cómo la gente de un barrio larga todo (hasta las audiciones de preguntas y respuestas) para constituirse en el lugar del hecho. Una bombilla rezongó fuerte cuando pasé al lado de la cocina y me asomé a la pieza mortuoria. Misia Manita y otra mujer me miraron desde el oscuro fondo, donde la cama parecía estar flotando en una jalea de membrillo. Me di cuenta por su aire superior que acababan de lavar y amortajar a Celina; hasta se olía débilmente a vinagre.


-Pobrecita la finadita -dijo Misia Martita-. Pase, doctor, pase a verla. Parece como dormida.
Aguantando las ganas de putearla me metí en el caldo caliente de la pieza. Hacía rato que estaba mirando a Celina sin verla y ahora me dejé ir a ella, al pelo negro y lacio naciendo de una frente baja que brillaba como nácar de guitarra, al plato playo blanquísimo de su cara sin remedio. Me di cuenta de que no tenía nada que hacer ahí, que esa pieza era ahora de las mujeres, de las plañideras llegando en la noche. Ni siquiera Mauro podría entrar en paz a sentarse al lado de Celina, ni siquiera Celina estaba ahí esperando, esa cosa blanca y negra se volcaba del lado de las lloronas, las favorecía con su tema inmóvil repitiéndose. Mejor Mauro, ir a buscar a Mauro que seguía del lado nuestro.


De la pieza al comedor había sordos centinelas fumando en el pasillo sin luz. Peña, el loco Bazán, los dos hermanos menores de Mauro y un viejo indefinible me saludaron con respeto.
-Gracias por venir, doctor -me dijo uno-. Usté siempre tan amigo del pobre Mauro.
-Los amigos se ven en estos trances -dijo el viejo, dándome una mano que me pareció una sardina viva.
Todo esto ocurría, pero yo estaba otra vez con Celina y Mauro en el Luna Park, bailando en el Carnaval del cuarenta y dos, Celina de celeste que le iba tan mal con su tipo achinado, Mauro de palm-beach y yo con seis whiskies y una mamúa padre. Me gustaba salir con Mauro y Celina para asistir de costado a su dura y caliente felicidad. Cuanto más me reprochaban estas amistades, más me arrimaba a ellos (a mis días, a mis horas) para presenciar su existencia de la que ellos mismos no sabían nada.

Me arranqué del baile, un quejido venía de la pieza trepando por las puertas.
-Esa debe ser la madre -dijo el loco Bazán, casi satisfecho.


«Silogística perfecta del humilde», pensé. «Celina muerta, llega madre, chillido madre.» Me daba asco pensar así, una vez más estar pensando todo lo que a los otros les bastaba sentir. Mauro y Celina no habían sido mis cobayos, no. Los quería, cuánto los sigo queriendo. Solamente que nunca pude entrar en su simpleza, solamente que me veía forzado a alimentarme por reflejo de su sangre; yo soy el doctor Hardoy, un abogado que no se conforma con el Buenos Aires forense o musical o hípico, y avanza todo lo que puede por otros zaguanes. Ya sé que detrás de eso está la curiosidad, las notas que llenan poco a poco mi fichero. Pero Celina y Mauro no, Celina y Mauro no.
-Quién iba a decir esto -le oí a Peña-. Así tan rápido...


-Bueno, vos sabés que estaba muy mal del pulmón. -Sí, pero lo mismo...


Se defendían de la tierra abierta. Muy mal del pulmón, pero así y todo... Celina tampoco debió esperar su muerte, para ella y Mauro la tuberculosis era «debilidad». Otra vez la vi girando entusiasta en brazos de Mauro, la orquesta de Canaro ahí arriba y un olor a polvo barato. Después bailó conmigo una machicha, la pista era un horror de gente y calina. «Qué bien baila, Marcelo», como extrañada de que un abogado fuera capaz de seguir una machicha. Ni ella ni Mauro me tutearon nunca, yo le hablaba de vos a Mauro pero a Celina le devolvía el tratamiento. A Celina le costó dejar el «doctor», tal vez la enorgullecía darme el título delante de otros, mi amigo el doctor. Yo le pedí a Mauro que se lo dijera, entonces empezó el «Marcelo». Así ellos se acercaron un poco a mí pero yo estaba tan lejos como antes. Ni yendo juntos a los bailes populares, al box, hasta al fútbol (Mauro jugó años atrás en Ra-cing) o mateando hasta tarde en la cocina. Cuando acabó el pleito y le hice ganar cinco mil pesos a Mauro, Celina fue la primera en pedirme que no me alejara, que fuese a verlos. Ya no estaba bien, su voz siempre un poco ronca era cada vez más débil. Tosía por la noche, Mauro le compraba Neurofosfato Escay lo que era una idiotez, y también Hierro Quina Bisleri, cosas que se leen en las revistas y se les toma confianza.
Íbamos juntos a los bailes, y yo los miraba vivir.


-Es bueno que lo hable a Mauro -dijo José María que brotaba de golpe a mi lado-. Le va a hacer bien.
Fui, pero estuve todo el tiempo pensando en Celina. Era feo reconocerlo, en realidad lo que hacía era reunir y ordenar mis fichas sobre Celina, no escritas nunca pero bien a mano. Mauro lloraba a cara descubierta como todo animal sano y de este mundo, sin la menor vergüenza. Me tomaba las manos y me las humedecía con su sudor febril. Cuando José María lo forzaba a beber una ginebra, la tragaba entre dos sollozos con un ruido raro. Y las frases, ese barboteo de estupideces con toda su vida dentro, la oscura conciencia de la cosa irreparable que le había sucedido a Celina pero que sólo él acusaba y resentía. El gran narcisismo por fin excusado y en libertad para dar el espectáculo. Tuve asco de Mauro pero mucho más de mí mismo, y me puse a beber coñac barato que me abrasaba laboca sin placer. Ya el velorio funcionaba a todo tren, de Mauro abajo estaban todos perfectos, hasta la noche ayu-daba caliente y pareja, linda para estarse en el patio y hablar de la finadita, para dejar venir el alba sacándole a Celina los trapos al sereno.
Esto fue un lunes, después tuve que ir a Rosario por un congreso de abogados donde no se hizo otra cosa que aplaudirse unos a otros y beber como locos, y volví a fin de semana. En el tren viajaban dos bailarinas del Moulin Rouge y reconocí a la más joven, que se hizo la zonza. Toda esa mañana había estado pensando en Celina, no que me importara tanto la muerte de Celina sino más bien la suspensión de un orden, de un hábito necesario. Cuando vi a las muchachas pensé en la carrera de Celina y el gesto de Mauro al sacarla de la milonga del griego Kasidis y llevársela con él. Se precisaba coraje para esperar alguna cosa de esa mujer, y fue en esa época que lo conocí, cuando vino a consultarme sobre el pleito de su vieja por unos terrenos en Sana-gasta. Celina lo acompañó la segunda vez, todavía con un maquillaje casi profesional, moviéndose a bordadas anchas pero apretada a su brazo. No me costó medirlos, saborear la sencillez agresiva de Mauro y su esfuerzo inconfesado por incorporarse del todo a Celina. Cuando los empecé a tratar me pareció que lo había conseguido, al menos por fuera y en la conducta cotidiana. Después medí mejor, Celina se le escapaba un poco por la vía de los caprichos, su ansiedad de bailes populares, sus largos entresueños al lado de la radio, con un remiendo o un tejido en las manos. Cuando la oí cantar, una noche de Nebiolo y Racing cuatro a uno, supe que todavía estaba con Kasidis, lejos de una casa estable y de Mauro puestero del Abasto. Por conocerla mejor alenté sus deseos baratos, fuimos los tres a tanto sitio de altoparlantes cegadores, de pizza hirviendo y papeli-tos con grasa por el piso. Pero Mauro prefería el patio, las horas de charla con vecinos y el mate. Aceptaba de a poco, se sometía sin ceder. Entonces Celina fingía conformarse, tal vez ya estaba conformándose con salir menos y ser de su casa. Era yo el que le conseguía a Mauro para ir a los bailes, y sé que me lo agradeció desde un principio. Ellos se querían, y el contento de Celina alcanzaba para los dos, a veces para los tres.


Me pareció bien pegarme un baño, telefonear a Nilda que la iría a buscar el domingo de paso al hipódromo, y verlo en seguida a Mauro. Estaba en el patio, fumando entre largos mates. Me enternecieron los dos o tres agujeritos de su camiseta, y le di una palmada en el hombro al saludarlo. Tenía la misma cara de la última vez, al lado de la fosa, al tirar el puñado de tierra y echarse atrás como encandilado. Pero le encontré un brillo claro en los ojos, la mano dura al apretar.
-Gracias por venir a verme. El tiempo es largo, Marcelo.


-Tenes que ir al Abasto, o te reemplaza alguien?


-Puse a mi hermano el renguito. No tengo ánimo de ir, y eso que el día se me hace eterno.


-Claro, precisás distraerte. Vestíte y damos una vuelta por Palermo.


-Vamos, lo mismo da.


Se puso un traje azul y pañuelo bordado, lo vi echarse perfume de un frasco que había sido de Celina. Me gustaba su forma de requintarse el sombrero, con el ala levantada, y su paso liviano y silencioso, bien compadre. Me resigné a escuchar -«los amigos se ven en estos trances»- -y a la segunda botella de Quilmes Cristal se me vino con todo lo que tenía. Estábamos en una mesa del fondo del café, casi a solas; yo lo dejaba hablar pero de cuando en cuando le servía cerveza. Casi no me acuerdo de todo lo que dijo, creo que en realidad era siempre lo mismo. Me ha quedado una frase: «La tengo aquí», y el gesto al clavarse el índice en el medio del pecho como si mostrara un dolor o una medalla.

-Quiero olvidar -decía también-. Cualquier cosa, emborracharme, ir a la milonga, tirarme cualquier hembra. Usté me comprende, Marcelo,... -El índice subía, enigmático, se plegaba de golpe como un cortaplumas. A esa altura ya estaba dispuesto a aceptar cualquier cosa, y cuando yo mencioné el Santa Fe Palace como de pasada, él dio por hecho que íbamos al baile y fue el primero en levantarse y mirar la hora. Caminamos sin hablar, muertos de calor, y todo el tiempo yo sospechaba un recuento por parte de Mauro, su repetida sorpresa al no sentir contra su brazo la caliente alegría de Celina camino del baile.


-Nunca la llevé a ese Palace -me dijo de repente-. Yo estuve antes de conocerla, era una milonga muy rea. ¿Usté la frecuenta?


En mis fichas tengo una buena descripción del Santa Fe Palace, que no se llama Santa Fe ni está en esa calle, aunque sí a un costado. Lástima que nada de eso pueda ser realmente descrito, ni la fachada modesta con sus carteles promisores y la turbia taquilla, menos todavía los junadores que hacen tiempo en la entrada y lo calan a uno de arriba abajo. Lo que sigue es peor, no que sea malo porque ahí nada es ninguna cosa precisa; justamente el caos, la confusión resolviéndose en un falso orden: el infierno y sus círculos. Un infierno de parque japonés a dos cincuenta la entrada y damas cero cincuenta. Compartimentos mal aislados, especie de patios cubiertos sucesivos donde en el primero una típica, en el segundo una característica, en el tercero una norteña con cantores y malambo. Puestos en un pasaje intermedio (yo Virgilio) oíamos las tres músicas y veíamos los tres círculos bailando; entonces se elegía el preferido, o se iba de baile en baile, de ginebra en ginebra, buscando mesitas y mujeres.


-No está mal -dijo Mauro con su aire tristón-. Lástima el calor. Debían poner extractores.
(Para una ficha: estudiar, siguiendo a Ortega, los contactos del hombre del pueblo y la técnica. Ahí donde se creería un choque hay en cambio asimilación violenta y aprovechamiento; Mauro hablaba de refrigeración o de superheterodinos con la suficiencia porteña que cree que todo le es debido.) Yo lo agarré del brazo y lo puse en camino de una mesa porque él seguía distraído y miraba el palco de la típica, al cantor que tenía con las dos manos el micrófono y lo zarandeaba despacito. Nos acodamos contentos delante de dos cañas secas y Mauro se bebió la suya de un solo viaje.


-Esto asienta la cerveza. Puta que está concurrida la milonga.


Llamó pidiendo otra, y me dio calce para desentenderme y mirar. La mesa estaba pegada a la pista, del otro lado había sillas contra una larga pared y un montón de mujeres se renovaba con ese aire ausente de las milongueras cuando trabajan o se divierten. No se hablaba mucho, oíamos muy bien la típica, rebasada de fuelles y tocando con ganas. El cantor insistía en la nostalgia, milagrosa su manera de dar dramatismo a un compás más bien rápido y sin alce. Las trenzas de mi china las traigo en la maleta... Se prendía al micrófono como a los barrotes de un vomitorio, con una especie de lujuria cansada, de necesidad orgánica. Por momentos metía los labios contra la rejilla cromada, y de los parlantes salía una voz pegajosa -«yo soy un hombre honrado...»-; pensé que sería negocio una muñeca de goma y el micrófono escondido dentro, así el cantor podría tenerla en brazos y calentarse a gusto al cantarle. Pero no serviría para los tangos, mejor el bastón cromado con la pequeña calavera brillante en lo alto, la sonrisa tetánica de la rejilla.


Me parece bueno decir aquí que yo iba a esa milonga por los monstruos, y que no sé de otra donde se den tantos juntos. Asoman con las once de la noche, bajan de regiones vagas de la ciudad, pausados y seguros de uno o de a dos, las mujeres casi enanas y achinadas, los tipos como javaneses o mocovíes, apretados en trajes a cuadros o negros, el pelo duro peinado con fatiga, brillantina en gotitas contra los reflejos azules y rosa, las mujeres con enormes peinados altos que las hacen más enanas, peinados duros y difíciles de los que les queda el cansancio y el orgullo. A ellos les da ahora por el pelo suelto y alto en el medio, jopos enormes y amaricados sin nada que ver con la cara brutal más abajo, el gesto de agresión disponible y esperando su hora, los torsos eficaces sobre finas cinturas. Se reconocen y se admiran en silencio sin darlo a entender, es su baile y su encuentro, la noche de color. (Para una ficha: de dónde salen, qué profesiones los disimulan de día, qué oscuras servidumbres los aíslan y disfrazan.) Van a eso, los monstruos se enlazan con grave acatamiento, pieza tras pieza giran despaciosos sin hablar, muchos con los ojos cerrados gozando al fin la paridad, la completación. Se recobran en los intervalos, en las mesas son jactanciosos y las mujeres hablan chillando para que las miren, entonces los machos se ponen más torvos y yo he visto volar un sopapo y darle vuelta la cara y la mitad del peinado a una china bizca vestida de blanco que bebía anís. Además está el olor, no se concibe a los monstruos sin ese olor a talco mojado contra la piel, a fruta pasada, uno sospecha los lavajes presurosos, el trapo húmedo por la cara y los sobacos, después lo importante, lociones, rimmel, el polvo en la cara de todas ellas, una costra blancuzca y detrás las placas pardas trasluciendo. También se oxigenan, las negras levantan mazorcas rígidas sobre la tierra espesa de la cara, hasta se estudian gestos de rubia, vestidos verdes, se convencen de su transformación y desdeñan condescendientes a las otras que defienden su color. Mirando de reojo a Mauro yo estudiaba la diferencia entre su cara de rasgos italianos, la cara del porteño orillero sin mezcla negra ni provinciana, y me acordé de repente de Celina más próxima a los monstruos, mucho más cerca de ellos que Mauro y yo. Creo que Kasidis la había elegido para complacer a la par- . te achinada de su clientela, los pocos que entonces se animaban a su cabaré. Nunca había estado en lo de Kasidis en tiempos de Celina, pero después bajé una noche (para reconocer el sitio donde ella trabajaba antes que Mauro la sacara) y no vi más que blancas, rubias o morochas pero blancas.
-Me dan ganas de bailarme un tango -dijo Mauro quejoso. Ya estaba un poco bebido al entrar en la cuarta caña. Yo pensaba en Celina, tan en su casa aquí, justamente aquí donde Mauro no la había traído nunca. Anita Lozano recibía ahora los aplausos cerrados del público al saludar desde el palco, yo la había oído cantar en el Novelty cuando se cotizaba alto, ahora estaba vieja y flaca pero conservaba toda la voz para los tangos. Mejor todavía, porque su estilo era canalla, necesitado de una voz un poco ronca y sucia para esas letras llenas de diatriba. Celina tenía esa voz cuando había bebido, de pronto me di cuenta cómo el Santa Fe era Celina, la presencia casi insoportable de Celina.


Irse con Mauro había sido un error. Lo aguantó porque lo quería y él la sacaba de la mugre de Kasidis, la promiscuidad y los vasitos de agua azucarada entre los primeros rodillazos y el aliento pesado de los clientes contra su cara, pero si no hubiera tenido que trabajar en las milongas a Celina le hubiera gustado quedarse. Se le veía en las caderas y en la boca, estaba armada para el tango, nacida de arriba abajo para la farra. Por eso era necesario que Mauro la llevara a los bailes, yo la había visto transfigurarse al entrar, con las primeras bocanadas de aire caliente y fuelles. A esta hora, metido sin vuelta en el Santa Fe, medí la grandeza de Celina, su coraje de pagarle a Mauro con unos años de cocina y mate dulce en el patio. Había renunciado a su cielo de milonga, a su caliente vocación de anís y valses criollos. Como condenándose a sabiendas, por Mauro y la vida de Mauro, forzando apenas su mundo para que él la sacara a veces a una fiesta.
Ya Mauro andaba prendido con una negrita más alta que las otras, de talle fino como pocas y nada fea. Me hizo reír su instintiva pero a la vez meditada selección, la sirvientita era la menos igual a los monstruos; entonces me volvió la idea de que Celina había sido en cierto modo un monstruo como ellos, sólo que afuera y de día no se notaba como aquí. Me pregunté si Mauro lo habría advertido,temí un poco su reproche por traerlo a un sitio donde el recuerdo crecía de cada cosa como pelos en un brazo. Esta vez no hubo aplausos, y él se acercó con la muchacha que parecía súbitamente entontecida y como boqueando fuera de su tango.


-Le presento a un amigo.


Nos dijimos los «encantados» porteños y ahí nomás le dimos de beber. Me alegraba verlo a Mauro entrando en la noche y hasta cambié unas frases con la mujer que se llamaba Emma, un nombre que no les va bien a las flacas. Mauro parecía bastante embalado y hablaba de orquestas con la frase breve y sentenciosa que le admiro. Emma se iba en nombres de cantores, en recuerdos de Villa Crespo y El Talar. Para entonces Anita Lozano anunció un tango viejo y hubo gritos y aplausos entre los mostruos, los tapes sobre todo que la favorecían sin distingos. Mauro no estaba tan curado como para olvidarse del todo, cuando la orquesta se abrió paso con un culebreo de los bandoneones me miró de golpe, tenso y rígido, como acordándose. Yo me vi también en Racing, Mauro y Celina prendidos fuerte en ese tango que ella canturreó después toda la noche y en el taxi de vuelta.


-¿Lo bailamos? -dijo Emma, tragando su granadina con ruido.


Mauro ni la miraba. Me parece que fue en ese momento que los dos nos alcanzamos en lo más hondo. Ahora (ahora que escribo) no veo otra imagen que una de mis veinte años en Sportivo Barracas, tirarme a la pileta y encontrar otro nadador en el fondo, tocar el fondo a la vez y entrevemos en el agua verde y acre. Mauro echó atrás la silla y se sostuvo con un codo en la mesa. Miraba igual que yo la pista, y Emma quedó perdida y humillada entre los dos, pero lo disimulaba comiendo papas fritas. Ahora Anita se ponía a cantar quebrado, las parejas bailaban casi sin salir de su sitio y se veía que escuchaban la letra con deseo y desdicha y todo el negado placer de la farra. Las caras buscaban el palco y aun girando se las veía seguir a Anita inclinada y confidente en el micrófono. Algunos movían la boca repitiendo las palabras, otros sonreían estúpidamente como desde atrás de sí mismos, y cuando ella cerró su tanto, tanto como fuiste mío, y hoy te busco y no te encuentro, a la entrada en tutti de los fuelles respondió la renovada violencia del baile, las corridas laterales y los ochos entreverados en el medio de la pista. Muchos sudaban, una china que me hubiera llegado raspando al segundo botón del saco pasó contra la mesa y le vi el agua saliéndole de la raíz del pelo y corriendo por la nuca donde la grasa le hacía una canaleta más blanca. Había humo entrando del salón contiguo donde comían parrilladas y bailaban rancheras, el asado y los cigarrillos ponían una nube baja que deformaba las caras y las pinturas baratas de la pared de enfrente. Creo que yo ayudaba desde adentro con mis cuatro cañas, y Mauro se tenía el mentón con el revés de la mano, mirando fijo hacia adelante. No nos llamó la atención que el tango siguiera y siguiera allá arriba, una o dos veces vi a Mauro echar una ojeada al palco donde Anita hacía como que manejaba una batuta, pero después volvió a clavar los ojos en las parejas. No sé cómo decirlo, me parece que yo seguía su mirada y a la vez le mostraba el camino; sin vernos sabíamos (a mí me parece que Mauro sabía) la coincidencia de ese mirar, caíamos sobre las mismas parejas, los mismos pelos y pantalones. Yo oí que Emma decía algo, una excusa, y el espacio de mesa entre Mauro y yo quedó más claro, aunque no nos mirábamos. Sobre la pista parecía haber descendido un momento de inmensa felicidad, respiré hondo como asociándome y creo haber oído que Mauro hizo lo mismo. El humo era tan espeso que las caras se borroneaban más allá del centro de la pista, de modo que la zona de las sillas para las que planchaban no se veía entre los cuerpos interpuestos y la neblina. Tanto como fuiste mío, curiosa la crepitación que le daba el parlante a la voz de Anita, otra vez los bailarines se inmovilizaban (siempre moviéndose) y Celina que estaba sobre la derecha, saliendo del humo y girando obediente a la presión de su compañero, quedó un momento de perfil a mí, después de espaldas, el otro perfil, y alzó la cara para oír la música. Yo digó: Celina; pero entonces fue más bien saber sin comprender, Celina ahí sin estar, claro, cómo comprender eso en el momento. La mesa tembló de golpe, yo sabía que era el brazo de Mauro que temblaba, o el mío, pero no teníamos miedo, eso estaba más cerca del espanto y la alegría y el estómago. En realidad era estúpido, un sentimiento de cosa aparte que no nos dejaba salir, recobrarnos. Celina seguía siempre ahí, sin vernos, bebiendo el tango con toda la cara que una luz amarilla de humo desdecía y alteraba. Cualquiera de las negras podría haberse parecido más a Celina que ella en ese momento, la felicidad la transformaba de un modo atroz, yo no hubiese podido tolerar a Celina como la veía en ese momento y ese tango. Me quedó inteligencia para medir la devastación de su felicidad, su cara arrobada y estúpida en el paraíso al fin logrado; así pudo ser ella en lo de Kasidis de no existir el trabajo y los clientes. Nada la ataba ahora en su cielo sólo de ella, se daba con toda la piel a la dicha y entraba otra vez en el orden donde Mauro no podía seguirla. Era su duro cielo conquistado, su tango vuelto a tocar para ella sola y sus iguales, hasta el aplauso de vidrios rotos que cerró el refrán de Anita, Celina de espaldas, Celina de perfil, otras parejas contra ella y el humo.
No quise mirar a Mauro, ahora yo me rehacía y mi notorio cinismo apilaba comportamientos a todo vapor. Todo dependía de cómo entrara él en la cosa, de manera que me quedé como estaba, estudiando la pista que se vaciaba poco a poco

.
-¿Vos te fijaste? -dijo Mauro.


-Sí.
-¿Vos te fijaste cómo se parecía?


No le contesté, el alivio pesaba más que la lástima. Estaba de este lado, el pobre estaba de este lado y no alcanzaba ya a creer lo que habíamos sabido juntos. Lo vi levantarse y caminar por la pista con paso de borracho, buscando a la mujer que se parecía a Celina. Yo me estuve quieto, fumándome un rubio sin apuro, mirándolo ir y venir sabiendo que perdía su tiempo, que volvería agobiado y sediento sin haber encontrado las puertas del cielo entre ese humo y esa gente.


Casa tomada



Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas sucumben a la más ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia.


Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura pues en esa casa podían vivir ocho personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana, levantándonos a las siete, y a eso de las once yo le daba a Irene las últimas habitaciones por repasar y me iba a la cocina. Almorzábamos a mediodía, siempre puntuales; ya no quedaba nada por hacer fuera de unos pocos platos sucios. Nos resultaba grato almorzar pensando en la casa profunda y silenciosa y como nos bastábamos para mantenerla limpia. A veces llegábamos a creer que era ella la que no nos dejó casarnos. Irene rechazó dos pretendientes sin mayor motivo, a mí se me murió María Esther antes de que llegáramos a comprometernos. Entrábamos en los cuarenta años con la inexpresada idea de que el nuestro, simple y silencioso matrimonio de hermanos, era necesaria clausura de la genealogía asentada por los bisabuelos en nuestra casa. Nos moriríamos allí algún día, vagos y esquivos primos se quedarían con la casa y la echarían al suelo para enriquecerse con el terreno y los ladrillos; o mejor nosotros mismos la voltearíamos justicieramente antes de que fuese demasiado tarde.


Irene era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de su actividad matinal se pasaba el resto del día tejiendo en el sofá de su dormitorio. No sé por qué tejía tanto, yo creo que las mujeres tejen cuando han encontrado en esa labor el gran pretexto para no hacer nada. Irene no era así, tejía cosas siempre necesarias, tricotas para el invierno, medias para mí, mañanitas y chalecos para ella. A veces tejía un chaleco y después lo destejía en un momento porque algo no le agradaba; era gracioso ver en la canastilla el montón de lana encrespada resistiéndose a perder su forma de algunas horas. Los sábados iba yo al centro a comprarle lana; Irene tenía fe en mi gusto, se complacía con los colores y nunca tuve que devolver madejas. Yo aprovechaba esas salidas para dar una vuelta por las librerías y preguntar vanamente si había novedades en literatura francesa. Desde 1939 no llegaba nada valioso a la Argentina.

Pero es de la casa que me interesa hablar de la casa y de Irene, porque yo no tengo importancia. Me pregunto qué hubiera hecho Irene sin el tejido. Uno puede releer un libro, pero cuando un pullover está terminado no se puede repetir sin escándalo. Un día encontré el cajón de abajo de la cómoda de alcanfor llenos de pañoletas blancas, verdes, lila. Estaban con naftalina, apiladas como en una mercería; no tuve valor de preguntarle a Irene qué pensaba hacer con ellas.
No necesitábamos ganarlos la vida, todos los meses llegaba la plata de los campos y el dinero aumentaba. Pero a Irene sólo la entretenía el tejido, mostraba una destreza maravillosa y a mí se me iban las horas viéndole las manos como erizos plateados, agujas yendo y viniendo y una o dos canastillas en el suelo donde se agitaban constantemente los ovillos. Era hermoso.

Como no acordarme de la distribución de la casa. El comedor, una sala con gobelinos, la biblioteca y tres dormitorios grandes quedaban en la parte más retirada, la que mira hacia Rodríguez Peña. Solamente un pasillo con su maciza puerta de roble aislaba esa parte del ala delantera donde había un baño, la cocina, nuestros dormitorios y el living central, al cual comunicaban nuestros dormitorios y el pasillo. Se entraba a la casa por un zaguán con mayólica, y la puerta cancel daba al living. De manera que uno entraba por el zaguán, abría la cancel y pasaba al living; tenía a los lados las puertas de nuestros dormitorios, y al frente el pasillo que conducía a la parte más retirada; avanzando por el pasillo se franqueaba la puerta de roble y más allá empezaba el otro lado de la casa, o bien podía girar a la izquierda justamente antes de la puerta y seguir por un pasillo más estrecho que llevaba a la cocina y al baño. Cuando la puerta estaba abierta advertía uno que la casa era muy grande; si no daba la impresión de los departamentos que se edifican ahora, apenas para moverse; Irene y yo vivíamos siempre en esta parte de la casa, casi nunca íbamos más allá de la puerta de roble, salvo para hacer la limpieza, pues es increíble cómo se junta tierra en los muebles. Buenos Aires será una ciudad limpia, pero eso lo debe a sus habitantes y no a otra cosa. Hay demasiada tierra en el aire, apenas sopla una ráfaga se palpa el polvo en los mármoles de las consolas y entre los rombos de las carpetas de macramé; da trabajo sacarlo bien con plumero, vuela y se suspende en el aire, un momento después se deposita de nuevo en los muebles y en los pianos.
Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple y sin circunstancias inútiles. Irene estaba tejiendo en su dormitorio, eran las ocho de la noche y de repente se me ocurrió poner al fuego la pavita del mate. Fui por el pasillo hasta enfrentar la entornada puerta de roble, y daba la vuelta al codo que llevaba a la cocina cuando escuché algo en el comedor o en la biblioteca. El sonido venía impreciso y sordo, como un volcarse de silla sobre la alfombra o un ahogado susurro de conversación. También lo oí, al mismo tiempo o un segundo después, en el fondo del pasillo que traía desde aquellas piezas hasta la puerta. Me tiré contra la puerta antes de que fuera demasiado tarde, la cerré de golpe apoyando el cuerpo; felizmente la llave estaba puesta de nuestro lado y además corrí el gran cerrojo para más seguridad. Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta con la bandeja del mate le dije a Irene:


- Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado la parte del fondo. Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos cansados.


- ¿Estás seguro?


Asentí.

- Entonces - dijo recogiendo las agujas - tendremos que vivir en este lado.
Yo cebaba el mate con mucho cuidado, pero ella tardó un rato en retomar su labor. Me acuerdo que tejía un chaleco gris; a mí me gustaba ese chaleco. Los primeros días nos pareció penoso porque ambos habíamos dejado en la parte tomada muchas cosas que queríamos. Mis libros de literatura francesa, por ejemplo, estaban todos en liv biblioteca. Irene extrañaba unas carpetas, un par de pantuflas que tanto la abrigaban en invierno. Yo sentía mi pipa de enebro y creo que Irene pensó en una botella de Hesperidina de muchos años. Con frecuencia (pero esto solamente sucedió los primeros días) cerrábamos algún cajón de la cómoda y nos mirábamos con tristeza.

- No está aquí.


Y era una cosa más de todo lo que habíamos perdido del otro lado de la casa.
Pero también tuvimos ventajas. La limpieza se simplificó tanto que aun levantándonos tardísimo, a las nueve y media por ejemplo no daban las once y ya estábamos de brazos cruzados.
Irene se acostumbró a ir conmigo a la cocina y ayudarme a preparar el almuerzo. Lo pensábamos bien, y se decidió esto: mientras yo preparaba el almuerzo Irene cocinaría platos para comer fríos de noche. Nos alegramos porque siempre resultaba molesto tener que abandonar los dormitorios al atardecer y ponerse a cocinar. Ahora nos bastaba con la mesa en el dormitorio de Irene y las fuentes de comida fiambre.


Irene estaba contenta porque le quedaba más tiempo para tejer. Yo andaba un poco perdido a causa de los libros, pero por no afligir a mi hermana me puse a revisar la colección de estampillas de papá, y eso me sirvió para matar al tiempo. Nos divertíamos mucho, cada uno en sus cosas, casi siempre reunidos en el dormitorio de Irene que era más cómodo. A veces Irene decía:
Un rato después era yo el que le ponía ante los ojos un cuadradillo de papel para que viese algún sello de Eupen y Malmédy. Estábamos bien y poco a poco empezábamos a no pensar. Se puede vivir sin pensar. (Cuando Irene soñaba en alta voz yo me desvelaba enseguida. Nunca pude habituarme a esa voz de estatua o papagayo, voz que viene de los sueños y no de la garganta.
Irene me decía que mis sueños consistían en grandes sacudones que a veces hacían caer al cobertor. Nuestros dormitorios tenían al living de por medio, pero de noche se escuchaba cualquier cosa en la casa. Nos oíamos respirar, toser, presentíamos el ademán que conduce a la llave del velador, los mutuos y frecuentes insomnios.

A parte de eso estaba callado en la casa. De día eran los rumores domésticos, el roce metálico de las agujas de tejer, un crujido al pasar las hojas del álbum filatélico. La puerta de roble, creo haberlo dicho, era maciza. En la cocina y en el baño, que quedaban tocando la parte tomada, nos poníamos a hablar en voz más alta o Irene cantaba canciones de cuna. En una cocina hay mucho ruido de loza y vidrios para que otros sonidos irrumpan en ella. Muy pocas veces permitíamos allí el silencio, pero cuando tornábamos a los dormitorios y al living, entonces la casa se ponía callada y a media luz, hasta pisábamos más despacio para no molestarnos. Yo creo que era por eso que de noche, cuando Irene empezaba a soñar en alta voz, me desvelaba en seguida.)
Es casi repetir lo mismo salvo las consecuencias. De noche siento sed, y antes de acostarnos le dije a Irene que iba hasta la cocina a servirme un vaso de agua. Desde la puerta del dormitorio (ella tejía) oí ruido en la cocina; tal vez en la cocina o tal vez en el baño porque el codo del pasillo apagaba el sonido. A Irene le llamó la atención mi brusca manera de detenerme, y vino a mi lado sin decir palabra. Nos quedamos escuchando los ruidos, notando claramente que eran de este lado de la puerta de roble, en la cocina y el baño, o en el pasillo mismo donde empezaba el codo casi al lado nuestro.
No nos mirábamos siquiera. Apreté el brazo de Irene y la hice correr conmigo hasta la puerta cancel, sin volvernos hacia atrás. Los ruidos se oían más fuertes pero siempre sordos, a espaldas nuestras. Cerré de un golpe la cancelé y nos quedamos en el zaguán. Ahora no se oía nada.
- Han tomado esta parte - dijo Irene. El tejido le colgaba de las manos y las hebras iban hasta la cancel y se perdían debajo. Cuando vio que los ovillos habían quedado del otro lado, soltó el tejido sin mirarlo.
-¿Tuviste tiempo de traer alguna cosa? - le pregunté inútilmente.


- No, nada.


Estábamos con lo puesto. Me acordé de los quince mil pesos en el armario de mi dormitorio. Ya era tarde ahora.


Como me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las once de la noche. Rodeé con mi brazo la cintura de Irene (yo creo que ella estaba llorando) y salimos a la calle. Antes de alejarnos tuve lástima, cerré bien la puerta de entrada y tiré la llave a la alcantarilla. No fuese que algún pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada.

Respiración Articial-Ricardo Piglia

Segunda parte - Descartes

IV
1 Se lo ha visto a las diez de la mañana bajar del tren que llega de la Capital. Se detuvo en las escalinatas de la estación, un poco desorientado; preguntó de qué lado quedaba el río. Nos veremos a las seis. Combinamos por teléfono. Soy Emilio Renzi, me dice. Ha viajado a Concordia especialmente. Señor Tardowski. Tardewski, le digo. Se pronuncia Tardewski, con acento en la segunda vocal. Le explico cómo llegar al Club, cómo encontrarme y me despido. Mucho gusto, etc. ¿Quién le hablaba? me dice Elvira. Un sobrino del Profesor. Vino a buscar unos papeles que quedaron acá, le digo. Ella no me cree. Es difícil decir la verdad cuando se ha abandonado la lengua materna. Tenga cuidado, por favor, no se mezcle, me dice. Sus ojos de una claridad líquida cambiar de idioma es la capacidad de describir. ¿Que no me mezcle? ¿A qué vino? pregunta ella. ¿Quién? le digo. Ese muchacho ¿a qué vino? Es simple; el Profesor decidió irse de viaje. Habló con su sobrino, le dijo que me viera. Posiblemente, le digo, el Profesor regrese hoy. Entonces Elvira me pidió que no mintiera. No mienta, dijo. Por favor, a mí no me mienta. Y sin embargo yo no miento. Tal vez convenga demostrar que no miento. Conocí al Profesor Marcelo Maggi en el Club Social; nos encontrábamos habitualmente para cenar o jugar al ajedrez. Debo decir que él no era explícito conmigo (ni yo con él); conozco de su vida lo que ha querido hacerme saber. ¿Tenía una vida secreta? Todos tenemos una vida secreta. Una tarde, hace de eso casi diez días, el Profesor vino a buscarme acá, cosa inusual. Me dijo que tenía que pedirme algo, pero prefería que yo no le hiciera preguntas. Si yo quería hacerle preguntas, dijo, ese era el momento, antes de que él me pidiera nada. Yo no tenía preguntas que hacerle. Entonces me pidió pasar la noche en casa. Pasó esa noche en mi casa. Conversamos hasta la madrugada. ¿Sobre qué se puede conversar hasta la madrugada? En un momento dado, esa noche, el Profesor dijo que quería dejarme los borradores y las notas de un libro que estaba escribiendo. Ya habíamos hablado sobre ese libro en varias oportunidades. Prefería que yo guardara esas carpetas, me dijo, hasta que él me las pidiera o mandara a alguien a pedirlas por él. Me dijo también que posiblemente cruzara esa tarde al Uruguay para despedirse de una mujer con la que había vivido en otra época. Quería despedirse de ella, dijo, porque pensaba irse de viaje y no estaba seguro de poder volver a verla. Quedamos en encontrarnos dos días después, a la hora de siempre, en el Club. Si por algún motivo no llegaba trataría, dijo, de estar de vuelta a más tardar el 27. Dos días después no vino al Club y tampoco los días siguientes. Desde entonces (hoy es 27) no tengo noticias de él. Es esto, más o menos, lo que le explico a Renzi cuando nos encontramos en el Club, a las seis de la tarde. ¿Y entonces,

me dice él. Nada, le digo. Vamos a esperarlo. No bien llegue, seguro vendrá por acá. Si llega, dice él. Claro, le digo, si es que puede volver hoy. Así que entonces, dice él. Es extraño. De un día para otro. Parecía saber bien, le digo, lo que estaba haciendo. Por otro lado, le digo, no era un hombre al que le interesara mucho dar explicaciones. ¿Y por qué, después de todo, iba a dar explicaciones? Decidió irse, le digo. Eso es todo. Ya veo, dice él. Pero ¿por qué esa noche, Marcelo?, empieza a decir Renzi. Una forma, quizás, lo interrumpo, de estar acompañado. Tener alguien con quien hablar mientras llega la mañana. Fuimos buenos compañeros de ajedrez el Profesor y yo, durante estos años. Él no tenía muchos amigos; daba sus clases, se encontraba a veces con sus alumnos, ellos iban a visitarlo. Desde hace un tiempo, le digo, vivía en un Hotel, uno que está a la orilla del río, del otro lado de la Plaza, quizás usted lo vio al venir hacia acá. Parecía querer olvidarse de sí mismo; no le gustaban las confidencias. Por otro lado ¿a quién pueden interesarle, en estos tiempos, las confidencias? Renzi pensaba que de todos modos yo debía tener alguna hipótesis. ¿Qué pensaba yo que había pasado? No soy el más indicado, quiero que sepa, le digo, para hacer hipótesis o dar explicaciones sobre la conducta de los demás. Yo vivo ¿cómo le diré? un poco apartado. Incluso a veces pienso que él cultivó mi amistad, si podemos llamarla así, le digo, cultivó mi amistad durante todo este tiempo porque estaba preparando esta retirada y necesitaba de mí, de Vladimir Tardewski, o sea de alguien como yo, un desterrado, un extranjero. Hace años que nadie se ocupa mayormente de mí y usted, la verdad, es la primera persona que me visita, para decirlo así, desde la vez que vino a verme el Cónsul y me pidió que me naturalizara, a lo que me negué. Después le dije que yo no era como él, como el Profesor; a mí, le dije, no me gusta cambiar. Por otro lado cambiar es muy difícil ¿no cree usted? Las cosas deben cambiar, transformarse, ¿pero uno? Le dije que cambiar era mucho más difícil y arriesgado de lo que la gente podía imaginarse. Entonces Renzi quiso saber sobre qué habíamos conversado, aquella noche, el Profesor y yo. Pensaba que esa noche quizás Marcelo había dicho o insinuado algo que nos permitiera, dijo, entender por qué había decidido irse. Yo también pienso, dijo Renzi, que él sabía desde el principio lo que estaba haciendo, lo que quería hacer, y que si empezó a escribirme fue porque en un sentido también conmigo, dijo Renzi, estaba preparando la retirada y quería que en ese momento, cuando eso sucediera, yo estuviera acá, como estoy ahora, dijo, con usted, preparado, dispuesto a esperarlo. Por eso creía que si era posible reconstruir, aunque fuera parcialmente, lo que nosotros habíamos hablado esa noche, tal vez se pudiera encontrar una pista, o al menos, dijo, un principio de explicación. Yo le dije que lo mejor era no tratar de explicar con palabras lo que un hombre había decidido hacer con su vida. En todo caso, le dije, podríamos hablar de eso después, cuando también nosotros nos hubiéramos conocido un poco mejor. Le pregunté si no quería tomar otra ginebra y llamé al mozo. En este club, le dije a Renzi, se puede tomar y tomar sin que nadie se alarme. Ve ese hombre ahí, ese gordo, de campera, se emborracha todas las noches, siempre solo, y mantiene una extraña dignidad. Se cuenta de él, le digo a Renzi, una historia dolorosa. Limpiando una escopeta había matado a su mujer con la que llevaba tres meses de casado. Le dije que sin duda había sido un accidente y no un crimen, porque nadie mata a la mujer con quien se ha casado hace tres meses de esa manera, con un tiro de escopeta en la cara, salvo que esté loco. Y además, le digo, el hombre ha quedado literalmente quebrado después del accidente. No hace otra cosa que emborracharse y decir que a las armas las carga el diablo. Dos ginebras, sí, le digo entonces ahora al mozo. Traiga, por favor, otro poco de hielo. Usted, sin duda, le digo a Renzi, habrá leído a mi compatriota Korzeniowski, el novelista polaco que escribía en inglés. Un renegado, para decir la verdad, un romántico de la peor especie. Vivía fascinado por esa clase de personajes. El hombre que tiene un secreto. Pero ¿quién de nosotros no tiene un secreto? Hasta el tipo más insignificante, le digo, si dispusiera de un auditorio, podría fascinarnos con el misterio de su vida. Ni siquiera hace falta haber matado a una mujer con un tiro de escopeta. Ese otro tipo ¿ve?, el que está ahí, cerca de esa columna, se llama Iriarte, tiene un negocio de relojes, es el tipo clásico del insignificante y sin embargo, estoy seguro, cuando ha bebido lo necesario, también él sueña con el gran hombre que estuvo a punto de ser. En algún momento de su vida debe haberse encontrado frente a un hecho que necesita mantener oculto. Nos pasa a todos. Cada uno de nosotros, le digo, tiene su propio repertorio de momentos extraordinarios y de ilusiones heroicas. Todos, me dice Renzi, la diferencia está en que algunos son capaces de realizarlas. ¿Las ilusiones? Depende de la edad. Después de los treinta, le digo, ya no somos otra cosa que una triste amalgama de ilusiones y de mujeres a las que hemos matado con un tiro de escopeta. Por otro lado, le digo a Renzi, lo que un hombre piensa de sí mismo no tiene ninguna importancia. Renzi me dijo entonces que el Profesor no era


Homenaje a las Madres de Plaza de Mayo

así. No estaba seguro de conocerlo bien, dijo, pero podía imaginarse perfectamente cómo pensaba. ¿Y cómo pensaba?, le pregunto, según usted. En contra de sí mismo, siempre en contra de sí mismo, me dijo Renzi, a quien ese método le parecía una garantía, casi infalible, de lucidez. Es un excelente método de pensamiento, me dijo. Pensar en contra, le digo, sí, no está mal. Porque él, Marcelo, me dijo Renzi, desconfiaba de sí mismo. Nos adiestran durante demasiado tiempo en la estupidez y al final se nos convierte en una segunda naturaleza, decía Marcelo, me dice Renzi. Lo primero que pensamos siempre está mal, decía, es un reflejo condicionado. Hay que pensar en contra de sí mismo y vivir en tercera persona. Eso dice Renzi que le decía en sus cartas el Profesor Maggi. Brindemos entonces por él, le digo. Por el Profesor Marcelo Maggi, que aprendió a vivir en contra de sí mismo. Salud, dice Renzi. Salud, le digo. Y sin embargo ya ve, el Profesor también hizo lo que pudo, como todo el mundo, le digo ahora a Renzi. Un día, según parece, decidió irse de viaje, cambiar de vida, empezar de nuevo ¿quién sabe? en otro lugar. Y ¿qué es eso? después de todo, le digo, ¿si no una ilusión moderna? A todos nos pasa en el fondo. Todos queremos, le digo, tener aventuras. Renzi me dijo que estaba convencido de que ya no existían ni las experiencias, ni las aventuras. Ya no hay aventuras, me dijo, sólo parodias. Pensaba, dijo, que las aventuras, hoy, no eran más que parodias. Porque,. dijo, la parodia había dejado de ser, como pensaron en su momento los tipos de la banda de Tinianov, la señal del cambio literario para convertirse en el centro mismo de la vida moderna. No es que esté inventando una teoría o algo parecido, me dijo Renzi. Sencillamente se me ocurre que la parodia se ha desplazado y hoy invade los gestos, las acciones. Donde antes había acontecimientos, experiencias, pasiones, hoy quedan sólo parodias. Eso trataba a veces de decirle a Marcelo en mis cartas: que la parodia ha sustituido por completo a la historia. ¿O no es la parodia la negación misma de la historia? Ineluctable modalidad de lo visible, como decía el Irlandés disfrazado de Telémaco, en el carnaval de Trieste, año 1921, dijo, críptico, Renzi. Después me preguntó si realmente yo lo había conocido a James Joyce. Marcelo me dijo que usted lo conoció a Joyce, me parece tan fantástico, me dijo Renzi. Lo conocí, le digo, en fin, lo vi un par de veces; era un tipo extremadamente miope, bastante hosco. Pésimo jugador de ajedrez. El hubiera aceptado, supongo, su versión de que sólo existe la parodia (porque en realidad, y dicho entre paréntesis, ¿qué era él sino una parodia de Shakespeare?), pero habría rechazado su hipótesis de que ya no existen las aventuras. Yo mismo le voy a confesar, le confieso a Renzi, yo mismo me resisto a aceptar esa hipótesis. ¿Será porque soy europeo? El profesor decía de mí que yo venía a cerrar la larga sucesión de europeos aclimatados en este país. Yo era el último de una lista que se iniciaba, según él, con Pedro de Angelis y llegaba hasta mi compatriota Witold Gombrowicz. Esos europeos, decía el Profesor, habían logrado crear el mayor complejo de inferioridad que ninguna cultura nacional hubiera sufrido nunca desde los tiempos de la ocupación de España por los moros. Pedro de Angelis era el primero, decía el Profesor, le digo a Renzi. Un hombre refinado, un erudito, experto en Vico y en Hegel, preceptor de los hijos de Joaquín Murat, agregado cultural en la corte de San Petersburgo, colaborador de la Revue Enciclopédique que, amigo de Michelet y de Desttut de Tracy, recaló en Buenos Aires y se convirtió en la mano derecha de Rosas. Frente a él Echeverría, Alberdi, Sarmiento, parecían copistas desesperados, diletantes corroídos por un saber de segunda mano. Yo era, según Maggi, el último eslabón de esta cadena: un intelectual polaco que había estudiado filosofía en Cambridge con Wittgenstein y que terminaba en Concordia, Entre Ríos, dando clases privadas. En este sentido, le digo, mi situación le parecía al Profesor la metáfora más pura del desarrollo y la evolución subterránea del europeísmo como elemento básico en la cultura argentina desde su origen. Todas las contradicciones de esa tradición se encarnaban en esos intelectuales europeos que habían vivido en la Argentina y yo no era más que el ejemplo final de su paulatina disgregación. Conozco, dijo Renzi, algo me contó en sus cartas Marcelo de todo esto. Una tesis singular, le digo, pero de todos modos ¿por qué me acordé de eso? Hablábamos de otra cosa y entonces yo. Ah sí, le digo, en realidad quería discrepar con su hipótesis sobre la ausencia de aventuras y pensaba que quizás esa discrepancia se debe a mi origen europeo, fue ahí que me acordé de De Angelis, etc. En realidad yo pensaba, le dije, que los argentinos, los sudamericanos, en fin, la generalización que prefiera usar, tienen una idea excesivamente épica de lo que debe ser considerado una aventura. Déjeme que le cuente una historia, le digo. Una vez estuve internado en un hospital, en Varsovia. Inmóvil, sin poder valerme de mi cuerpo, acompañado por otra melancólica serie de inválidos. Tedio, monotonía, introspección. Una larga sala blanca, una hilera de camas, era como estar en la cárcel. Había una sola ventana, al fondo. Uno de los enfermos, un tipo huesudo, afiebrado, consumido por el cáncer, un hijo de franceses llamado Guy, había tenido la suerte de caer cerca de ese agujero. Desde allí, incorporándose apenas, podía mirar hacia afuera, ver la calle. ¡Qué espectáculo! Una plaza, agua, palomas, gente que pasa. Otro mundo. Se aferraba con desesperación a ese lugar y nos contaba lo que veía. Era un privilegiado. Lo detestábamos. Esperábamos, voy a ser franco, que se muriera para poder sustituirlo. Hacíamos cálculos. Por fin, murió. Después de complicadas maniobras y sobornos conseguí que me trasladaran a esa cama al final de la sala y pude ocupar su sitio. Bien, le digo a Renzi. Bien. Desde la ventana sólo se alcanzaba a ver un muro gris y un fragmento de cielo sucio. Yo también, por supuesto, empecé a contarles a los demás sobre la plaza y sobre las palomas y sobre el movimiento de la calle. ¿Por qué se ríe? Tiene gracia, me dice Renzi. Parece una versión polaca de la caverna de Platón. Cómo no, le digo, sirve para probar que en cualquier lado se pueden encontrar aventuras. ¿No le parece una hermosa lección práctica? Una fábula con moraleja, me dice él. Exacto, le digo. Fíjese en mí, le digo ahora. Vine a este pueblo hace más de treinta años y desde entonces estoy de paso. Estoy siempre de paso, soy lo que se dice un ave de paso, sólo que permanezco siempre en el mismo lugar. Permanezco siempre en el mismo lugar pero estoy de paso, le digo. Así somos él y yo, tal vez le sirva, le digo a Renzi, tipos sin arraigo, gente anacrónica, los últimos sobrevivientes de una estirpe en disolución. Entonces le dije que el único modo de sobrevivir era matar toda ilusión. Ser reflexivo, matar toda ilusión. Por lo tanto no vacile en ser reflexivo. El Profesor, por ejemplo, era un hombre que reflexionaba sobre los principios. Mejor dicho, le digo, era un hombre de principios. Especie también rara en estos tiempos. ¿Qué tenemos si no los principios para sostenernos en medio de toda esta mierda? fue una de las cosas que me dijo esa noche que pasó conmigo en casa, el Profesor. Tenía fe en las abstracciones, le digo, en eso que comúnmente uno llama abstracciones. Las ideas abstractas lo ayudaban a tomar decisiones prácticas, con lo cual, le digo a Renzi, dejaban de ser ideas abstractas. Entonces Renzi me preguntó por qué le decía yo que tenía que reflexionar. O en fin, dijo, sobre qué tendría él que reflexionar sin ilusiones. Sobre él, le digo, sobre el Profesor, sobre el aventurero. Me gustaría poder verlo, antes que nada, me dice Renzi, para que dejara de ser, él mismo, una abstracción para mí. ¿Verlo? ¿Por qué no? Si le ha dicho que viniera hoy, le digo, es porque hoy es el día que ha elegido, sin duda, para regresar. Vamos a esperarlo, le digo. Si ha querido irse, también ahora puede querer volver, le digo. Podemos esperarlo toda la noche. Estoy seguro de que hoy él va a volver. Tenemos tiempo, le digo, recién a las seis de la mañana sale el tren para Buenos Aires. Si él no regresa podrá entonces usted tomar ese tren. Nos quedaremos juntos, le digo, si le parece, hasta la madrugada, esperando que llegue el Profesor. Iremos a mi casa, después. Ahí, en mi casa, tengo, si no me equivoco, unas notas que tomé esa noche que pasé con el Profesor, antes de que él se fuera, unos apuntes sobre lo que hablamos, se los daré a leer, si para entonces el Profesor no ha vuelto. Mientras, me gustaría que nos quedáramos un rato más acá, en el Club, podemos incluso comer algo. Este es el lugar donde yo paso mi vida, en esos salones uno puede hacerse la ilusión de que tiene un mundo propio, que está acompañado, que el tiempo no pasa. En aquella mesa ¿ve?, le digo a Renzi, ahí desde donde ahora nos saludan, están mis amigos. Ellos dos son, aparte del Profesor, mis mejores compañeros acá. Tokray y Maier. Nos hemos unido, quizás, porque los tres somos expatriados. Extranjeros. Escorias que la marea de las guerras europeas depositó sobre estas playas. El más antiguo de nosotros, no sé si alcanza a verlo, ese hombre de lentes y traje oscuro, es Antón Tokray. Hijo natural de un noble ruso, sufrió todas las desventajas que la revolución produjo en su familia, sin recibir ninguna de sus compensaciones. Cuando el ejército rojo ocupó la inmensa finca patriarcal, él tenía 18 años y hacía dos que había sido enclaustrado en un monasterio donde lo esperaba la carrera esclesiástica. En los bastardos de la nobleza se reclutaban en tiempo de los zares los miembros de la élite religiosa. Pero estalló la revolución. Los obreros, campesinos y soldados entraron en el monasterio, pusieron a todos los seminaristas y a los monjes, incluso, supongo, al mismo padre Zózima, en fila contra la pared y les preguntaron si sabían que el Zar ya no gobernaba todas las Rusias. ¿Y quién gobierna en esta tierra por designio y caridad de Dios, nuestro Señor? preguntó uno de los monjes, muy posiblemente, como le digo, el padre Zózima. Gobiernan los obreros, campesinos y soldados, dijeron los obreros, campesinos y soldados. Y en cuanto a Dios, dijeron, este señor ha escapado de Rusia con toda su corte celestial para ir a refugiarse bajo la sotana del Papa en el Vaticano. Motivo por el cual el conde Tokray, recién recuperado su título nobiliario por propia decisión aprovechando las alteraciones producidas por la historia, vio interrumpida su carrera eclesiástica y cruzó a Finlandia disfrazado de mujer y desde allí, luego de infinitas penurias, pudo llegar a París y desde allí, haciéndose pasar por un campesino judío, se vino a la Argentina con uno de los últimos contingentes de inmigrantes enviados por el Barón Hirsh a las colonias de la pampa gringa y se instaló en Concordia, Entre Ríos, donde abrió un salón dedicado a propagar, por medio de la enseñanza personal, los ritos, modales y maneras que se deben usar en la mesa y en la sociedad para ser considerado un caballero o una mujer distinguida. Al principio la academia funcionó bien, pero después, como decía el Profesor, el peronismo le tiró el negocio a la mierda con su populoso desdén por la observancia y conservación de las virtudes aristocráticas. Hace tantos años que el conde vive exiliado que terminó por adquirir un aire de soñadora indiferencia y a veces me parece ver en él la imagen de mi propio porvenir. En cuanto a Rudholf Von Maier ha sido, casi con seguridad, un nazi. Por supuesto, como todos los nazis entró en el partido obligado y no se debe olvidar además, según dice, que todos los alemanes simpatizaban al principio con el Führer y con su campaña contra los parados, la inflación y el bolchevismo, plagas que estaban a punto de destruir a la nación. Sobre los campos de concentración, como todos los alemanes, nunca supo nada hasta el momento de los procesos de Nüremberg, a los que siguió, según dice, con atención horrorizada pero ya en Buenos Aires, desde las páginas del Argentinischen Tageblatt. Ni siquiera participó en la guerra: su colaboración bélica consistió en ordenar los archivos y la biblioteca científica de una sección especial de los SS dedicada, a la investigación genética. De allí le viene, como usted pronto podrá ver, el confuso conglomerado de teorías biológicas y la confianza casi mística en la especialización científica que circula en sus conversaciones; sobre todo, le digo, en sus conversaciones con Pedro Arregui, que es quien está sentado en ese costado de la mesa ¿lo ve ahí? Toda la desordenada erudición de Maier está destinada a instruir a Arregui que lo escucha fascinado. Están hechos el uno para el otro. Arregui es el oyente ideal y su confianza en las virtudes del saber son infinitas. Forman así un dúo pedagógico perfecto. Comparten la misma pieza en una pensión cerca de aquí y sobreviven gracias al sueldo de Arregui que trabaja en una oficina del Catastro Municipal. Maier alecciona a Arregui, lo instruye, y supongo que mientras el otro trabaja él prepara los temas de sus disertaciones. Maier es el que está sentado de frente a nosotros. El que ahora nos sonríe ¿ve? No tiene la menor cara de alemán, como usted puede apreciar, si es que existe eso que podemos llamar una cara de alemán. En realidad es una curiosa localización entrerriana de la especie universal de los enciclopedistas autodidactas. No sé si alcanza a oírlo; si se ubica así, le digo a Renzi, de este lado; me gustaría que lo escuchara. La frenología, claro, se oye decir a Maier. Una de las pocas ciencias casi exactas que se pueden aplicar a la moral. Ahora ha sido sustituida en gran parte por la superstición vienesa. ¿Vienesa? se oye decir a Arregui. Sí. De Viena, Austria, donde vivía un tipo que una noche de 1897 soñó con su tío porque no dejaban enseñar en la Universidad a los judíos. Frenología, entonces, dijo Maier. Freno, de frenar, del latín: detente César, o sea control. Logía, de logía, en latín, primera acepción: sociedad secreta; lógica en su segunda acepción, o sea conocimiento. Ciencia lógica del control. Se controla a los criminales, a los inadaptados. Se los clasifica según la forma del cráneo. Es básica, dice Maier, la forma del cráneo. La maldad siempre ha obedecido a una estructura geométrica. ¿Por qué motivo, por ejemplo, se habla de círculo vicioso? ¿Eh? Círculo vicioso: como sucede siempre en las expresiones sedimentadas en el lenguaje se decanta ahí una vieja sabiduría, por eso, dicho sea de paso, dice Maier, el saber es siempre etimológico. ¿O no vemos en esa frase con total claridad el enlace secreto entre la geometría (círculo) y la moral (vicioso) que es el fundamento teórico de la ciencia frenopática? le oímos decir a Maier. Bouvard y Pécuchet, dice Renzi. Parecen Bouvard y Pécuchet. ¿Lo oye ahora? le digo. Claro; la teoría de la relatividad. La presencia del observador altera la estructura del fenómeno observado. Así la teoría de la relatividad es, como su nombre lo indica, la teoría de la acción relativa. Relativa, de relata.: narrar. El que narra, el narrador. Narrator, dice Maier, quiere decir: el que sabe. En ese dúo entre Maier y Arregui aparece como condensada y llevada al límite esa relación que interesaba al Profesor: el intelectual europeo que, instalado en la Argentina, viene a encarnar el saber universal. Había rastreado una serie de etapas y de parejas típicas, con sus tensiones, sus debates y sus transformaciones. De Angelis-Echeverría en la época de Rosas. Paul Groussac–Miguel Cané en el ‘80. Soussens–Lugones en el novecientos. Hudson–Güiraldes en la década del ‘20. Gombrowicz–Borges en los años ‘40 y la cosa seguía, como declinando y degradándose a medida que el europeísmo perdía fuerza, para terminar de un modo ejemplar en la relación entre Maier y Arregui. Las últimas estribaciones de esa larga serie, sostenía el Profesor, desembocan en Entre Ríos. Cuando estaba contento el Profesor decía que incluso la relación entre nosotros, entre él y yo, formaba parte de la misma estructura. En esas parejas el intelectual europeo era siempre, en especial durante el siglo XIX, el modelo ejemplar, lo que los otros hubieran querido ser. Al mismo tiempo muchos de estos intelectuales europeos no eran más que copias fraguadas, sombras platónicas de otros modelos. Claro, por ejemplo Charles de Soussens, dijo Renzi y durante un tiempo se hizo cargo él, Renzi, de desarrollar la teoría de Maggi que nos dedicábamos a reconstruir como un modo de tenerlo al Profesor entre nosotros. Una especie, dijo Renzi, de copia para uso nostro de Verlaine, eso era Soussens. Escribía poemas en francés en la mesa de los bares y era como una representación local de lo que debía entenderse por un poeta maldito. Encarnaba de un modo absolutamente perfecto al Bohemio. Deambulaba borracho por la ciudad, en la mayor miseria, contando anécdotas de su amigo Paul Verlaine mientras Lugones, funcionario burocrático, escritor encorsetado, delegaba el prestigio y las desventajas de los apasionados desarreglos del Poeta en su doble europeo radicado en Buenos Aires. Lugones por supuesto era abstemio, practicaba esgrima, decía disparates sobre filología y traducía a Homero sin saber griego, dijo Renzi. Un tipo realmente ridículo este Lugones, para decir la verdad: el modelo mismo del Poeta Nacional. Escribía de tal modo que ahora uno lo lee y se da cuenta de que es uno de los más grandes escritores cómicos de la literatura argentina. Comicidad involuntaria, dirá usted, pero creo que allí residía su genio, dijo Renzi. Esa capacidad desmesurada para ser cómico sin darse cuenta lo convierte en el Buster Keaton de nuestra cultura. ¿Usted leyó La guerra gaucha.? Uno la lee y encuentra allí un talento cómico tan refinado, tan natural, que al lado de él, incluso los chistes de Macedonio Fernández no tienen gracia. Por ejemplo el chiste: “No entiendo cómo Lugones, siendo una persona tan informada, que ha leído tanto, tan estudioso de la literatura, todavía no se ha decidido a escribir un libro”. Los chistes de Macedonio Fernández, incluso ese, carecen totalmente de gracia, comparados con los textos de Lugones. Un cómico de la lengua, eso era Lugones, dijo Renzi. Un humorista con el genio de Mark Twain. Incluso, empieza a decir Renzi pero yo lo interrumpo porque veo acercarse a Tokray. Perdone, le digo a Renzi, ese que se acerca, el que ahora viene hacia acá, es el conde Tokray. ¿Molesto? dice el conde Tokray. De ningún modo, señor conde, le digo. ¿Cómo está usted, señor Tardewski? dice el conde. Muy bien, le digo. ¿Por qué no se sienta? Le voy a presentar a Emilio Renzi, sobrino del Profesor Maggi. Un minuto, dice. Los interrumpo sólo un minuto, dice el conde Tokray mientras se acomoda en la silla. Joven, muy honrado de conocerlo. El conde dijo que enseguida iba a retirarse porque nunca había podido acostumbrarse a trasnochar. En realidad, dijo, a veces pienso que me voy a dormir temprano porque el primer sueño es el más generoso y tengo siempre la esperanza de poder soñar con mi casa natal. ¿Sabe usted, me dice el conde, que he sido invitado por el cónsul ruso en Paraná a asistir a un cóctel en el que se festeja no sé qué inexpresivo aniversario? ¿Cree usted que debo ir? ¿No será una broma siniestra? Dijo que había recibido una invitación, en realidad una tarjeta oficial, donde se lo invitaba a un lunch en el consulado. Le confieso, dijo el conde, que me siento tentado a asistir, si bien temo que sea una broma o incluso una trampa. ¿Y sabe por qué, a pesar de todo, estoy tentado a ir? Porque hace más de cincuenta años que no me encuentro en un lugar donde más de dos personas vivas hablen en ruso. Escucho el idioma de mis antepasados en los sueños y a veces voy a ver los films soviéticos sólo para oír los diálogos, pero en ese caso tengo siempre la impresión de estar viendo una película filmada en Hollywood, digamos por Walt Disney, y doblada al ruso. Tenía la ingrata sensación, dijo el conde, de que los rusos actualmente hablaban la lengua de Pushkin como si estuviera traducida del inglés. Ninguno de ustedes puede imaginarse lo que es la música de nuestra lengua natal. Vesta fiave soglidatay krasavitsa movosti jvat, recitó el conde Tokray. Oh, las palabras de mi tierra, dijo, música inolvidable. Otra cosa que lo hacía dudar sobre las verdaderas intenciones de esa invitación, dijo después, era que en la tarjeta habían escrito Señor Antón Tokray. Señor Antón Tokray, eso me ha parecido una ofensa deliberada e inútil. Puedo asegurarles que si hubiera tenido la certeza de que en Rusia sería reconocido mi título de Conde, quizás, digo quizás, me hubiera decidido a regresar. Lo había pensado más de una vez, dijo. Más de una vez he pensado volver. Incluso, dijo, he pensado ¿en qué podría trabajar yo? Y he tenido una idea. Como guía en un Museo, pensó el conde que podría trabajar en Rusia de haber decidido regresar. Podría instruir a las jóvenes generaciones en el sentido y en el valor de los viejos monumentos que atesoran la historia de nuestra antigua patria rusa. He pensado, incluso, dijo el conde, que yo mismo me podría convertir en un Museo. ¿Existirán museos que consistan en una sola persona? Es algo que no he podido verificar. Yo mismo podría ser ese Museo. Bastaría que me instalaran en una habitación de alguno de los viejos palacios, que me rodearan de la decoración adecuada y de la servidumbre que se usaba entonces y yo podría ser un Museo viviente de las costumbres y los modales de la antigua Rusia. Podrían visitarme para ver cómo vivía un noble ruso antes de la revolución. Sería una instructiva experiencia para los jóvenes; yo podría ser visitado por escolares, delegaciones provinciales, incluso por turistas extranjeros. No es lo mismo un Museo, dijo el conde, construido con muñecos o figuras de cera, que un museo viviente. Podrían observar mis maneras, mis modales, mi forma de usar el lenguaje, toda esa distinción natural que la marea de las historia no ha borrado. Y le diré más, dijo el conde, no me sentiría incómodo sino todo lo contrario. No lo consideraría una afrenta, ni una colaboración abierta con el Régimen. Sería en realidad un ejemplo de mi fidelidad al Zar y a la cultura y las costumbres de la época de esplendor de la nobleza rusa, conservada y preservada por mí. En mí persistiría la memoria de ese tiempo feliz, cuando todos hablábamos francés desde la cuna, cuando nuestras institutrices eran francesas y aprendíamos el alfabeto en francés, aprendíamos a rezar y a escribir en francés. Ustedes sin duda habrán leído algo de todo eso en los libros del conde León Tolstoy. Pero en este caso sería distinto: no es lo mismo leer sobre una época, que ver a esa época aunque sea de un modo restringido y en uno de sus últimos representantes. De modo, dijo el conde, que si yo hubiera sido designado ese museo, no vayan a creer ustedes que habría vivido eso como una forma de colaborar con el Régimen, sino más bien lo contrario. Por un lado se preservarían, sin distorsiones, las mejores tradiciones de la antigua cultura, y por otro lado, bajó la voz el conde, estoy seguro de que sería un modo de retomar el programa y los deberes de la Restauración defendidos, con heroísmo pero sin suerte, por el Ejército Blanco; quiero decir, ese museo serviría, estoy seguro, para hacer reflexionar a los jóvenes rusos a quienes les bastaría comparar el antiguo modo de vida representado por mí, con la vida actual, con su propia vida en esos monobloques onereux et bizarres.; les bastaría sólo con comparar para que los velos cayeran de sus ojos. ¿No podría ser esa una forma de iniciar el movimiento de conciencia que nos lleve a la derrota del Régimen y a la Restauración? Dijo que varias veces, en momentos de melancolía y de honda nostalgia había comenzado a redactar una carta para ofrecer sus servicios, y si se detuvo, dijo, fue porque comprendió que ellos no iban a permitir que los esplendores de la inolvidable vida aristocrática rusa pudieran servir de ejemplo a las jóvenes generaciones educadas en la ignorancia. A veces, dijo, se imaginaba su regreso, la perspectiva Nevsky, la primavera de San Petersburg, su vida como modelo y representación de las glorias perdidas del pasado; pero de a poco, dijo el conde, se había ido arrancando esa esperanza del corazón. Ya no tenía esperanzas, dijo, sólo tenía la esperanza de que Dios se apiadara de vez en cuando de él y le concediera la bendición de soñar con su casa natal. Me había arrancado esa esperanza y ahora me llega esa invitación. Una invitación, dijo. ¿Qué hacer frente a una invitación oficial? se preguntaba el conde. ¿Qué debe hacer, se preguntaba, un caballero frente a una invitación? Vacilo, dijo, ante esa aparente muestra de gentileza. Porque puede ser una gentileza, sé que allá las cosas han cambiado, se sabe que ya no son tan fanáticos, ahora mandan los técnicos, esos hombres grises y realistas. Incluso, dijo con una sonrisa, el hecho de que ellos fueran realistas ya los acercaba un poco. Yo también soy realista, dijo el conde; un zar, un rey, no son más que matices. Y ellos son realistas, han abandonado esas lamentables utopías inventadas por los sans culottes, les importa cada vez más la eficacia y la técnica. Pero, sin embargo, temo que esa invitación sea una trampa. Además ¿de qué me serviría concurrir? Podría recordar el sabor inolvidable del caviar, pero tendría que soportar, dijo, oír a mi bella lengua natal hablada como si fuera una traducción del inglés. De todos modos, por lo que sabía, el cónsul ruso en Paraná no era una persona desagradable, lo había observado desde lo alto, una noche, en un teatro de Concepción del Uruguay, durante una representación dada el 9 de julio para el cuerpo diplomático con la presencia del Ballet Bolshoi. El conde había asistido, dijo, y desde el paraíso, mientras se emocionaba con la inmortal música de nuestro inmortal Tchaikovski, se había dedicado a enfocar con sus prismáticos al cónsul ruso. Parece un hombre distinguido, algo opaque mas distingué. Creo que es ingeniero, dijo; son todos ingenieros ahora allá, dado que no hay más obreros, es un estado de ingenieros, soldados y burócratas y el cónsul pertenece al estamento de los ingenieros. Creo que es músico, pero sobre todo ingeniero. En realidad el cónsul le parecía una persona bien. Se llama Igor Suslov y si no recuerdo mal su madre era prima del sobrino de una hermana de mi abuelo paterno. Quizás por eso me ha invitado, dijo el conde; en un sentido somos parientes, el ingeniero y yo; pero no iré, porque las leyes internacionales aseguran de un modo irrebatible el carácter permanente de los títulos nobiliarios. ¿Señor Tokray? dijo el conde. Niet. Se trata para mí de una cuestión de honor. Pero, dijo mirando el reloj de pared al fondo del salón, los he entretenido ya mucho más de lo necesario. Le preguntó a Renzi si le gustaba la ciudad, si no le parecía demasiado tropical y después, bajando un poco la voz, me comunicó el fallecimiento de Malcolm Firmin. ¿Sabía yo que él había muerto? me preguntó. Se había desnucado en la bañadera, quizás había bebido demasiado, dijo, lo cierto es que resbaló y se quebró la cabeza como un oeuf contra el filo de la bañadera. Tendría que haber asistido a su entierro, dijo, pero la noticia le llegó con retraso. Es un hombre a quien el alcohol, la mala reputación y la desdicha, dijo el conde, lo han conducido al más allá. Murió desnudo, dijo, como había nacido. Desnudo. Y en eso debemos ver una triste imagen de nuestra desolada situación en este frágil pont de la vida. Hablando de eso, dijo el conde Tokray, bajando imperceptiblemente aun más la voz, ¿no podría usted, querido Tardewski, prestarme, usted, si le es posible, a usted, unos kopeks, quiero decir, un poco de dinero? Me gustaría por lo menos llevar algunas flores a esa tumba inglesa y no he recibido cierto dinero que estoy aguardando. ¿Sería posible entonces, dijo el conde, un pequeño préstamo? ¿una pequeña cantidad por un pequeño lapso para poder llegarme hasta la oscura tumba donde yace mi amigo? ¿Está bien así, señor conde?, le digo. Perfectamente. Perfectísimamente. Le agradezco mucho su amabilidad, señor Tardewski. ¿Nos veremos acá, quizás demain? ¿Le parece bien? Le dije que me parecía muy bien. Joven, dijo el conde, poniéndose dificultosamente de pie, ha sido un placer conocerlo. ¿Sabe usted, dijo, que es usted la viva estampa de su tío? La même figure. ¿No es así Volodia? ¿No tiene el joven un asombroso parecido con el rostro joven de su tío? Y a propósito, dijo, hace tiempo que no se lo ve al Profesor por el Club. Está de viaje, dije yo. ¿De viaje? Parfait. Había oído decir que no estaba bien de salud. Pero ya no los entretengo más, que estén bien, que la pasen bien, ya nos veremos, dijo el conde Tokray y empezó a alejarse. ¿Lo ve usted caminar? le digo a Renzi; su modo de andar es como una cita mal empleada de las maneras que las institutrices francesas enseñaban a los jóvenes de la nobleza rusa, incluso a los hijos naturales de esa nobleza, como las más apropiadas a un caballero en el momento de atravesar un lugar público. El cuerpo erguido ¿no es verdad?, deslizando apenas los pies sobre la tierra. Una cita, entonces, de lo que un noble ruso debe pensar que es alejarse con dignidad. Una cita mal usada, le digo a Renzi, pero no una parodia. Tiene algo de patético, sin duda, le digo, pero no es paródico. Trata de un modo desesperado de mantener la dignidad pero ya le es casi imposible sobrevivir. Lo mantenemos entre varios, es decir, entre varios europeos que vivimos desterrados en Entre Ríos; somos seis. Nos pide una módica suma mensual a cada uno, siempre con un pretexto nuevo. El pretexto de hoy ha sido, para su alivio, verdadero. Firmin ha muerto, para su desdicha, y así su futuro se ensombrece aun más. Firmin era uno de los seis que le daba ese pequeño dinero mensual. Supongo que el temor de que nos vayamos muriendo, uno tras otro antes que él, no debe ayudarlo a dormir al conde Tokray. Sin embargo no son hombres como el conde Tokray los europeos sobre quienes, le digo a Renzi, el Profesor construyó su teoría. No se trataba tampoco de los inmigrantes, ni siquiera de los viajeros que escriben o han escrito sobre la Argentina. Se trataba más bien de aquellos intelectuales europeos que, integrados en la cultura argentina, habían cumplido en ella una función particular. Esa función no podía estudiarse sin tener en cuenta el carácter dominante del europeísmo: porque justamente era su línea de continuidad y su transformación lo que ellos venían a encarnar. El ejemplo más nítido era, para el Profesor, el caso de Groussac. En realidad veía en Groussac al más representativo de estos intelectuales trasplantados, antes que nada porque había actuado en el momento preciso, justo cuando el europeísmo se constituye en elemento hegemónico. Groussac es el intelectual del ‘80 por excelencia, decía el Profesor; pero sobre todo es el intelectual europeo en la Argentina por excelencia. De allí que haya podido cumplir ese papel de árbitro, de juez y verdadero dictador cultural. Este crítico implacable, a cuya autoridad todos se sometían, era irrefutable porque era europeo. Tenía lo que podemos llamar una mirada europea autenticada y desde ahí juzgaba los logros de una cultura que se esforzaba en parecer europea. Un europeo legítimo se divertía a costa de estos nativos disfrazados. Se reía de todos ellos, le parecían meros literatos sudamericanos. Y a su vez, él, Groussac, no era más que un francesito pretencioso que gracias a Dios había venido a parar a estas riberas del Plata, porque sin duda en Europa no habría tenido otro destino que el de perderse en un laborioso anonimato, disuelto en su meritoria mediocridad. ¿Qué hubiera sido Groussac de haberse quedado en París? Un periodista de quinta categoría; aquí, en cambio, era el árbitro de la vida cultural. Este personaje, no sólo antipático, sino paradójico, era en realidad un síntoma: en él se expresaban los valores de toda una cultura dominada por la superstición europeísta. Pero, sin embargo Borges, me dice Renzi, se ríe de él. ¿De Groussac? le digo, no parece. Claro, no parece, dice Renzi. Por un lado Borges hace los elogios que le conocemos, dice cosas sobre Groussac. Pero la verdad de Borges hay que buscarla en otro lado: en sus textos de ficción. Y Pierre Menard, autor del Quijote no es, entre otras cosas, otra cosa que una parodia sangrienta de Paul Groussac. No sé si conoce usted, me dice Renzi, un libro de Groussac sobre el Quijote apócrifo. Ese libro escrito en Buenos Aires y en francés por este erudito pedante y fraudulento tiene un doble objetivo: primero, avisar que ha liquidado sin consideración todos los argumentos que los especialistas pueden haber escrito sobre el tema antes que él; segundo, anunciar al mundo que ha logrado descubrir la identidad del verdadero autor del Quijote apócrifo. El libro de Groussac se llama (con un título que podría aplicarse sin sobresaltos al Pierre Menard de Borges) Un enigme littéraire y es una de las gaffes más increíbles de nuestra historia intelectual. Luego de laberínticas y trabajosas demostraciones, donde no se ahorra la utilización de pruebas diversas, entre ellas un argumento anagramático extraído de un soneto de Cervantes, Groussac llega a la inflexible conclusión de que el verdadero autor del falso Quijote es un tal José Martí (homónimo ajeno y del todo involuntario del héroe cubano). Los argumentos y la conclusión de Groussac tienen, como es su estilo, un aire a la vez definitivo y compadre. Es cierto que entre las conjeturas sobre el autor del Quijote apócrifo las hay de todas clases, dijo Renzi, pero ninguna, como la de Groussac, tiene el mérito de ser físicamente imposible. El candidato propiciado en Un enigme littéraire había muerto en diciembre de 1604, de lo cual resulta que el supuesto continuador plagiario de Cervantes no pudo ni siquiera leer impresa la primera parte del Quijote verdadero. ¿Cómo no ver en esa chambonada del erudito galo, me dice Renzi, el germen, el fundamento, la trama invisible sobre la cual Borges tejió la paradoja de Pierre Menard, autor del Quijote..? Ese francés que escribe en español una especie de Quijote apócrifo que es, sin embargo, el verdadero; ese patético y a la vez sagaz Pierre Menard, no es otra cosa que una transfiguración borgeana de la figura de este Paul Groussac, autor de un libro donde demuestra, con una lógica mortífera, que el autor del Quijote apócrifo es un hombre que ha muerto antes de la publicación del Quijote verdadero. Si el escritor descubierto por Groussac había podido redactar un Quijote apócrifo antes de leer el libro del cual el suyo era una mera continuación ¿por qué no podía Menard realizar la hazaña de escribir un Quijote que fuera a la vez el mismo y otro que el original? Ha sido Groussac, entonces, con su descubrimiento póstumo del autor posterior del Quijote falso quien, por primera vez, empleó esa técnica de lectura que Menard no ha hecho más que reproducir. Ha sido Groussac en realidad quien, para decirlo con las palabras que le corresponden, dijo Renzi, enriqueció, acaso sin quererlo, mediante una técnica nueva el arte detenido y rudimentario de la lectura: la técnica del anacronismo deliberado y de las atribuciones erróneas. ¿Quién está citando a Borges en este incrédulo recinto? preguntó Marconi desde una mesa cercana. En esta remota provincia del litoral argentino ¿quién está citando de memoria a Jorge Luis Borges?, dijo Marconi y se puso de pie. Déjeme que le estreche la mano, dijo y empezó a acercarse. Esa técnica de aplicación infinita nos insta a recorrer la Odisea como si fuera posterior a la Eneida, recitó Marconi. Esa técnica puebla de aventura los libros más calmosos. Porque la literatura es un arte, siguió recitando Marconi y se interrumpió para decir: ¿Puedo sentarme? Porque la literatura es un arte que sabe profetizar aquel tiempo en que habrá enmudecido y encarnizarse con su propia disolución y cortejar su fin. Mi nombre, dijo, es Bartolomé Marconi. ¿Cómo estás, Volodia? Bartolomé, por el padre Bartolomé de las Casas y no por Mitre, patricio que, como usted sabrá bien, aquí en la provincia de Entre Ríos es una mala palabra. Bartolomé, entonces, dijo Marconi ya sentado, por aquel fraile que en 1517 tuvo mucha lástima de los indios que se extenuaban en los laboriosos infiernos de las minas de oro antillanas, y propuso al emperador Carlos V la importación de negros que se extenuaran en los laboriosos infiernos de las minas de oro antillanas. A esa curiosa variación de un filántropo, dijo Marconi, debo mi nombre. En cuanto a mi apellido es una curiosa variación autóctona del inventor del teléfono. ¿Del teléfono o de la radio, Volodia? De la radio, creo, dije. El joven Renzi, dije después, es un joven escritor, lo que se dice, dije, una joven promesa de la joven literatura argentina. Bien, dijo Marconi, estoy desolado y envidioso. En Buenos Aires, aleph de la patria, por un desconsiderado privilegio portuario, los escritores jóvenes son jóvenes incluso después de haber cruzado la foresta infernal de los 33 años. ¿Qué no harían en esa ciudad con Rimbaud o con Keats? Los clasificarían, estoy seguro, en la sub–especie de la nunca demasiado bien ponderada literatura infantil. Para decirlo todo, dijo Marconi, sangro por la herida. Porque ¿cómo podría hacer yo, polígrafo resentido del interior, para integrar, como un joven, a pesar de mis ya interminables 36 años, el cuadro de los jóvenes valores de la joven literatura argentina? Me sirvo un poco de ginebra, dijo Marconi. ¿Volodia? ¿Renzi? No se preocupe, Marconi, dijo Renzi, ya no existe la literatura argentina. ¿Ya no existe?, dijo Marconi. ¿Se ha disuelto? Pérdida lamentable. ¿Y desde cuándo nos hemos quedado sin ella, Renzi? dijo Marconi. ¿Te puedo tutear? Hagamos una primera aproximación metafórica al asunto, dijo: La literatura argentina está difunta. Digamos entonces, dijo Marconi, que la literatura argentina es la difunta Correa. Sí, dijo Renzi, no está mal. Es una correa que se cortó. ¿Y cuándo? dijo Marconi. En 1942, dijo Renzi. ¿En 1942? dijo Marconi, ¿justo ahí? Con la muerte de Arlt, dijo Renzi. Ahí se terminó la literatura moderna en la Argentina, lo que sigue es un páramo sombrío. Con él ¿terminó todo? dijo Marconi. ¿Qué tal? ¿Y Borges? Borges, dijo Renzi, es un escritor del siglo XIX. El mejor escritor argentino del siglo XIX. Puede ser, dijo Marconi. Sí, dijo, correcto. Una especie de realización perfecta de un escritor del ‘80, dijo Renzi. Un tipo de la generación del ‘80 que ha leído a Paul Valéry, dijo Renzi. Eso por un lado, dijo Renzi. Por otro lado su ficción sólo se puede entender como un intento consciente de concluir con la literatura argentina del siglo XIX. Cerrar e integrar las dos líneas básicas que definen la escritura literaria en el XIX. ¿A ver? dijo Marconi. Punto uno, el europeísmo, dijo Renzi, Lo que se sabe, de eso hablábamos recién con Tardewski; lo que empieza ya con la primera página del Facundo. La primera página del Facundo.: texto fundador de la literatura argentina. ¿Qué hay ahí? dice Renzi. Una frase en francés: así empieza. Como si dijéramos la literatura argentina se inicia con una frase escrita en francés: On ne tue point les idées (aprendida por todos nosotros en la escuela, ya traducida). ¿Cómo empieza Sarmiento el Facundo.? Contando cómo en el momento de iniciar su exilio escribe en francés una consigna. El gesto político no está en el contenido de la frase, o no está solamente ahí. Está, sobre todo, en el hecho de escribirla en francés. Los bárbaros llegan, miran esas letras extranjeras escritas por Sarmiento, no las entienden: necesitan que venga alguien y se las traduzca. ¿Y entonces? dijo Renzi. Está claro, dijo, que el corte entre civilización y barbarie pasa por ahí. Los bárbaros no saben leer en francés, mejor son bárbaros porque no saben leer en francés. Y Sarmiento se los hace notar: por eso empieza el libro con esa anécdota, está clarísimo. Pero resulta que esa frase escrita por Sarmiento (Las ideas no se matan, en la escuela) y que ya es de él para nosotros, no es de él, es una cita. Sarmiento escribe entonces en francés una cita que atribuye a Fourtol, si bien Groussac se apresura, con la amabilidad que le conocemos, a hacer notar que Sarmiento se equivoca. La frase no es de Fourtol, es de Volney. O sea, dice Renzi, que la literatura argentina se inicia con una frase escrita en francés, que es una cita falsa, equivocada. Sarmiento cita mal. En el momento en que quiere exhibir y alardear con su manejo fluido de la cultura europea todo se le viene abajo, corroído por la incultura y la barbarie. A partir de ahí podríamos ver cómo proliferan, en Sarmiento pero también en los que vienen después hasta llegar al mismo Groussac, como decíamos hace un rato con Tardewski, dice Renzi, cómo prolifera esa erudición ostentosa y fraudulenta, esa enciclopedia falsificada y bilingüe. Ahí está la primera de las líneas que constituyen la ficción de Borges: textos que son cadenas de citas fraguadas, apócrifas, falsas, desviadas; exhibición exasperada y paródica de una cultura de segunda mano, invadida toda ella por una pedantería patética: de eso se ríe Borges. Exaspera y lleva al límite, entonces, me refiero a Borges, dice Renzi, exaspera y lleva al límite, clausura por medio de la parodia la línea de la erudición cosmopolita y fraudulenta que define y domina gran parte de la literatura argentina del XIX. Pero hay más, dice Renzi. ¿Querés ginebra? dice Marconi. Dale, dice Renzi. ¿Volodia? Con un poco más de hielo, le digo. Pero hay más, hay otra línea: lo que podríamos llamar el nacionalismo populista de Borges. Quiero decir, dice Renzi, el intento de Borges de integrar en su obra también a la otra corriente, a la línea antagónica al europeísmo, que tendría como base la gauchesca y como modelo el Martín Fierro. Borges se propone cerrar también esta corriente que, en cierto sentido, también define la literatura argentina del siglo XIX, ¿Qué hace Borges? dice Renzi. Escribe la continuación del Martín Fierro. No sólo porque le escribe, en El fin, un final. ¿Querés un cigarrillo? dice Renzi. Esperá. No sólo porque le escribe un final, dice ahora, sino porque además toma al gaucho convertido en orillero, protagonista de estos relatos que, no casualmente Borges ubica siempre entre 1890 y 1900. Pero no sólo eso, dice Renzi, no es sólo una cuestión temática. Borges hace algo distinto, algo central, esto es, comprende que el fundamento literario de la gauchesca es la transcripción de la voz, del habla popular. No hace gauchesca en lengua culta como Güiraldes. Lo que hace Borges, dice Renzi, es escribir el primer texto de la literatura argentina posterior al Martín Fierro que está escrito desde un narrador que usa las flexiones, los ritmos, el léxico de la lengua oral: escribe Hombre de la esquina rosada. De modo que, dice Renzi, los dos primeros cuentos escritos por Borges, tan distintos a primera vista: Hombre de la esquina rosada y Pierre Menard, autor del Quijote son el modo que tiene Borges de conectarse, de mantenerse ligado y de cerrar esa doble tradición que divide a la literatura argentina del siglo XIX. A partir de ahí su obra está partida en dos: por un lado los cuentos de cuchilleros, con sus variantes; por otro lado los cuentos, digamos, eruditos, donde la erudición, la exhibición cultural se exaspera, se lleva al límite, los cuentos donde Borges parodia la superstición culturalista y trabaja sobre el apócrifo, el plagio, la cadena de citas fraguadas, la enciclopedia falsa, etc., y donde la erudición define la forma de los relatos. No es casual entonces que el mejor texto de Borges sea para Borges El sur, cuento donde esas dos líneas se cruzan, se integran. Todo lo cual no es más que un modo de decir, dice Renzi, que Borges deber ser leído, si se quiere entender de qué se trata, en el interior del sistema de la literatura argentina del siglo XIX, cuyas líneas fundamentales, con sus conflictos, dilemas y contradicciones, él viene a cerrar, a clausurar. De modo que Borges es anacrónico, pone fin, mira hacia el siglo XIX. El que abre, el que inaugura, es Roberto Arlt. Arlt empieza de nuevo: es el único escritor verdaderamente moderno que produjo la literatura argentina del siglo XX. Una de las indudables virtudes de los intelectuales porteños, dijo Marconi, es su nunca del todo envidiada capacidad para decirlo todo de corrido. Sí, dijo Renzi, las teorías es mejor enunciarlas de corrido, sobre todo si uno ha tomado suficiente ginebra. Y entonces, dijo Marconi, ¿puedo esperar ahora una teoría de corrido sobre Roberto Arlt? Cómo no, dijo Renzi, respiro un poco y enseguida te enuncio una veloz teoría sobre la importancia de Arlt en la literatura argentina. En realidad, dijo Marconi, esto parece una novela de Aldous Huxley. ¿Huxley? dijo Renzi. Prefiero el capítulo de la Biblioteca, Escila y Caribdis, en la Telemaquiada gaélica. Discutamos entonces sobre Hamlet, dijo Marconi. Che, dijo Renzi, pero Concordia está lleno de eruditos. Recién empiezo, dijo Marconi: ¿O no demostraremos mediante el álgebra que el nieto de Hamlet es el abuelo de Shakespeare y que él mismo es el espectro de su propio padre? ¿Eh, Buck Mulligan? dijo Marconi. Viejo, vos tenés una memoria que ni el mismo José Hernández, dijo Renzi. Un poeta sin memoria, dijo Marconi, es como un criminal abrumado y casi anulado por la decencia. Un poeta sin memoria es un oxímoron. Porque el Poeta es la memoria de la lengua. ¿Cómo entonces esperar de mí que hable de Arlt? dijo Marconi. Porque digo yo, con perdón de los presentes, ¿qué era Arlt aparte de un cronista de El mundo.? Era eso, justamente, dijo Renzi: un cronista del mundo. Después de lo cual vos me dirás, sin dudas, que podía ser un cronista de las pelotas pero que escribía mal. Exacto, dijo Marconi, en esta parte yo te digo que Arlt escribía mal y de ese modo, supongo, te doy pie para tu veloz carrera teórica. Pero aparte de eso, dijo Marconi, la verdad que escribía como el culo. ¿Quién? dijo Renzi ¿Arlt? No, Joyce, dijo Marconi. Arlt, claro, Arlt, dijo. Me merece el mayor de los respetos pobre cristo, dijo Marconi, pero la verdad, escribía como si quisiera arruinarse la vida, desprestigiarse a sí mismo. El masoquismo que le venía de su lectura de Dostoievski, ese gusto por el sufrimiento a la manera de Aliosha Karamazov, él lo destinaba exclusivamente a su estilo: Arlt escribía para humillarse, dijo Marconi, en el sentido literal de la expresión. Tiene, no hay duda, un mérito indudable: peor no se puede escribir. En eso es imbatible y es único. ¿Terminaste, Morriconi? dijo Renzi. Marconi, viejo, dijo Marconi. Me llamo Marconi, no te hagas el distraído. Tranquilidad, dije yo. Pacem in terris. No hay como el latín, dijo Marconi, para calmar los ánimos. Entonces, dijo después, quedamos en que Arlt escribía mal. Exacto, dijo Renzi, escribía mal: pero en el sentido moral de la palabra. La suya es una mala escritura, una escritura perversa. El estilo de Arlt es el Starvroguin de la literatura argentina; es el Pibe Cabeza de la literatura, para usar un símil nativo. Es un estilo criminal. Hace lo que no se debe, lo que está mal, destruye todo lo que durante cincuenta años se había entendido por escribir bien en esta descolorida república. Cita de Borges, dijo Marconi: descolorida república. Cualquier maestra de la escuela primaria, incluso mi tía Margarita, dijo Renzi, puede corregir una página de Arlt, pero nadie puede escribirla. Y no, dijo Marconi, eso seguro que no, nadie puede escribirla salvo él. Pero no te interrumpo más, en serio, te escucho, dijo. ¿Ginebra? Sí, dijo Renzi. ¿Volodia? dijo Marconi. Bueno, dije yo. Arlt escribe contra la idea de estilo literario, o sea, contra lo que nos enseñaron que debía entenderse por escribir bien, esto es, escribir pulcro, prolijito, sin gerundios ¿no? sin palabras repetidas. Por eso el mejor elogio que puede hacerse de Arlt es decir que en sus mejores momentos es ilegible; al menos los críticos dicen que es ilegible: no lo pueden leer, desde su código no lo pueden leer. El estilo de Arlt, dijo Renzi, es lo reprimido de la literatura argentina. Todos los críticos (salvo dos excepciones), todos los que escribieron sobre Arlt, desde una punta a otra del espinel, desde Castelnuovo, digamos, hasta Murena, están de acuerdo en una sola cosa: en decir que escribía mal. Es una de las pocas coincidencias unánimes que puede ofrecer la literatura argentina. Cuando llegan a ese punto bajan todas las banderas y se ponen de acuerdo. Conciliación conmovedora, dijo Renzi, que no hubiera alegrado al difunto. Tienen razón, dado que Arlt no escribía desde el mismo lugar que ellos, ni tampoco desde el mismo código. Y en esto Arlt es absolutamente moderno: está más adelante que todos esos chitrulos que lo acusan. ¿Porque cuándo aparece en la literatura argentina la idea de estilo, dijo Renzi, la idea del escribir bien como valor que distingue a las buenas obras? Por de pronto es una noción tardía. Aparece recién cuando la literatura consigue su autonomía y se independiza de la política. La aparición de la idea de estilo es un dato clave: la literatura ha comenzado a ser juzgada a partir de valores específicos, de valores, digamos, dijo Renzi, puramente literarios y no, como sucedía en el XIX, por sus valores políticos o sociales. A Sarmiento o a Hernández jamás se les hubiera ocurrido decir que escribían bien. La autonomía de la literatura, la correlativa noción de estilo como valor al que el escritor se debe someter, nace en la Argentina como reacción frente al impacto de la inmigración. En este caso se trata del impacto de la inmigración sobre el lenguaje. Para las clases. dominantes la inmigración viene a destruir muchas cosas ¿no? destruye nuestra identidad nacional, nuestros valores tradicionales, etc., etc. En la zona ligada a la literatura lo que se dice es que la inmigración destruye y corrompe la lengua nacional. En ese momento la literatura cambia de función en la Argentina; pasa a tener una función, digamos, específica. Una función que, sin dejar de ser ideológica y social, sólo la literatura como tal, sólo la literatura como actividad específica puede cumplir. La literatura, decían a cada rato y en todo lugar, tiene ahora una sagrada misión que cumplir: preservar y defender la pureza de la lengua nacional frente a la mezcla, el entrevero, la disgregación producida por los inmigrantes. Esta pasa a ser ahora la función ideológica de la literatura: mostrar cuál debe ser el modelo, el buen uso de la lengua nacional; el escritor pasa a ser el custodio de la pureza del lenguaje. En ese momento, hacia el 900 digamos, dijo Renzi, las clases dominantes delegan en sus escritores la función de imponer un modelo escrito de lo que debe ser la verdadera lengua nacional. El que viene a encamar esta nueva función del escritor en la Argentina es Leopoldo Lugones. Lugones es el primer escritor argentino que, a diferencia de Sarmiento, Hernández, etc., cumple en la sociedad una función política exclusivamente como escritor. Es el poeta nacional, el guardián de la pureza del lenguaje. Hace un rato hablábamos con Tardewski sobre el estilo de este hombre, así que no vamos a insistir. Pero lo que hay que decir es esto: Lugones cumple un papel decisivo en la definición del estilo literario en la Argentina. Los textos de Lugones son el ejemplo de qué cosa es escribir bien; él cristaliza y define el paradigma de la escritura literaria. Para nosotros, decía Borges, vos te debes acordar Marconi, dice Renzi, para nosotros, se arrepiente ahora Borges, escribir bien quería decir escribir como Lugones. El estilo de Lugones se construye arduamente y con el diccionario, ha dicho también Borges. Es un estilo dedicado a borrar cualquier rastro del impacto, o mejor, de la mezcolanza que la inmigración produjo en la lengua nacional. Porque ese buen estilo le tiene horror a la mezcla. Arlt, está claro, trabaja en un sentido absolutamente opuesto. Por de pronto maneja lo que queda y se sedimenta en el lenguaje, trabaja con los restos, los fragmentos, la mezcla, o sea, trabaja con lo que realmente es una lengua nacional. No entiende el lenguaje como una unidad, como algo coherente y liso, sino como un conglomerado, una marea de jergas y de voces. Para Arlt la lengua nacional es el lugar donde conviven y se enfrentan distintos lenguajes, con sus registros y sus tonos. Y ese es el material sobre el cual construye su estilo. Este es el material que él transforma, que hace entrar en “la máquina polifacética”, para citarlo, de su escritura. Arlt transforma, no reproduce. En Arlt no hay copia del habla. Arlt no sufría de esa ilusión que abunda entre los escritores que rodean a Borges, como Bioy, Peyrou, el primer Cortázar, que por un lado escribían “bien”, pulcramente, con “elegancia”, y por otro lado mostraban que podían transcribir y copiar el habla pintoresca de las clases “bajas”. El estilo de Arlt es una masa en ebullición, una superficie contradictoria, donde no hay copia del habla, transcripción cruda de lo oral. Arlt entonces trabaja esa lengua atomizada, percibe que la lengua nacional no es unívoca, que son las clases dominantes las que imponen, desde la escuela, un manejo de la lengua como el manejo correcto; percibe que la lengua nacional es un conglomerado. Eso por un lado, dijo Renzi. Por otro lado, Arlt se zafa de la tradición del bilingüismo; está afuera de eso, Arlt lee traducciones. Si en todo el XIX y hasta Borges se encuentra la paradoja de una escritura nacional construida a partir de una escisión entre el español y el idioma en que se lee, que es siempre un idioma extranjero, basta ver la marca del galicismo en Sarmiento, en Cané, en Güiraldes para entender lo que quiero decir, Arlt no sufre ese desdoblamiento entre la lengua de la literatura que se lee en otro idioma y el lenguaje en el que se escribe: Arlt es un lector de traducciones y por lo tanto recibe la influencia extranjera ya tamizada y transformada por el pasaje de esas obras desde su lenguaje original al español. Arlt es el primero, por otro lado, que defiende la lectura de traducciones. Fijate lo que dice sobre Joyce en el Prólogo a Los Lanzallamas y vas a ver. De allí que el modelo del estilo literario ¿dónde lo encuentra? Lo encuentra donde puede leer, esto es, en las traducciones españolas de Dostoievski, de Andreiev. Lo encuentra en el estilo de los pésimos traductores españoles, en las ediciones baratas de Tor. Y ése es el segundo material sobre el que se construye el estilo de Arlt: “jamelgo”, “mozalbete”, sus textos están llenos de eso, porque lo que los traductores españoles fijaban como cliché de traducción y como léxico, Arlt lo trabaja y lo transforma en materia prima de su escritura. Arlt viene entonces desde un lugar que es totalmente otro lugar de ese desde el cual se escribe “bien” y se hace “estilo” en la Argentina. No hay nada igual al estilo de Arlt; no hay nada tan transgresivo como el estilo de Roberto Arlt. Pero hay más, dijo Renzi, y ya termino. Ese estilo de Arlt, hecho de conglomerados, de restos, ese estilo alquímico, perverso, marginal, no es otra cosa que la transposición verbal, estilística, del tema de sus novelas. El estilo de Arlt es su ficción. Y la ficción de Arlt es su estilo: no hay una cosa sin la otra. Arlt escribe eso que cuenta: Arlt es su estilo, porque el estilo de Arlt está hecho, en el plano lingüístico, del mismo material con el que construye el tema de sus novelas. Por eso me dan risa los tipos que son condescendientes con él y dicen: Arlt es un gran escritor a pesar de su estilo; los tipos que piensan que cuando un escritor tiene tanto que decir, como se supone que tenía Arlt tanto para decir, la fuerza arrolladora de su “mundo interior” lo obliga a olvidarse de la forma. Esos son los que piensan que cuanto más “sincero”, para usar una palabra que les gusta, es un escritor, cuantas más verdades tiene para decir, peor escribe; porque según ellos justamente el no preocuparse por la forma, el dejarse llevar, sería una muestra de su fuerza, de esa naturaleza arrolladora, etc. Arlt no tiene nada que ver con eso. Hay muchos escritores que escriben mal en ese sentido, pero Arlt no es de esa clase. La literatura de Arlt es una máquina que funciona toda ella con el mismo combustible. Pero en fin, dijo Renzi, explicar qué significa Arlt en la literatura argentina habría que hablar una semana. Estoy decepcionado Renzi, dijo Marconi. Habíamos empezado tan bien. Por supuesto, si uno lee a Arlt como vos lo leés no puede leer a Borges. O puede leerlo de otro modo, dijo Renzi; leerlo, por ejemplo, desde Arlt. Mejor sí, dijo Marconi, mejor leer a Borges desde Arlt, porque si uno lee a Arlt desde Borges no queda nada. Aparte que la sola idea de imaginarme a Borges leyendo una página de Arlt me produce honda tristeza. No creo que el Viejo pueda resistir sin sufrir un ataque de catalepsia más de dos renglones de eso que vos denominas el estilo de Arlt. No creo, por lo demás, que Borges se haya tomado jamás el trabajo de leerlo, dijo Marconi. ¿De leer a Arlt?, dijo Renzi, no creas. No creas, dijo. Mira, vos te debés acordar, estoy seguro, de ese cuento de El informe de Brodie que se llama “El indigno”. Releelo, hacé el favor y vas a ver. Es El juguete rabioso. Quiero decir, dijo Renzi, una transposición típicamente borgeana, esto es, una miniatura del tema de El juguete rabioso. Joven fascinado por el mundo del delito que aparece encarnado, para él, en un marginal que lo inicia y al que admira y a quien, en el momento de pasar al otro lado, es decir, en el momento de abandonar el mundo, digamos, legal y convertirse él también en un delincuente, el protagonista delata. El núcleo temático es el mismo en los dos textos, dijo Renzi, y la delación es la clave en los dos textos. Ahora bien, dijo Renzi, el policía a quien el protagonista del cuento de Borges va a ver para delatar a su amigo se llama, en el relato de Borges, Alt. Sabés mejor que yo, sin duda, el significado que tienen los nombres en los textos de Borges, de modo que nadie me hará creer que ese apellido, con esa R que falta, letra inicial, diría yo, de otro nombre, con esa R justamente que falta, está puesto ahí por azar. Es como decir que Borges le puso porque sí Beatriz Viterbo a la mina de El aleph o que en ese cuento Daneri no es una contracción de Dante Alighieri. Ingenuos no, dijo Renzi; para ingenuos, según parece, alcanza con Arlt que, como todo el mundo dice, era un escritor naif. ¿Quién es entonces el indigno sino Roberto Arlt? El Gran Indigno de la literatura argentina. ¿Y qué es ese cuento si no un homenaje de Borges al único escritor contemporáneo que siente a la par? Sabés mejor que yo, dijo Renzi. Parala, viejo, dijo de pronto Marconi, con eso de decidir cuáles son las cosas que yo sé. Escucho con atención y paciencia lo que vos decís que sabés, sobre lo que yo sé déjame opinar a mí, dijo Marconi. ¿Qué querés ahora, que nos agarremos a bollos? dijo Renzi. Bollos, copia del habla, dijo Marconi. Digamos trompis, dijo. Pero no, yo soy un tipo pacífico; desde que lo liquidaron a López Jordán los entrerrianos estamos totalmente pacificados y nuestros conflictos con los porteños pertenecen al pasado. Sencillamente, no me gusta esa retórica canchera que te hace empezar las frases con tus opiniones sobre lo que yo debo saber. ¿Y?, digo yo, ¿cómo sigue el asunto? Nada, dice Renzi, pienso que Borges escribe en términos de ficción sus homenajes y sus lecturas de la literatura argentina (y no sólo argentina, digamos entre paréntesis). Si uno quiere saber qué escritores valora Borges en la literatura argentina no hay que escuchar ni preocuparse por lo que dice, si no uno se encuentra con elogios a Mallea, a Carmen Gándara y a otros maestros por el estilo. Hay que mirar sobre quién ha escrito Borges su ficción, o mejor, a qué escritores argentinos usó como tema de sus relatos. Y Borges ha escrito ficciones sobre, enumeró Renzi: 1. José Hernández (Tadeo Isidoro Cruz, El fin y otro más en El hacedor, que no me acuerdo). 2. Sarmiento (Diálogo de muertos). 3. Groussac (Pierre Menard). 4. Lugones (el texto que abre El hacedor). 5. Roberto Arlt, el cuento este que digo. Eso es para Borges lo único que vale, los únicos nombres que valen en la historia de la literatura argentina. ¿Y entonces, Marconi?, dijo Renzi. ¿No estás de acuerdo? ¿O todavía te sigue la mufa? No, dijo Marconi, soy un hombre de odios y pasiones pasajeras. ¿Y estás de acuerdo? No, claro que no, dijo Marconi. Demasiado sofisticado para mi gusto. Pero en fin, dijo, para seguir cumpliendo mi papel de anfitrión amable, suponete que nos ponemos de acuerdo en dejar de lado a Borges, escritor del siglo XIX, etc.; suponete entonces que nos ponemos de acuerdo en dejar de lado a Borges que es más o menos lo mismo que ponernos de acuerdo en dejar de lado el río y de un modo que no vacilaré en llamar platónico nos decidimos a cruzar al Uruguay de a pie, como si no hubiera agua. Dejando entonces a Borges de lado gracias a esta modesta operación filosófica digna del obispo Berkeley, para citar uno de los que cita el tipo que estamos dejando de lado, lo ponemos a un costado a Borges, dijo Marconi, como Berkeley a la realidad sensible y ¿entonces? pregunta retórica destinada a obtener una respuesta del joven escritor capitalino que nos visita, y ¿entonces? Entonces, dice Renzi, partimos de ese supuesto, Borges es un escritor del XIX, cierra, clausura, etc., etc. Arlt, por su lado, murió en 1942. ¿Quién sería, pregunto yo ahora, dijo Renzi, el escritor actual que podríamos considerar para decidir que la literatura argentina no ha muerto? Hay muchos, dijo Marconi. ¿Por ejemplo? dice Renzi. Qué sé yo. Por ejemplo Mujica Lainez. ¿Quién? dijo Renzi. Mujica Lainez, dijo Marconi. Es una cruza, dijo Renzi. Mujica Lainez es una cruza. Una cruza en el sentido que este término tiene en el cuento de Kafka titulado precisamente Una cruza. Una cruza, dijo Renzi, eso es Mujica Lainez. De Hugo Wast y de Enrique Larreta. Eso es Mujica Lainez, dijo Renzi. Una mezcla tilinga de Hugo Wast y de Enrique Larreta. Escribe best sellers “refinados” para que los lea Nacha Regules. Por otra parte, y sin ánimo de ser rencoroso, para volver al asunto del estilo, dijo Renzi, es evidente que hay más estilo en una página de Arlt que en todo Mujica Lainez. ¿Terminaste? dijo Marconi. Terminé, dijo Renzi. ¿Alguna otra de esas evidencias por el estilo? dijo Marconi. Por el momento no, dijo Renzi. Bien, dijo Marconi; no estoy de acuerdo. Lo siento en el alma, dijo Renzi. Tus evidencias, dijo Marconi, lo dejan chiquito a Santo Tomás. ¿Era Santo Tomás o San Agustín, Volodia? me dice Marconi ¿El de las evidencias? le digo. Santo Tomás. Bueno, dijo Marconi, al lado de Renzi, Santo Tomás es un poroto, en lo que respecta, por lo menos, al asunto de las 138 evidencias. De todos modos, dijo Marconi, pedante y todo, se ve que sos un tipo simpático. ¿Cuándo te vas? No sé todavía, dijo Renzi. Está esperando al Profesor, digo yo. ¿Al Profesor? dice Marconi; me parece que me lo crucé hace un rato, en la Plaza. Venía de Salto Uruguayo, creo. ¿A Marcelo? dice Renzi, Casi seguro era él, dijo Marconi, No es lo que se dice una evidencia, más bien una impresión en medio de la oscuridad. Porque si no te vas, dijo, sería bárbaro que armáramos algo, qué sé yo, una mesa redonda, una reunión, cualquier cosa en la Biblioteca ¿eh Volodia?, cosa de poder discutir todo este asunto con la gente y mover el avispero. Podría ser, dijo Renzi, si me quedo no hay problema. ¿Sería Marcelo? me pregunta Renzi. Puede ser, digo yo. Ahora vamos para el Hotel, si llegó debe estar allí. Yo me voy, che, dijo Marconi, ya se me hizo tardísimo. ¿Ya te vas? dijo Renzi. ¿No querés venir con nosotros hasta el Hotel? No, dice Marconi, la verdad, se me hace tarde, tengo que pasar por el diario todavía y escribir una nota de 36 líneas sobre la última novela de Nabokov, ¿Trabajás en el diario? dijo Renzi, Bueno, trabajar es un decir, dijo Marconi. Pero aparte de eso ¿qué hacés? ¿Yo? dijo Marconi, nada. Leo a Borges y escribo sonetos. ¿Sonetos? dijo Renzi. Y sí, dijo Marconi, acá en la provincia todo nos llega con atraso. Ya ves, nosotros todavía seguimos pensando que Arlt escribe como el orto. No son los únicos, dice Renzi, hay tipos que viven en Nueva York, en París y en otras metrópolis por el estilo y sin embargo piensan lo mismo. ¿Así que escribís sonetos? dijo Renzi. Sí, dijo Marconi, quiero ver si me puedo convertir en el Enrique Banchs del Litoral. Sabes qué pasa, dijo, nosotros acá no manejamos el código. ¿Código? dijiste ¿no? No me cargués, dijo Renzi. No te cargo, dijo Marconi, acá somos así, aguerridos pero nada rencorosos. Che ¿y en Buenos Aires todavía siguen jodiendo con la lingüística? Menos, dijo Renzi. Ahora la onda es el psicoanálisis. No ves, dijo Marconi, tengo que viajar más seguido a la capital. Acá me desactualizo. En Concordia recién termina de popularizar se la lingüística y parece que ya estamos atrasados. ¿Popularizarse? dijo Renzi. La lingüística, dijo Marconi. Si te cuento lo que me contó hoy Antuñano, me dice, Renzi se va a dar cuenta de la receptividad del interior. ¿Sabés que por acá todavía hay gauchos? dijo Marconi. Vi uno, sí, dijo Renzi, hoy a la mañana, cuando bajé del tren, con bombacha bataraza y chambergo. Pensé que era un policía disfrazado. No, dijo Marconi, seguro era un gaucho. Acá sólo, por la zona de Concordia, hay cerca de doscientos cincuenta. Por eso aquí la gauchesca todavía persiste, dijo Marconi, pero no sin sufrir, también ella, el impacto de la lingüística. ¿La gauchesca? dijo Renzi. La gauchesca y los paisanos mesmos, dijo Marconi. Al menos si es cierto lo que me contó hoy Antuñano. Te transcribo, dijo, así llevas a Buenos Aires el folklore vivo de la patria. Hjelmslev entre los gauderios entrerrianos o un ejemplo de gauchesca semiológica, anunció Marconi, según relato de Antuñano, testigo presencial y relator del hecho acaecido en la pulpería La colorada, de su propiedad, ubicada entre Ubajav y Derrida, a 70 kilómetros de la capital de la provincia. Una tarde, dijo Marconi que le había contado Antuñano, una tarde varios gauchos en la pulpería conversan sobre temas de escritura y fonética. El santiagueño Albarracín no sabe leer ni escribir, pero supone que Cabrera ignora su analfabetismo; afirma que la palabra trara no puede escribirse. Crisanto Cabrera, también analfabeto, sostiene que todo lo que se habla puede ser escrito. Pago la copa para todos, le dice al santiagueño, si escribe trara. Se la juego, contesta Cabrera; saca el cuchillo y con la punta traza unos garabatos en el piso de tierra. De atrás se asoma el viejo Alvarez, mira el suelo y sentencia: Clarito, trara. Buenísimo, dice Renzi. Es buenísimo, che, le dice a Marconi. ¿Por qué no te dejás de joder con los sonetos y te dedicas a pintar tu aldea? Bueno, dijo Marconi, por el momento estoy tratando de escribir sonetos en lengua gauchesca. Quiero integrar, en realidad, el lenguaje de Hilario Ascasubi y la forma soneto tal como fue fijada por Stéphane Mallarmé. En ese intento, ya ves, soy borgeano. Para mejor, dijo Marconi, anoche soñé un poema. En serio. Vinieron unos amigos a comer a casa, trajeron un vino chileno increíble y nos bajamos como seis botellas; después me fui a dormir y a la madrugada me desperté con el poema en la cabeza. Lo anoté tal cual lo había soñado; ahí va, dijo. Soy el equilibrista que en el aire camina descalzo sobre un alambre de púas recitó Marconi el poema que había soñado. No será un soneto, pero lo soñé, sin joda. Es una especie de haiku ¿no? Demasiado narrativo, dijo, nada del otro mundo la verdad, pero lo soñé yo. Mira si al final me pasa como a Coleridge. Lo que en el sueño no salió fue el título, dijo. Ponele: Retrato del artista, dijo Renzi. No, dijo Marconi, se trata de eso por ahí, pero ese título es demasiado explícito. En un poema que trata sobre el artista, la palabra artista no tiene que aparecer y menos en el título. ¿Es una ley o no es una ley? En literatura, dijo, lo más importante nunca deber ser nombrado. Epigrama, dijo, que sirve de final a esta larga sesión o payada intelectual. Me voy, en serio, dijo, ya se me ha hecho tardísimo hasta para escribir sobre Nabokov, dijo Marconi y empezó a despedirse. Tipo increíble, dijo Renzi. Personaje local, le digo, como todos acá. Eso es lo que tiene de bueno vivir en un pueblo: todos somos personajes importantes. Quedó loco con esa teoría, le digo a Renzi. Mañana la va a empezar a repetir como si fuera de él. No estaría mal, dijo Renzi. Vamos yendo, le digo. ¿Sería Marcelo el tipo que vio? me dice él. A lo mejor, le digo. No parece muy convencido, me dice. Sí ¿por qué no? De todos modos ahora vemos. Salimos por acá, le digo. Este Club era una de las casas de verano de Urquiza. Le gustaban los espejos, dice Renzi. Extraño este pasillo. ¿Se sale por aquí? dice. No, mejor por este lado, le digo, así salimos al Bulevar. Está bastante fresco, dice Renzi. ¿Vamos caminando? Sí, le digo, es cerca, por acá se va derecho al Hotel, serán diez cuadras. De paso le muestro la ciudad. Aunque ya anduvo paseando hoy a la tarde. Todo se sabe en estos lugares, como se puede imaginar, le digo. Bueno, no todo, dice Renzi. Cierto, no todo. Me gustan estos pueblos de la costa, dice Renzi, tienen como un aire melancólico. ¿Y ese edificio? dice Renzi. La cárcel, le digo. Recién, le digo, cuando lo escuchaba hablar con Marconi. Me pasé un poco, dice Renzi, de golpe me embalé, demasiada ginebra. No, le digo, al contrario; pero yo lo escuchaba hablar y me acordaba de su tío. Son muy parecidos, en el fondo, le digo. Todos me dicen eso, hoy, dice Renzi. Yo aprendí de él, dice, en un sentido difícil de explicar. Nos escribimos durante casi un año y recién ahora me doy cuenta de que fue como si él hubiera querido explicarme algo. Marcelo tiene una especie de tendencia innata a la pedagogía, me dice. Es un tipo muy divertido ¿no? dijo Renzi. Lo más increíble es que yo no lo conozco; personalmente digo. Nunca hablé con él, nunca lo vi. Él venía a casa cuando yo era recién nacido pero después dejó de venir y entonces yo oía hablar de él, pero nunca lo vi. Ahora estoy acá y vamos a verlo, pero tampoco sabemos si lo vamos a encontrar. Cuanto más lo pienso, dice, más increíble me parece. Él me hablaba siempre de usted, le digo, a veces me leía parte de sus cartas. Se divertía como loco con esas discusiones que tenían, le digo. Emilio, me dijo, me acuerdo, una noche, Emilio piensa que lo único que existe en el mundo es la literatura, cuando se le pase, y espero estar para ver ese momento, me decía el Profesor, le digo a Renzi, recién entonces se va a poder sacar de encima toda la mierda de la familia. No entiendo, me dice Renzi. Yo tampoco, le digo, pero eso fue lo que dijo. Después Renzi me dijo otra vez que le parecía increíble que yo lo hubiera conocido a Joyce. Bueno conocer, lo que se dice conocer, le digo. Lo vi un par de veces, en Zurich. Hablaba poco, casi nada; venía a un bar donde se jugaba al ajedrez y se ponía a leer un diario irlandés que los tipos recibían, se sentaba en un rincón y empezaban a leerlo con una lupa, el papel casi pegado a la cara, recorriendo las páginas con un solo ojo, el ojo izquierdo. Se estaba horas ahí, tomando cerveza y leyendo el diario de punta a punta, incluso los avisos, las necrológicas, todo; cada tanto se reía solo, con una risita de lo más curiosa, una especie de susurro más que una risa. Una vez me preguntó cómo se decía “mariposa” en polaco, creo que fue la única vez que me habló directamente. Otra vez lo escuché tener un cambio de palabras con un tipo, con un francés que le dijo que el Ulises le parecía un libro trivial. Sí, dijo Joyce. Es un poco trivial y también un poco cuatrivial. ¿En serio? dice Renzi. Genial. El que lo visitó fue un amigo, Arno Schmidt, un crítico notablemente sagaz que después murió en la guerra. Una tarde se animó a preguntarle si lo podía visitar. ¿Y para qué? le preguntó Joyce. Bueno, dijo Arno, admiro muchísimo sus libros, Mr. Joyce, me gustaría, en fin, me gustaría hablar con usted. Venga mañana a las cinco, a mi casa, le dijo Joyce. Arno se pasó la noche preparando una especie de cuestionario, anotando preguntas, estaba nerviosísimo, como si tuviera que ir a dar un examen. Mejor crucemos, le digo a Renzi. Joyce mismo le abrió la puerta, la casa estaba como desmantelada, casi no tenía muebles, en la cocina estaba Nora friendo un riñon a la sartén y Lucía se miraba los dientes en un espejo; cruzaron un corredor larguísimo y después Joyce se tiró en una silla. Fue un infierno. Arno le empezó a repetir que admiraba muchísimo su obra, que el procedimiento de las epifanías era el primer paso adelante en la técnica del cuento desde Chejov, ese tipo de cosas, y en un momento dado le dijo que Stephen Dedalus le parecía un personaje de la estatura de Hamlet. ¿De la estatura de quién? lo cortó Joyce. ¿Qué quiere decir con eso? Probablemente Hamlet era petiso y gordo, le dice, como eran gordos y petisos todos los ingleses en el siglo XVI. Stephen en cambio mide un metro setenta y ocho, le dijo Joyce. No, dijo Arno, quiero decir un personaje del nivel de Hamlet, él mismo una especie de Hamlet. Cierto, dice Renzi. Es una especie de Hamlet jesuítico. Y es cierto también, me dice Renzi, que hay como una continuidad: el joven esteta ¿no? que no hace más que vivir en medio de sus sueños y que en lugar de escribir se la pasa exponiendo sus teorías, dice Renzi. Yo veo como una línea, dice, digamos Hamlet, Stephen Dedalus, Quentin Compson. Quentin Compson, explicó Renzi, el personaje de Faulkner. Bueno, le digo, Arno le decía eso y supongo que también algunas otras cosas y Joyce no decía nada. Lo miraba y de vez en cuando se pasaba una mano blanda por la cara, así. Este es el Bulevar, le digo, pasamos la Plaza y estamos en el Hotel. ¿Y entonces? dice Renzi. Entonces Arno le empieza a hacer preguntas más directas, quiero decir preguntas que había que contestar. Por ejemplo: Le gusta Swift, qué opina de Sterne, ha leído a Freud, ese tipo de cosas y Joyce le contestaba sí o no y se quedaba callado. Me acuerdo un diálogo, creo que es uno de los pocos diálogos que tuvieron durante toda la conversación. Arno lo contaba con mucha gracia. ¿Qué opina usted de Gertrude Stein, Mr. Joyce? le dice Arno. ¿De quién? dice Joyce. De Gertrude Stein, la escritora norteamericana, ¿conoce su obra? le dice Arno, y Joyce se estuvo inmóvil durante un momento interminable hasta que al final le dice: ¿A quién se le puede ocurrir llamarse Gertrude? le dijo. En Irlanda ese nombre se lo ponemos a la vacas, le dice Joyce y después se quedó mudo durante los siguientes quince minutos, con lo que se terminó la entrevista. Le importaba un carajo el mundo, dice Renzi. A Joyce. Le importaba un carajo del mundo y de sus alrededores. Y en el fondo tenía razón. ¿A usted le gusta su obra? le digo. ¿La obra de Joyce? No creo que se pueda nombrar a ningún otro escritor en este siglo, me dice. Bueno, le digo, no le parece que era un poco ¿cómo le diré? ¿no le parece que era un poco exageradamente realista? ¿Realista? dice Renzi. ¿Realista? Sin duda. Pero ¿qué es el realismo? dijo. Una representación interpretada de la realidad, eso es el realismo, dijo Renzi. En el fondo, dijo después, Joyce se planteó un solo problema: ¿Cómo narrar los hechos reales? ¿Los hechos qué? le digo. Los hechos reales, me dice Renzi. Ah, le digo, había entendido los hechos morales. Bueno, le digo, ahí enfrente está el Hotel. ¿Y cómo se dice “mariposa” en polaco? me pregunta Renzi; pero antes que me olvide, dice, ¿dónde puedo comprar cigarrillos? Acá, le digo, en este Bar. Si quiere yo tengo, le digo. No, mejor compro, dice él. Yo estoy matando el tiempo con el viejo Troy, justo en la esquina, está diciendo un tipo parado frente al mostrador del Bar. Estoy ahí lo más choto, acá González no me va a dejar mentir; estoy ahí, el viejo Troy, Gonzalito ¿eh? estamos los tres; me dice Troy, el viejo Troy va y me dice, Che Cholo, me dijo, juná quién viene. Yo estoy, un supongamos, parado ahí, como si ésta fuera propiamente la esquina, este vaso soy yo, aquí el viejo Troy ¿eh, Gonzalito? Correcto, dice Gonzalito. Juná, Cholo, me dice Troy, juná quién viene, dijo el tipo que estaba parado frente el mostrador. Cigarrillos, dice Renzi. Casi me caigo de culo, miro hacia el lado del tallercito, lo veo a Goñi propiamente, que se aprosima, empilchado como un duque. Gonzalito ¿es así no? Correcto, dice Gonzalito. Yo siempre digo que en este mundo los turros y los colifas andan sueltos, dice el tipo que está parado frente al mostrador. Siempre lo digo, dice, pero cuando lo veo a Goñi casi me caigo de culo. Cholo, me dijo Troy, no hagás macanas, me dice, no seas chauchón. Pero lo ves o no, le digo, al plantado ese, lo ves o no, le digo. Lo veo, me dice. Al Triste, libre como una paloma, lo ves; pero yo digo, le digo a Troy, ¿está todo al revés? Teikerisi Cholo, me dice Troy. Pero no, viejo, le digo, qué teikerisi ni qué carajo no puede ser, mirá mirá, le digo. Miro, me dice Troy. ¿Lo ves? todo empilchado. Algo anda mal, le digo a Troy, acá hay algo que anda para la mierda. ¿O ustedes no saben que de un viaje liquidó a cinco de sus hermanos, el Triste Goñi? Los limpió a los cinco, de un viaje, con una aguja de colchonero, y ahora resulta que los fue liquidando uno por uno, a los cinco, mientras apoliyaban, con un alfiletazo, chas, el Triste, como quien diría una incisión, acá, en el pescuezo, justo acá, chas, en la tráquea, acá, ¿ven? en el gañote, tocate ahí González ¿ves que hay como un pocito?, dice el tipo que está parado frente al mostrador. Colorado corto, dice Renzi. ¿Ves que hay como un pocito?, dice el tipo. Correcto, dice González. Uno hace una incisión ahí y chau, si te he visto no me acuerdo; la vida se para en seco. Y el degenerado ese, el petiso Goñi, empilchado de punta en blanco, los ojitos acá, sobre la nariz, que encima es medio virola, lo veo venir, vestido como un duque, lo veo, no lo puedo creer. Juná, pero juná, le digo a Troy. Tranquilo Cholo, me dice el viejo. Quedate piola, me dice cuando ve que se me sube la mostaza. Pero ¿cómo? Los limpió a todos de un viaje, chas, con la aguja de colchonero mientras estaban de apoliyo, a todos sus propios hermanos, pero yo digo ¿en qué país vivimos? uno atrás del otro, en la tráquea, cómo sería el mambo que tiene en la cabeza este turro que el hermanito más chico se salvó ¿sabés por qué se salvó el hermanito más chico, González? dice el tipo. No, dice González. Fíjense cómo será de rayado, que al hermanito más chico agarra y lo manda a la terminal de colectivo a comprarle un boleto a Baradero. Le dijo, le dice: Andá y me comprás un pasaje a Baradero. Ida sola, le dice. A Baradero, date cuenta un poco: ¿Y saben por qué? Porque pensaba que Baradero quedaba fuera de la circuncisión de la policía federal y pensaba quedarse ahí, en Baradero, hasta que pasara el espamento. ¿Y entonces qué pasa? dice el tipo parado frente al mostrador. El niño Goñi, el hermano más chico, sale a los rajes, y enfila para la comisería, meta y ponga, porque de inmediato se malicia que se viene algo jodido, el chico, se malicia, que no era ningún tarado, te voy a decir, tenía siete ocho años en ese entonces, ahora labura de camionero, hace la ruta Santa Fe – Resistencia, Chaco – Santa Fe ¿es así o no, Gonzalito? dice el tipo. Correcto, dice Gonzalito. Ve la cara como de alegría que tiene el Triste, el pibe, y enseguida se da cuenta que va a pasar algo fulero, pero cuando vuelve a los piques con toda la policía, ya es tarde. Chas, la tráquea, listo, de un viaje. Los cinco hermanitos Goñi desparramados en el patio, todos en fila, en el patio, los cinco, fiambre fiambre, dice el tipo. ¿Colorado corto? dice el que atiende el Bar. Sí, dice Renzi, un atado. Un espetáculo que te la voglio dire, dijo él tipo, otra que la masacre de San Quintín; desparramados abajo la parra, cada uno de los hermanos, escuchen bien lo que voy a decir ¿eh? cada uno de los hermanos con un redondelito rojo en el gañote, como si llevaran un alfiler de corbata, un suponer, un alfiler de corbata que tuviera de adorno un rubí. ¿Un qué? preguntó un tipo sentado en una mesa cerca de la puerta. Un rubí, hablando en sentido figurado, dice el tipo que está parado frente al mostrador. Un punto rojo en el pescuezo, propio en este pocito, en la tráquea, ahí les hundió la aguja. Qué espectáculo, me cago en Dios, dice el tipo. Sus propios hermanos, en bolas, los cinco desparramados ahí, en el patio, en pelotas, los cinco, porque los agarró durmiendo, y el petiso Goñi sentado en un banquito, de traje y sombrero, esperando que el pibe le trajera el boleto a Baradero. ¿Se dan cuenta un poco? Y resulta que hoy, estamos en la esquina ¿eh Gonzalito? Juná, me dice Troy, y el degenerado ese que se aprosima, caminando tranquilamente, todo empilchado, dice el tipo. Acá tiene, dice el que atiende el Bar. Gracias, dice Renzi. Me dio una cosa, vi todo amarillo, te lo juro por la luz que me alumbra, todo amarillo vi. Le digo a Gonzalito. Che, Gonzalito, le digo ¿y ahora qué hacemos? ¿es así o no? Gonzalito. Correcto, dice Gonzalito. ¿Vamos? le digo a Renzi. Pero mira ese cabrón, le digo, te dije o no te dije que en este país si sos turro, pero turro turro ¿eh? no más o menos, turro lo que se dice turro, le digo, al final la pasás como un duque. Dijiste, me dice Troy. Va a pasar propiamente acá mismo, dice el tipo que está parado frente al mostrador del Bar. Propio propio acá mismo ¿y nosotros? ¿qué vamos a hacer? le digo a Troy. Sí, vamos, me dijo Renzi. Parecía indignado el hombre, me dice. Propiamente, le digo. Justo para Marconi, me dice Renzi. Cuidado al cruzar, le digo, que el Bulevar tiene doble mano. ¿Y entonces? me dice Renzi, ¿cómo se decía “mariposa” en polaco? Alaika, le digo. Se dice alaika. Este es el Hotel, le digo. Acá es donde vive el Profesor. 2 El Hotel parecía haber sido construido hacia el 900. Tenía un frente de mármol negro con ventanales que daban sobre la plaza. Por acá, me dice Tardewski. Primero vamos a pasar por la recepción. ¿No sabe si regresó el Profesor Maggi? pregunta Tardewski. El recepcionista dice que recién ha tomado el turno, pero quizás alguien ha vuelto, dice, porque la llave no está en el tablero. Vamos a subir, entonces, dice Tardewski. Es muy posible que si volvió lo encontremos durmiendo, dice, quizás ni sabe que usted ha venido. Golpeamos la puerta de una habitación en el cuarto piso; como nadie contesta y la puerta está sin llave, entramos. La pieza está vacía. Sería cómico, me dice Tardewski, que nos estuviera buscando en el Club. Dice que lo mejor va a ser hablar por teléfono y preguntar si está ahí. Desde los ventanales del cuarto, que es amplio, se ve el río, al fondo, entre los sauces. Hay un escritorio contra la pared. Una cama. Un ropero. Un sillón. Algunos libros sobre una repisa. Me acerco y miro los títulos mientras Tardewski habla por teléfono al Club y deja dicho que si el Profesor va por ahí le digan que estamos en su casa. De pie frente al estante, leo: Vida de Juan Manuel de Rosas a través de su correspondencia de Irazusta. Los antecedentes europeos de Pedro de Angelis de Ignacio Weiss. La vida cotidiana en Estados Unidos (1830-1860) de Robert Lacour. Alberdi y su tiempo de Mayer. Nacionalismo y liberalismo de José Carlos Chiaramonte. Alejandro Dumas, Rosas y Montevideo de Jacques Duprey. Revolución y guerra de Tulio Halperin. Después me acerco al escritorio que está limpio, quiero decir, no hay nada sobre él, salvo una lata de té Mazawattee, vacía, usada para guardar lápices, un marcador rojo, una regla, una goma de borrar, un broche de metal; en un costado de la mesa hay un anotador donde se lee: Llamar a Angela (Lunes) y después algo escrito a lápiz y tachado con el marcador rojo. Sólo se distingue con claridad la palabra seminario y después otra, casi ilegible, que puede ser proyecto o proceso o quizás prócer. En el centro de la hoja hay varios triángulos, círculos y otras figuras geométricas dibujadas con lápiz y una cuenta, al menos una serie de números, encolumnados, sobre la izquierda del papel, abajo: 6. 750 12. 800 17. 300 8. 970 22. 500 Abro uno de los cajones del escritorio. En realidad el Profesor trabaja siempre en la Biblioteca, me dice Tardewski. En la Biblioteca o en el Archivo provincial. En el cajón hay varios recortes de diarios, en especial noticias del diario La Prensa y del Buenos Aires Herald de cinco semanas atrás, unidos con ganchitos de alambre y una caja de pastillas para el hígado (Novo–prohepat.) y varias tiras de aspirinas y un boleto de ómnibus Paraná-Santa Fe, de la línea El cóndor, del mes pasado. Mejor bajamos, me dice Tardewski, y vamos hasta casa. Abro el otro cajón: hay una foto enmarcada. Es una fotografía de Marcelo, joven, sentado en un bar al aire libre en la Rambla de Mar del Plata junto a una mujer que parece ser la Coca. Como quiera, le digo a Tardewski. Dejé dicho en el Club que estaremos en mi casa y ahora le escribimos una nota por si viene acá, dice. En la pieza hay un solo cuadro, en la pared de la izquierda. En realidad no es un cuadro, sino la tapa de una revista, recortada y pegada sobre cartulina blanca, donde se ve una gran multitud en una escena que, estoy casi seguro, corresponde al entierro de Hipólito Yrigoyen. Me acerco al ropero; por la luna del espejo veo que Tardewski se ha sentado en el escritorio, ha tomado un lápiz de la lata de té Mazawattee y después de arrancar la primera hoja del anotador se ha puesto a escribir. No veo qué ha hecho con la primera hoja del anotador. Quizás la ha tirado, pero el piso sin embargo está limpio. El ropero también está vacío, salvo un traje de verano, blanco, que cuelga de una percha y un par de alpargatas, muy gastadas, en uno de los estantes de abajo. Bueno, dice Tardewski, podemos ir. Profesor Maggi, ha escrito Tardewski, su sobrino Emilio y yo lo hemos estado buscando. Son las doce y media (0.30). Estaremos en casa hasta la hora en que sale el tren de la mañana a la Capital. Lo esperamos, Volodia. Vamos a dejar la nota aquí, no puede dejar de verla, dice. Bajamos y también en la recepción del Hotel dejamos dicho que si el Profesor Maggi vuelve, a cualquier hora que sea, le avisen que lo esperamos en la casa de Tardewski. El recepcionista de la noche nos escucha con expresión sorprendida y después asiente, pero no toma nota. Sólo dice: Está bien, señor, y nos repite que su turno termina a las seis de la mañana. Parecía no entender bien, le digo a Tardewski. Medio dormido, el pobre, dice Tardewski. Volvemos a cruzar la Plaza y tomamos el Bulevar costeando el río. Tardewski me habla de las obras de Salto Grande; me dice que mucha gente de la costa está siendo desalojada. Toda esa parte de allá, me dice y me señala un costado del río, va a ser barrida por la represa. De todos modos para mí la naturaleza ya no existe, me dice ahora y comienza a exponerme su teoría sobre el carácter artificial de eso que llamamos naturaleza, que en realidad Marcelo ya me ha contado en una de sus cartas. Cuando yo llegué acá, en el año ‘45, me está diciendo, todo esto era un páramo. Había estado viviendo unos años en Buenos Aires, dijo, recién llegado de Europa, trabajando en el Banco Polaco y después lo trasladaron a la sucursal de Concordia que recién había sido inaugurada. Mientras nos acercábamos a su casa me fue contando parte de su vida. Había nacido en Varsovia, pero a los 23 años, dijo, se radicó en Inglaterra para preparar un doctorado en filosofía, dirigido por Wittgenstein, en Cambridge. La guerra lo sorprendió en Varsovia, dijo, donde había ido a pasar las vacaciones de verano. Conseguí escapar en medio de la desbandada del ejército polaco y, después de cruzar media Europa, embarcamos en Marsella en el último buque que cruzó el océano antes que la guerra submarina interrumpiera el tráfico. En su juventud, dijo, jamás se le hubiera ocurrido imaginar que iba a pasar cuarenta años en este rincón del mundo. A veces, dijo, se le daba por pensar qué hubiera sido de su vida de haberse quedado en Europa o de haber regresado al final de la guerra. Quizás hubiese muerto en un campo de concentración o quizás, dijo, de haber seguido en Londres sin la ocurrencia de irse a veranear a Varsovia justo en agosto de 1939 y en caso de haber sobrevivido a los bombardeos, tal vez, en ese caso, dijo, hubiera terminado mi doctorado y hoy sería profesor de filosofía en alguna universidad inglesa o norteamericana. Más de una vez, dijo, había reflexionado sobre su vida, sobre el azar que había tejido su destino. Hablábamos de eso mientras costeábamos el río, a lo largo del Bulevar y yo veía, a lo lejos, titilar las luces de la costa uruguaya. En un sentido, me dijo Tardewski, se puede decir de mí que soy un fracasado. Y sin embargo cuando pienso en mi juventud estoy seguro de que eso era lo que yo en realidad buscaba. En aquella época, mientras estudiaba en Cambridge, dijo, bebía muchísimo. Digamos, dijo, que bebía mucho más que ahora. Me emborrachaba por lo menos dos veces a la semana, y al regresar ebrio a casa, leía los Pensamientos de Pascal, el libro de cabecera de mis borracheras. Dijo que de un modo consciente y clandestino oponía sus lecturas alcohólicas de Pascal a la enseñanza luminosa de Wittgenstein. Veía en ese libro fragmentario, hecho de borradores y de ideas anotadas y a medio pensar, el mayor monumento que inteligencia alguna hubiera construido en honor del fracaso. En su caso personal, dijo que veía con claridad que esa fascinación por el fracaso era algo que se remontaba a su juventud, a sus años en Varsovia, anteriores, por supuesto, a sus lecturas alcohólicas de los Pensamientos de Pascal en Cambridge. Sentía inclinación por lo que uno llama tipos fracasados, dijo. Pero ¿qué es, dijo, un fracasado? Un hombre que no tiene quizás todos los dones, pero sí muchos, incluso bastantes más que los comunes en ciertos hombres de éxito. Tiene esos dones, dijo, y no los explota. Los destruye. De modo, dijo, que en realidad destruye su vida. Debo confesar, dijo Tardewski, que me fascinaban. Todos esos fracasados que circulan especialmente en los alrededores de los ambientes intelectuales, siempre con proyectos y libros por escribir, lo fascinaban, dijo. Hay muchos, dijo, en todos lados, pero algunos de ellos son hombres muy interesantes, sobre todo cuando han empezado a envejecer y se conocen bien a sí mismos. Yo acudía a ellos dijo, en aquellos años de mi juventud, como uno se acerca a los sabios. Había un tipo, por ejemplo, con el que me veía muy a menudo. En Polonia. Este nombre se había eternizado en la Universidad, sin decidirse nunca a rendir los exámenes que le faltaban para terminar su carrera. De hecho había abandonado la Universidad poco antes de obtener su diploma en matemáticas y después había dejado plantada a su novia el día de la boda. No veía ningún mérito especial en realizar nada. Una noche, me dice Tardewski, estábamos juntos y nos presentan a una mujer que me entusiasma, que me gusta muchísimo. Al observar esto me dice: Ah, ¿cómo? ¿es que no le ha mirado usted la oreja derecha? ¿La oreja derecha? Le contesto: Está usted loco, no me interesa. Pero vamos, fíjese, me dijo, cuenta Tardewski. Fíjese. Mire. Al final me las arreglo para ver lo que tenía detrás de la oreja. Tenía una verruga infame, en fin, una verruga. Todo se derrumbó. Una verruga. ¿Se da cuenta? El tipo era el demonio. Su función era sabotear el ímpetu de los demás. Era un gran conocedor de los hombres. Tardewski dijo que en su juventud se había interesado mucho por gente así, por gente, dijo, que siempre estaba como mirando en exceso. Se trataba de eso, dijo, en el fondo, de un modo particular de ver. Hay un término ruso, usted debe conocerlo, me dice, ya que por lo que he sabido le interesan los formalistas, el término, en fin, es ostranenie. Sí, le digo, me interesa, claro, pienso que es de ahí de donde Brecht tomó el concepto de distanciamiento. No había pensado en eso, me dice Tardewski. Brecht conoció bien la teoría de los formalistas y toda la experiencia de la vanguardia rusa de los años ‘20, le digo, a través de Sergio Tretiakov, un tipo realmente notable; fue él quien inventó la teoría de la literatura fakta, es decir, eso que después ha circulado mucho, la literatura debe trabajar con el documento crudo, con el montaje de textos, con el testimonio directo, con la técnica del reportaje. La ficción, decía Tretiakov, le digo a Tardewski, es el opio de los pueblos. Era muy amigo de Brecht y a través de él fue como conoció, sin duda, el concepto de ostranenie. Interesante, dijo Tardewski. Pero retomando lo que le decía, esa forma de mirar afuera, a distancia, en otro lugar y poder así ver la realidad más allá del velo de los hábitos, de las costumbres. Paradójicamente es al mismo tiempo la mirada del turista, pero también, en última instancia, la mirada del filósofo. Quiero decir, dijo, que en definitiva la filosofía no es más que eso. Se constituye así, digamos desde Sócrates. ¿Qué es esto? ¿No? La pregunta de Sócrates. Un fracasado, no todos, claro, cierta clase especial de fracasado ven todo, continuamente, con ese tipo de mirada. Esa lucidez aberrante, por supuesto, los hunde todavía más en el fracaso. Me interesé mucho por gente así, en los años de mi juventud. Tenían para mí un encanto demoníaco. Estaba convencido de que esos individuos eran los que ejercían, dijo, la verdadera función de conocimiento que siempre es destructiva. Pero ya estamos en casa, dice ahora Tardewski y se adelanta para abrir el portón de entrada. La casa era baja y blanca, de una sola planta, y me hizo pensar, no sé por qué, en una pajarera. Cruzamos un jardín muy bien cuidado y Tardewski tardó un rato en poder abrir la puerta de entrada. Pase, por favor, dijo, después. Podemos sentamos aquí, dijo y me señaló unos sillones enfrentados en medio de una sala casi vacía. Tengo, creo, un poco de vino blanco en la heladera. Tardewski salió de la pieza y yo me quedé solo. Aparte de los sillones y de una mesita baja, octogonal, pintada de negro, no había en el cuarto otros muebles, salvo una especie de aparador con varios cajones y una puerta de dos hojas. En la pared frente a mí, pegada con chinches había una foto ampliada de alguien que me pareció vagamente conocido, pero cuyo rostro no pude identificar. Vivo solo aquí, dijo Tardewski mientras acomodaba los vasos y la botella de vino. Viene una mujer todos los días y se ocupa de la casa. Se llama Elvira, está conmigo desde hace años y sin embargo no sé absolutamente nada de su vida. Sólo que se llama Elvira y que vive en las afueras. El Profesor la quería mucho, dijo Tardewski. Enseguida se rectificó: había querido en realidad decir que el Profesor la quiere mucho. A veces, dijo, basta que alguien falte unas horas para que hablemos de él como si hubiera muerto. Al revés de lo que pasa en los sueños. Después dijo que mientras estaba en la cocina había pensado en mi conversación con Marconi. En seguida, dijo, había recordado una conversación que él, Tardewski, había tenido a su vez con Marconi tiempo atrás. En esa conversación Marconi le había contado un hecho extraordinario referido a una mujer. Esa charla que ellos dos habían mantenido tiempo atrás en el Club, dijo, comenzó con ciertos comentarios de Marconi sobre las mujeres. Marconi era, dijo, como ya me había dicho, una especie de personaje local. El personaje local del Poeta. Sus poemas, quizás no los que sueña, pero sí los pocos que escribe o al menos los pocos que publica, le voy a decir, me dijo, no están nada mal. Son de un hermetismo cultivado, de una oscuridad casi maníaca. Esa vez, como le digo, me dice Tardewski mientras me sirve vino, hablamos con Marconi sobre cierta particularidad de las mujeres, o mejor, de cierta particularidad de la relación que las mujeres establecían con él, con Marconi. Atraigo a las muy jóvenes, a las adolescentes de 15, 16 años o a las viejas, pero a las viejas viejísimas, me decía Marconi, cuenta Tardewski. Recibe una abundante correspondencia en el diario donde trabaja y donde muy de vez en cuando publica sus sonetos. Recibo, me contaba Marconi, por lo menos dos o tres cartas semanales que me escriben mujeres diversas. Algunas de esas cartas son notables; las hay de todas clases, me decía Marconi, cuenta Tardewski, usted se puede imaginar niñas que se sienten atraídas por la poesía y escriben cartas cursis y sentimentales; señoras que me escriben en secreto para confesarme que siempre les ha interesado la literatura pero que el matrimonio, los hijos, las obligaciones de la vida doméstica las han ido alejando de lo que entienden es su verdadera vocación. Muchas me escriben para contarme ese tipo de cosas. Pero hay otro tipo de cartas que son realmente notables, por ejemplo cartas obscenas, me contaba Marconi. Suelo recibir cartas de una obscenidad aterradora de mujeres que me escriben al diario sin darse a conocer. Casi nunca soy yo el objeto de esas cartas, no se trata de que piensen en mí al escribirlas. Yo soy, simplemente, el destinatario. Ellas me cuentan aventuras con sus amantes actuales o recuerdan sus historias sexuales del pasado. Algunas son cartas con fantasías de una perversidad fascinante, acompañadas, a veces, de dibujos infames, descripciones anatómicas para ejemplificar el carácter de sus ilusiones o de sus experiencias eróticas. ¿No es notable? me decía Marconi esa noche en el Club, me cuenta Tardewski. ¿No es notable que me elijan a mí, al poeta, como destinatario de esas cartas? En general no esperan respuesta, sencillamente se sientan y me escriben, me contaba, dice Tardewski. Marconi, en fin, dijo, recibo una nutrida correspondencia y a veces una misma mujer me escribe durante meses. Por principio, me decía, jamás contesto y jamás incluyo en mis sonetos la menor alusión, por más oscura o anagramática que pueda imaginase, al contenido de esa correspondencia que recibo. Y sin embargo, dijo Tardewski que le había dicho Marconi, algunas de esas cartas son tan extraordinarias que puedo decir, me decía, dice Tardewski, que allí se encuentra no sólo la materia única, sino la inspiración más profunda de toda mi poesía. Hace algún tiempo, me contaba Marconi, comencé a recibir cartas excepcionales de una mujer. No se trataba en este caso de cartas pornográficas o de cartas tan cursis que uno, como suele sucederme a veces, pudiera considerarlas excepcionales. Estas cartas que comencé a recibir eran excepcionales en todo sentido. En todo sentido eran excepcionales, diría, dijo Tardewski que le había contado Marconi. Eran cartas de una calidad literaria tal, que si no fuera una palabra cómica, yo diría, me contaba Marconi, que parecían escritas por un escritor de un talento absolutamente fuera de lo común. Por de pronto venían escritas en un español levemente arcaico, casi quevediano, diría, estaban escritas en un español tan puro y cristalino que al leerlas, lo escrito por mí me parecía de una tosquedad insoportable y de una torpeza inesperada. La sola idea de comparar esas cartas con lo escrito por mí, me paralizaba por completo. Por otro lado, en esas cartas la mujer no escribía sobre sí misma, sino que contaba extrañas historias, relatos que tenían la textura y la firmeza impersonal de una parábola. Al final de la carta, la mujer añadía una frase que era, en realidad, pensaba yo, decía Marconi, la única parte de lo escrito que me estaba personalmente dirigida. Al final de la carta, la mujer siempre escribía: De usted y después firmaba con su nombre y apellido, que no revelaré, dijo Tardewski que le había dicho Marconi aquella noche en el Club, y abajo de su nombre, los datos de una casilla de correo y un número de teléfono. El final de las cartas era, entonces, siempre el mismo, pero las cartas eran siempre distintas y eran siempre perfectas, dijo Marconi, lo más parecido a la perfección literaria que yo he leído en años de años. Al cabo de tres meses me decidí por fin a contestarle, contaba Marconi, dijo Tardewski. Le contesté. Le dije que no pensaba verla y que por lo tanto el número de teléfono era inútil; le dije que tampoco pensaba contestarle y que sólo le había escrito esa única vez para decirle que sus cartas me parecían un esfuerzo insensato porque lo que ella escribía, esas parábolas estúpidas, no eran otra cosa que pésima literatura. La saluda atentamente: Bartolomé Marconi. Estuvo dos semanas sin escribirme, dijo Marconi, me dice Tardewski; hasta que continuó. Sus cartas no variaron, quiero decir que por un lado no se dignó discutir mis opiniones y que por otro lado siguió escribiendo los mismos extraños y bellísimos relatos de siempre, en ese hipnótico español sólo suyo que tenia la pureza de un cristal y la flexible elegancia de los gatos en el soneto de Charles Baudelaire. Una tarde, contó Marconi, me cuenta Tardewski, estaba escuchando música. A mi me gustan mucho los cuartetos de Beethoven, y agregó, dice Tardewski, Marconi agregó que en eso por supuesto no era nada original. Me gustan muchísimo esos cuartetos de Beethoven, dijo Marconi, cuenta Tardewski, y me ponen en un estado de ánimo particular. Así habría que escribir, pienso cada vez que los escucho. Cada vez que escucho los cuartetos de Beethoven, repitió Marconi que a esa altura estaba un poco borracho, me cuenta Tardewski, pienso: Daría diez años de mi vida por llegar a escribir algo que sonara, al leerse, como los cuartetos de Beethoven. ¿Usted ha leído el Doktor Faustus.? me preguntó Marconi, dice Tardewski. No, le contesté, no me gusta Mann, prefiero a Kafka, pero he leído, me cuenta Tardewski que le contestó a Marconi esa noche, en el Club cuando él le preguntó si había leído el Doktor Faustas de Thomas Mann, los ensayos sobre música de Adorno, así que lo comprendo perfectamente. Lo comprendo perfectamente, le dije, me cuenta Tardewski, ¿y entonces? Entonces, me contestó Marconi, esa tarde yo escuchaba los cuartetos de Beethoven y pensaba: Así habría que escribir, me cago en Dios, y estaba dispuesto a suscribir ahí mismo un pacto con el Diablo. Es decir, dijo Marconi, que me sentía en un estado de ánimo muy particular y entonces me dije: Tengo que ver a esa mujer. La llamo por teléfono, contó Marconi. Le digo: Tengo que verla de inmediato. ¿Puede venir a mi casa? Vivo a más de veinte kilómetros de Concordia, pero puedo tomar un taxi, contó Marconi que le había contestado la mujer, dijo Tardewski. Venga inmediatamente, le dice Marconi. Sí, dijo la mujer. Me cambio de ropa, me pongo un traje, una corbata, contaba Marconi. Estaba en un estado de ánimo tan particular que necesitaba que esa mujer y ninguna otra persona en el mundo, me dijera: Usted es el más grande, es el mejor, no hay otro poeta como usted. Momentos de debilidad que uno tiene, dijo Marconi. Momentos de debilidad en todo el sentido de la palabra. Me paseaba por la habitación, esperando. Una hora más tarde tocan a la puerta. Abro y al abrir, dice Tardewski que le contó Marconi aquella noche en el Club, empecé a reírme o a toser como un idiota. Tenía un vaso en la mano, un vaso de vidrio, con gin o ginebra o whisky, con algún líquido alcohólico que yo estaba tomando con hielo, al toser el vaso me temblaba y el hielo hacía un ruido que yo no dejaba de escuchar mientras pensaba: es el ruido que hace el hielo al golpear contra las paredes de un vaso de vidrio. Era una mujer increíblemente fea, de una fealdad fascinante, casi perversa. Dejé el vaso sobre un mueble. Le invité a pasar. Nos sentamos. Se quedó cuatro horas. Jamás voy a poder olvidarla. Fue algo extraordinario. Me contó todo lo que no me había dicho en sus cartas, quiero decir, me habló de su vida. Situaciones, momentos de su vida, su adolescencia; era un monstruo pero tenía una inteligencia refinadísima, sutil, y ese extraño y tan bello manejo un poco arcaico, como latinizado, del español. La mujer vivía con su hermana en una casa de las afueras y se ganaba la vida bordando manteles. Le había empezado a escribir porque le gustaban, dijo, los sonetos que escribía Marconi, si bien veía en ellos una excesiva voluntad de asombrar por medio de la destreza técnica. En cuanto a ella, se apasionaba por la literatura desde siempre, pero no se sentía capaz de dedicarse a escribir porque, dijo la mujer, contó Marconi, me dice Tardewski: ¿Sobre qué puede un escritor construir su obra si no es sobre su propia vida? ¿Sobre qué si no sobre su propia vida? dijo. Y su vida, dijo, era algo tan abominable como su cuerpo y por lo tanto era imposible que pudiera dedicarse a la literatura porque para ella escribir era justamente olvidarse de eso que debería ser el tema de su obra. Esas cartas las había escrito, dijo, porque a veces, de noche, no podía más. A veces, de noche, no podía más y escribir esas cartas la aliviaba, le permitían desentenderse por un tiempo de sí misma y de su vida. Pero él, Marconi, había tenido razón al decirle que eran pésima literatura. Ella lo presentía, dijo, sabía que eran pésima literatura porque la literatura sólo puede construirse con la trama de la vida. Uno escribe, dijo la mujer, y las palabras son su cuerpo: al querer borrar mi cuerpo en lo que escribo jamás voy a poder construir otra cosa que palabras vacías, sin sangre, palabras huecas, como hechas de aire. Eso, pero dicho de un modo mucho más bello y enigmático, fue lo que dijo la mujer, dijo Marconi, me cuenta Tardewski. Y entonces yo, dijo Marconi, que comprendía muy bien que la mujer estaba totalmente equivocada con esa absurda teoría sobre la literatura que se construye con la propia vida, que me daba cuenta de que la mujer estaba totalmente equivocada porque además había leído lo que ella era capaz de escribir, entonces yo, contó Tardewski que le había dicho Marconi aquella noche en el Club, le dije que tenía razón, que ella no había nacido para la literatura, que sus cartas eran, a pesar de su esfuerzo por olvidarse de sí misma al escribirlas, tan informes como su cuerpo. Le aconsejé, dijo Marconi, me cuenta Tardewski, que pusiera todo su empeño en el bordado de manteles o en algún otro arte impersonal por el estilo. Le dije lo que por supuesto en mi puta vida había creído, le dije que ella tenía razón, que la literatura era siempre autobiográfica y que ella debía olvidar para siempre esa tentación. ¿Se da cuenta, Tardewski? me preguntó Marconi. Con una frialdad que me sorprendió a mí mismo, la convencí de que era una insensatez que ella pudiera sospechar siquiera la posibilidad de dedicarse a la literatura. Y lo hice en un estado de extraña exaltación, ayudado sin duda por el clima que me habían creado los cuartetos de Beethoven, sintiendo a la vez en el fondo de mí un sórdido temor, contó Marconi, dice Tardewski. El sórdido temor de que la mujer no se dejara convencer. Porque si no puedo convencerla, pensaba, y esta mujer, este monstruo, se decide a publicar cualquier cosa que escriba, seré yo quien tendrá que abandonar por completo la escritura. Si esa mujer seguía escribiendo, nadie, en el presente ni en los años que siguieran, nadie, iba nunca a recordar que había existido un poeta llamado Bartolomé Marconi. Pensaba eso, estaba exaltado por mi misma sordidez, me cuenta Tardewski que le dijo Marconi. Y la mujer me agradeció que hubiera sido sincero, aunque ella, dijo, en el fondo ya lo sabía, e incluso se lo había dicho a sí misma, casi con las mismas palabras que él estaba usando ahora. Uno sólo puede escribir sobre su cuerpo, me dijo la mujer, cuenta Tardewski que le dijo Marconi. Uno sólo puede escribir sobre su cuerpo, grabar los libros en la carne de su cuerpo, pero mi cuerpo, dijo, es tan abominable y yo lo odio como nadie jamás ha podido odiar nada en este mundo. Nadie puede saber, dijo la mujer, qué clase de odio es el odio que yo tengo por mi cuerpo. Nadie, dijo, puede saber como sé yo, qué cosa es tener asco de sí mismo. ¿Cómo podría entonces ella, dijo, escribir sobre su vida? y por eso otra vez, estoy condenada, dijo la mujer; porque entonces lo que escribo no puede ser más que esas historias tejidas en la pobre tela del olvido. Falsas historias que no tienen carne, porque la literatura no puede tener otra materia que la propia experiencia vivida. Historias falsas, fraudulentas, artificiales, donde la sinceridad y la verdad son como el aro hueco de madera donde bordo mis manteles. Deshilachadas fantasías que usted, señor, dijo la mujer, ha tenido el coraje y amabilidad de definir tal como son. Eso dijo la mujer, de otro modo y con mejores palabras, y después se puso trabajosamente de pie y yo la acompañé hasta la puerta, me cuenta Tardewski lo que Marconi le ha contado esa noche en el Club. Fui atrás de ella y la miré caminar: se movía con un patético bamboleo, como si atravesar el aire le costara a ella el mismo esfuerzo que puede costamos a cualquiera de nosotros caminar por el río, con el agua a la altura de la ingle. La seguí hasta la puerta, nos despedimos y nunca más he vuelto a saber nada de esa mujer, dice Tardewski que ha contado Marconi, aquella noche, en el Club. Después Tardewski volvió a hablar de esa cualidad destructiva, de esa rara lucidez que se adquiere cuando se ha conseguido fracasar lo suficiente. Porque otra de las virtudes del fracaso, dijo, es que nos enseña que nunca nada deja su huella en el mundo. Todo lo que hemos vivido se borra y eso quizás, dijo, es lo que había comprendido esa mujer en el cuento de Marconi. ¿Se sirve más vino? dijo entonces Tardewski y de a poco empezó a retomar el relato de su vida. Si le he hablado de todo esto, dijo, es porque yo mismo, claro, soy un fracasado. Quiero decir, un fracasado en el verdadero sentido, es decir, dijo, alguien que ha desperdiciado su vida, que ha derrochado sus condiciones. He sido, dijo, lo que suele llamarse un joven brillante, una promesa, alguien frente a quien se abren todas las posibilidades. Yo he sido, dijo, marcado por Wittgenstein. Debo decirle que él no era lo que suele llamarse un hombre caritativo, pero yo no vacilaría en decir que era genial, o lo más parecido a un genio que uno pueda imaginar. Por de pronto, dice Tardewski, es el único en la historia que produjo dos sistemas filosóficos totalmente diferentes en el curso de su vida, cada uno de los cuales dominó por lo menos a una generación y generó dos corrientes de pensamiento, con sus protagonistas, sus comentadores y sus discípulos absolutamente antagónicos. Tratar de conocer a Wittgenstein, escribió Bertrand Russell que durante un semestre lo tuvo entre sus alumnos porque Wittgenstein, después que leyó Los principios matemáticos abandonó su carrera de ingeniero y se fue a Cambridge y se anotó en los seminarios de Russell. Tratar de conocerlo, decía Russell, fue la aventura intelectual más excitante de mi vida. Wittgenstein era un hombre de genio, si es que eso existe, pero en su vida fue desdichado como pocos y vivió atormentado hasta su muerte. Atormentado por sus ideas, no por otra cosa; atormentado porque quería pensar bien y porque tenía enormes dificultades para escribir. De hecho publicó un solo libro antes de su muerte el Tractatus logico–philosophicus en 1922, concluido, por lo demás, a los 29 años. Pocas obras produjeron en la historia de la filosofía el efecto de ese libro de 60 páginas. Wittgenstein estaba convencido y así lo escribió, con una especie de desaforada humildad, en el Prefacio, que su libro resolvía por fin en todos los puntos esenciales los problemas que la filosofía se había planteado desde Parménides. Siendo así, señalaba, no había por qué continuar haciendo filosofía. Se despidió entonces de ella, de la filosofía, para dedicarse, dijo, me cuenta Tardewski, a otras actividades, entre ellas el álgebra. Sin embargo de a poco, a los dos o tres años, comenzó a tener el oscuro sentimiento de que el Tractatus era un fraude. Situación trágica, si las hay, dijo Tardewski. Trágica, antes que nada, porque él era el único en darse cuenta dónde estaba el error de su libro. De modo que volvió a Cambridge para decirlo y empezó otra vez a filosofar o al menos, como decía, si no a filosofar, a enseñar filosofía. Mientras su libro expandía su influencia, mientras sus ideas influían de un modo decisivo en el Círculo de Viena y en general en todo el desarrollo posterior del positivismo lógico, Wittgenstein se sentía cada vez más vacío e insatisfecho. Veía, dijo una vez en clase, a su propia filosofía tal como Husserl había dicho que debía ser visto el psicoanálisis: como una enfermedad que a sí misma se confunde con su cura. Eso que Husserl dijo del psicoanálisis, dijo esa vez Wittgenstein en clase, dijo Tardewski, es lo que yo digo de mi propia filosofía tal como ella está expuesta en un libro, a saber: en el Tractatus. Eso decía sobre sí mismo y sobre sus ideas Ludwig Wittgenstein a sus alumnos de Cambridge, año 1936, me dice Tardewski, lo cual, por lo menos, debe ser considerado un ejemplo de lo que puede entenderse por eso que algunos llaman coraje intelectual y fidelidad a la verdad. Era lo más parecido a lo que yo me imaginaba que debía haber sido Sócrates, sólo que era muchísimo más despiadado. Más despiadado y más sombrío que Sócrates o al menos de lo que Platón nos ha hecho creer que era Sócrates. Tenía por supuesto un prestigio enorme y un éxito mundial, pero estaba desesperado porque lo desesperaba la sola posibilidad de no poder llegar a la verdad. Era esa clase de persona, y pasó todos los años de su vida hasta su muerte en 1951, en un estado de exasperante vacío, construyendo trabajosamente otro sistema filosófico sobre las ruinas de su propia filosofía que él mismo se encargó de destruir. Recién después de su muerte aparecieron sus Investigaciones filosóficas, libro impresionante e inconcluso, construido a partir de las notas dispersas escritas en esos años en los que rechazaba todo lo que antes había sostenido, y fundaba, como le digo, dice Tardewski, un nuevo sistema filosófico destinado a influir sobre toda la filosofía moderna en lengua inglesa. Sobre aquello de lo que no se puede hablar, hay que callar, había escrito, última frase de su libro que se ha hecho famosa si medimos la fama con el criterio de la cantidad de veces en que una frase ha sido citada. En fin, dijo Tardewski, durante todos esos largos años en Cambridge, cuando se sentía derrotado por sí mismo y por su propia inteligencia, en esos años, que fueron los años en que yo fui uno de sus discípulos, no diré que Wittgenstein era un hombre que se mostrara generoso o amable. Era más bien un hombre amargo y cruel, pedante, cínico, un hombre despiadado que usaba su maravillosa inteligencia contra los otros, con el mismo desprecio con que la usaba, antes que nada, contra sí mismo y contra sus ideas y convicciones. Y sin embargo no puedo negar que él tuvo por mí una especial predilección y que fue generoso y me ofreció todas las posibilidades que un hombre de su posición puede ofrecer para abrirle las puertas de una brillante carrera académica a cualquiera de sus discípulos más favorecidos. Me hizo saber, sin decirlo jamás, que me ofrecía todas las posibilidades para que mi carrera alcanzara los triunfos más altos a los que puede aspirar alguien que tenga como objetivo en la vida triunfar en el mundo universitario. Y ahora, lo he pensado muchas veces, dijo Tardewski, ahora sé que fue esa suerte de expectativa, extremadamente elusiva y sutil y nada explícita que él ponía en mí, lo que me impulsó, incluso habría que decir, dijo Tardewski, lo que me ayudó a escaparme, literalmente, a Varsovia, ese verano del ‘39, en un momento en que todos, hasta los muy abstractos estudiantes de filosofía de Cambridge, teníamos la certeza de que la guerra iba a empezar en el momento y en el lugar donde empezó. Podría decirse, dijo Tardewski, que ese acto aparentemente irreflexivo o, si se prefiere, ese acto azaroso por el cual me vi atrapado por la entrada de las tropas nazis en Varsovia fue mi primera decisión consciente (aunque entonces no lo sabía) de llegar a donde ahora estoy: viviendo en Concordia, provincia de Entre Ríos, dedicado a la enseñanza privada de la filosofía, lo cual quiere decir que me gano la vida preparando a los estudiantes secundarios que deben presentarse a rendir examen de Filosofía o de Lógica o como se llamen esas materias que los jóvenes argentinos estudian en un manual escrito por un tipo de una ignorancia casi genial llamado, creo, Federico García Morente, Federico o Manolo García Morente, a quien yo denomino El Asno Español II. Y todo esto ¿por qué?, dirá usted, me dice Tardewski, quizás por esa predilección fascinada que sentí en mi juventud por el mundo de los fracasados que circulan en los ambientes intelectuales. Dijo que en el fondo se sentía orgulloso de haber sido capaz de llevar hasta sus últimas consecuencias las ilusiones más secretas de su juventud. Pocos hombres, dijo, pueden decir lo mismo de sí mismo: que han sido fieles a las ilusiones de su juventud. Muchos capitulan, dijo; que yo no haya capitulado y haya sido capaz de llegar hasta donde estoy ahora, Concordia, Entre Ríos, es uno de mis motivos de orgullo, aunque naides, como diría el Profesor, pueda darse cuenta. Todo eso, dijo, le había costado un esfuerzo que a veces le parecía interminable. Había necesitado fortaleza y voluntad férrea. Fuerza de voluntad, por ejemplo, en 1939 para no volver a Londres y encaminarse, en cambio, hacia Marsella y tomar el primer barco (que a la vez era el último) que salía para América. Y lo más notable, dijo, era que al embarcarse, él, por otro lado, ni siquiera sabía que el punto terminal de ese viaje era un país llamado Argentina. Un país, dijo, del que, podía creerle, tenía un desconocimiento tan absoluto que no vacilaba en calificar, dijo, a ese desconocimiento suyo sobre las características o la misma realidad de un país llamado la Argentina, no vacilaba, dijo, en calificarlo de un desconocimiento erudito. No sabía nada sobre la Argentina, subrayó Tardewski, no sólo casi no sabía que existía un país llamado así, sino que además ni siquiera sabía que ese viaje me llevaba a la Argentina. Había subido, dijo, al barco, atropelladamente, a último momento, para ocupar, estaba seguro, el último lugar que quedaba disponible, en medio, dijo, de una banda de tipos que escapaban, desesperados, de la guerra, sin saber bien, él, Tardewski, dijo Tardewski, hacía dónde iba. Creo que pensé que íbamos hacia los Estados Unidos, hubiera sido lo más lógico, dijo, dado que yo hablaba bien el inglés mientras que no sabía una palabra de castellano, pero en un momento dado de la travesía me enteré que nos dirigíamos hacia un lugar llamado la Argentina. De todos modos, dijo, no había sido fácil realizar las ilusiones de fracaso que había soñado en su juventud. Durante un tiempo, dijo, incluso en medio de una situación general desesperada, las oportunidades de éxito se siguieron presentando y más de una vez, dijo, fue necesaria la ayuda del azar para lograr que un joven brillante como se suponía que yo era, alcanzara la altura más plena de ese fracaso que él había descubierto, tardíamente pero con total certeza, como la única verdadera forma de vivir que puede considerarse, de un modo cabal, filosófica. Por ejemplo, dijo, cuando llegué a Buenos Aires y me presenté en el consulado polaco y les dije que había sido durante cuatro años un becario del gobierno polaco que hacía su tesis de doctorado en Cambridge bajo la dirección de Ludwig Wittgenstein (una tesis, dicho entre paréntesis, dijo Tardewski, cuyo tema era Heidegger en los presocráticos) y de la que no conservo nada, porque por supuesto dejé los papeles en mi pensión de Cambridge y fueron, creo, destruidos, junto con el resto de mi cuarto, por una V.2; esa tesis, dijo, de la que no conservaba nada salvo el recuerdo del título, a partir del cual se podía inferir que se trataba de probar, no tanto la influencia por ejemplo de Parménides o de Hippias, dijo, en Heidegger, sino la influencia ejercida por la lectura de Ser y tiempo sobre nuestra concepción de los presocráticos, algo en el estilo, dijo, se me ocurre, para que usted me comprenda, de Kafka y sus precursores. Los amables y un poco desesperados funcionarios de la embajada polaca en Buenos Aires se ocuparon de él. Le consiguieron alojamiento, se comprometieron, dijo, a mantenerme la asignación de la beca, como si estuviera en Cambridge, durante seis meses, mientras se aclaraba la situación europea, y me pusieron de inmediato en contacto con lo que podríamos llamar los círculos filosóficos de Buenos Aires. Se trataba, en realidad, dijo, de un grupo de profesores de filosofía ligados a la Universidad de Buenos Aires, si bien el surtido que frecuentaba a esos soi disant filósofos, dijo Tardewski, era variado y uno podía encontrar entre ellos ramas y gajos diversos del saber humanístico. En general los tipos estaban fascinados por el orientalismo y había uno, sobre todo, que era una suerte de burócrata del budismo zen, se llamaba, me parece, Victorio Fatoni o Valentín Fratone, algo así. Pero estos tipos, dijo Tardewski refiriéndose a los círculos filosóficos que había comenzado a frecuentar a su llegada a Buenos Aires a fines de 1939, estos tipos, dijo, no sólo se entusiasmaban con el budismo zen: simultáneamente, dijo, admiraban y exaltaban como a los grandes filósofos de nuestro tiempo (esto, dicho entre paréntesis, quiero decir: la expresión nuestro tiempo, les encantaba y la repetían a cada rato) a dos individuos, dos sujetos, a los que catalogaré, por ahora, así: indescriptibles. Uno de estos dos grandes filósofos de nuestro tiempo era, dijo Tardewski, el que voy a nombrar Rey de los Asnos Españoles o Asno I, José Ortega y Gasset (no soy bueno para los juegos de palabras, dijo Tardewski entre paréntesis, lo era antes, quiero decir, cuando podía jugar con la lengua de mi madre). ¿Quiere más vino? me dice Tardewski, hace tanto que no cuento mis aventuras, me dice, que me entusiasmo, ya ve, pero puede detenerme o dormirse cuando quiera; se dedicaba, como le digo, este buen hombre, a escribir filosofía en una especie de disparatada declinación alemana del español. Era lo que se denomina un charlista español ¿no? El charlista radiofónico español par excellence, a quien, me entero yo al llegar, todos consideraban en esos círculos de Buenos Aires un Verdadero Maestro del Pensamiento de Nuestro Tiempo, un verdadero As ¿no? Pero además, me entero en cuanto termino de desembarcar con la voz grave y reflexiva de Wittgenstein todavía resonando en mis oídos, dice Tardewski, había otro Filósofo, otro Pensador al que todos, me entero, admiraban. Uno, digamos, que estaba a la misma altura del otro: o sea que este Asno compartía la gracia de la admiración incondicional con otro Asno, en este caso un Deutsche Asno, o sea un alemán legítimo que en realidad, según creo, era suizo: nada menos que el conde de Keyserling. Así que al abrir la puerta de los círculos académicos de la filosofía argentina me encuentro con ese batido de orientalismo burocrático, radiofonía española y un conde: esa era la trinidad sobre la cual se relizaban Altas Especulaciones. Todo era, en realidad, lo que se dice una cosa filosófica ¿no?, en verdad una Cosa verdaderamente filosófica. Frecuentaban esas reuniones, además, varias señoritas muy elegantes y una serie de caballeros educados y muy silenciosos. Tardewski dijo entonces que no quería ser injusto. Existían en ese momento, dijo, otros filósofos en la Argentina y por lo menos dos de ellos eran excelentes, tipos de primer nivel. Por de pronto, dijo, estaba Mondolfo, que se había exiliado, huyendo de Mussolini y cuya edición crítica de los fragmentos de Heráclito había yo manejado en Cambridge, pero del que no tenía la menor noticia de que estuviera en la Argentina. Y además, dijo, estaba Carlos Astrada, sin duda el único verdadero filósofo que este país ha producido en toda su historia y que en ese momento era discípulo de Heidegger; el único en toda el área latina a quien Heidegger consideraba verdaderamente su discípulo. Tipos de cuya existencia me enteré muchísimo después y con los que había mantenido durante años una correspondencia, dijo, tan infrecuente como cálida. (Entre paréntesis, dijo, debo tener por ahí una carta muy divertida de Astrada, escrita en la época en que ya había roto con el heideggerianismo mientras los admiradores, súbditos y recitadores de Heidegger habían empezado a reproducirse como conejos en la que Astrada, en esa carta, aparte de discutir el viraje cada vez más abiertamente místico del filósofo alemán, se reía de la moda heideggeriana y de la proliferación de discípulos, recordando la anécdota de un filósofo argentino que luego de hacer su peregrinación iniciática a Friburgo había fotografiado con devoción, pero equivocándose, la casa vecina; foto de la morada falsa que exhibía, si no con discreción al menos con respeto sobre una de las paredes de su oficina en la Universidad con un cartelito, abajo, donde había escrito, este filósofo argentino: Aquí habita hoy la verdad de Ser. Lo que muestra, se divertía Astrada, la exactitud filosófica de ese error fotográfico: porque sin duda la morada del ser queda al lado de la casa de Heidegger, de allí que los muros no le dejen ver al pobre Martín otra cosa que la oscura esencia indecible del lenguaje, me decía Astrada en esa carta, dijo Tardewski cerrando el imaginario paréntesis que había abierto al iniciar la digresión) Bien, dijo, comencé entonces yo, joven polaco, estudiante de Cambridge, discípulo (quizás, sospechaban acá, fraudulento) de Wittgenstein, a frecuentar ese círculo de pensadores que desarrollaban sus actividades en las instituciones académicas oficiales y difundían su saber en publicaciones melancólicas. Yo, el polaco, me sentía un poco desorientado, un poco perdido y desanimado. Sin embargo, Tardewski dijo que había sido capaz, otra vez en su vida, de tomar la dirección que le indicaban los ideales más profundos y más puros de su juventud. Yo hablaba con esas eminencias argentinas y de a poco comencé a insinuar, con cierta tímida reserva en francés, a insinuar que Ortega y Gasset, ese dúo, me parecía, dicho con todo respeto, les dijo, dice Tardewski, el ejemplo más pleno de la identidad de los contrarios planteada por Hegel como una de las leyes de su lógica, si bien en este caso la identidad primaba de un modo absoluto, y los contrarios eran totalmente especulares, porque este filósofo español, a pesar de la duplicación ilusoria que insinuaba su apellido, no deja de ser, les decía yo, con timidez, en mi suave francés, no deja de ser Uno, esto es, les dije: un asno. A ellos esto les pareció un exceso, fruto de los excesos de la juventud y de la desdichada situación por la que atravesaba mi tierra natal, arrasada por una conjunción donde se entreveraban la filosofía alemana, los blindados nazis y los voluntarios españoles de la Legión Azul. Confiaban en el paso del tiempo que todo lo aplaca y todo lo sosiega, y en mi lenta pero paulatina asimilación a las tradiciones culturales argentinas, para que yo terminara, como quien dice, por amaestrarme. Fue por ese entonces, prosiguió Tardewski, que debí, como San Antonio, sortear otra de las tentaciones que me presentaba la vida para llevarme al éxito. Porque ellos insinuaron que bastaba con que yo aprendiera a respetar un poco más a sus maestros y fuera un poco menos irreverente con las autoridades (filosóficas) y consiguiera cualquier papel que acreditara mis relaciones y mis estudios con Wittgenstein, para lograr lo que cualquier joven filósofo no debe nunca dejar de ambicionar como culminación de sus reflexiones metafísicas, esto es, una cátedra universitaria. Tentación. Ofrecimiento. Dicho en francés: la securité académique. En ese momento, a los 29 años, yo era bastante ignorante, ahora lo sé, pero igual sabía más filosofía que todos ellos juntos, y se los demostraba, incluso sin querer, con una pedantería al principio involuntaria. Por otro lado yo brillaba como un sol y mi brillo consistía en el hecho, natural para mí, de pasar, en las conversaciones filosóficas o no del griego al alemán, de allí otra vez al francés, al alemán, al griego, al inglés, al latín y otra vez al francés, cosa que en este país, como diría el Profesor Maggi, impresiona al más pintao. Así que de haber sido un poco más respetuoso, sofrenado en los excesos de mi juventud y aprovechando los seis meses a los que la generosidad del cónsul polaco había extendido mi beca para perfeccionar aceleradamente mi castellano, cosa de poder afrontar al alumnado, podría haberme dejado tentar. Es lo que hizo Mondolfo, con infinitos mayores méritos que yo en ese momento, pero a la vez sin ninguna perversa vocación por ver en el fracaso la verdadera realización de la vida de un filósofo. Podría haber aceptado, ser gentil, dejarme tentar. En ese caso hoy sería, hoy podría ser yo, Vladimir Tardewski, digamos un profesor full time (en caso, dijo, de haber sabido encerrarse en los recintos cristalinos de la pura exégesis filosófica, sin salir para nada de allí a ver qué pasaba en el mundo) en filosofía moderna o contemporánea o antigua o medieval o cualquier otra desdichada mierda por el estilo, en lugar de estar aquí, en Concordia, Entre Ríos, dedicado a preparar jóvenes estudiantes secundarios a sortear con éxito sus exámenes de marzo en la asignatura Lógica de quinto. En lugar de estar aquí, quiero decir, dijo Tardewski, convertido en una versión paródica (para usar un término que a usted le gusta) de los privatydozent, de tradición tan prestigiosa en la historia de la filosofía europea desde Kant. Pero rechacé, como usted se imagina, esa tentación: en lugar de ser respetuoso me fui arrastrando cada vez más hacia la franqueza, delito imperdonable entre académicos. Empecé a expresar cada vez con mayor claridad lo que realmente pensaba. Yo, el polaco, bien tratado por esos caballeros, me dejé arrastrar por la cruda expresión de mis propios pensamientos. Entonces, contó Tardewski, en una selecta reunión de selectos pensadores y gente de cultura en cuyas manos estaba, como quien dice, mi porvenir, empecé a discutir con uno de estos maestros del pensamiento argentino, cuyo nombre ahora no quiero recordar. Me puse a discutir, contó Tardewski, siempre en francés, pero con unas copas encima. O mejor dicho, no a discutir sino a insultar a todos los imbéciles que podían pretender o insinuar o llegar siquiera a vislumbrar la remota posibilidad que un idiota de la calidad del soi–disant conde de Keyserling pudiera ser considerado por alguien que se encontrara en su sano juicio; alguien, cualquier persona sensata, no ya un filósofo cuya profesión se supone que es pensar, tener ideas, alguien, cualquier persona sensata que a usted se le ocurra, sólo con leer dos páginas de ese malhadado conde West-West que intenta habitar el castillo de la filosofía; incluso diré más, dije en aquella selecta reunión, sólo con verle la cara o apenas una fotografía, ese hombre se daría cuenta instantáneamente que quien considera a ese conde un filósofo o un individuo con ideas, no era, ese alguien que así lo considerara, otra cosa, les dije, que un imbécile. General consternación, estupor general. Todo el mundo me miró estupefacto. ¿Discípulo de quién? preguntó uno sentado en una sillita. De Wittgenstein, le susurró otro sentado en otra sillita. Mon vieux, oh la, la... dijo el otro. Tal vez creían que me había vuelto loco. En fin, mi frase o párrafo antes citado causó general consternación entre los presentes. Todos entonces se escandalizaron cuando yo dije que este conde de Montecristo de la philosophie (a quien, me enteré después en la embajada polaca, había invitado repetidas veces a visitar la Argentina como Huésped de Honor, huésped distinguido; a quien incluso una vez el presidente de la república ¿Ortiz sería? pongamos Ortiz, había ido a esperar a la Dársena Norte con escolta y banda como si hubiera llegado el mismísimo Tales de Mileto. Porque por otro lado este conde no sólo visitaba el país, era agasajado y homenajeado y mimado, sino que además, con un leve vistazo de sus ojos de conde, comenzaba de inmediato, no bien había desembarcado, apenas terminaba de estrechar la diestra presidencial de Roberto M. Ortiz, ahí mismo, este conde, en la Dársena Norte, luego de echar una rápida ojeada, comenzaba a disparar una presurosa, pero a la vez lenta y meditada, radiografía metafísica del Ser argentino, y explicación que era apuntada de inmediato en cuadernos y libretas llevadas al efecto por los atentos pensadores que integraban el comité de recepción quienes, unos meses después, según me contaron, mimaban, parafraseaban y comentaban las reflexiones del conde y elaboraban así, con esta invalorable ayuda externa, una interpretación filosófica nacional, una propia, quiero decir, dijo Tardewski, hecha aquí, interpretación metafísica de la Argentina y de su Ser Nacional que incluía a la pampa como Ahí–del–Dasein y al gaucho como representante en–sí del argentino invisible, esto es, el rústico pampeano como una especie de versión ecuestre del noúmeno kantiano, dijo Tardewski cerrando el paréntesis abierto tiempo atrás) cuando yo dije que el conde de Keyserling, ese conde, era un muñeco parlante que ni siquiera podía sentarse sobre las rodillas de su ventrílocuo, ellos, entonces, los presentes en esa reunión, se sobresaltaron y me miraron con cierto desdén; con una educada suficiencia desdeñosa fui mirado desde ese momento por los círculos filosóficos argentinos. Me miraron como a un polaquito malsonante, disonante, malsano, insano, insalubre, enfermizo, enclenque, achacoso, maltrecho, estropeado, resentido, dañino, dañoso, nocivo, perjudicial, pernicioso, ruin, bellaco, fastidioso, deslucido, penoso, desagradable, fracasado. Así me miraron ellos, así me vieron: como lo que yo realmente era, dijo Tardewski. De modo, dijo, que salí de ese Salón habiendo roto para siempre con esa zona o comarca de la inteligencia argentina que hubiera podido asegurarme un ingreso decoroso en el decorativo mundo universitario nacional. Entonces ¿qué hacer? dijo Tardewski. Mi posibilidad de triunfar en los círculos académicos argentinos estaba cerrada; kaputt. Pero sin embargo me quedaba todavía una oportunidad, la última en realidad, de aferrarme a la posibilidad del éxito. Y para lograr en este punto el fracaso, dijo, debieron encadenarse, una vez más en su vida, ciertos hechos. Pero ¿qué hora es? me dice Tardewski. Las dos y media, le digo. ¿Tiene sueño? me dice. No, le digo, para nada. Su tío, me dijo Tardewski, debe estar por llegar. Sí, le digo, debe estar por llegar. Siga, le dije, y ¿entonces? Entonces, siguió contando Tardewski, caminaba yo por Buenos Aires, en esos meses del verano de 1940, solo, desterrado, conociendo unas pocas palabras de castellano y por lo tanto sin ninguna posibilidad de hablar con nadie. Y a medida que la guerra se desarrollaba en Europa, a medida que las tropas nazis iban arrasando la cultura europea, yo mismo iba siendo arrasado, como si fuera su representante. Vivía entre ruinas, entre los restos de mí mismo; y entonces me aferré a lo que era mi última oportunidad. Me aferré a eso que, justamente, me había llevado a donde estaba: en aquel verano de 1940, yo caminaba por la calle Tres Sargentos y meditaba sobre Hitler y la devastación de la cultura europea, aunque en realidad lo que hacía era meditar sobre Hitler y Kafka. Porque dos años antes, dijo Tardewski, él había hecho un descubrimiento que podía ser considerado, con toda objetividad, un descubrimiento extraordinario. Me aferraba a ese descubrimiento: lo esperaba todo de él, porque, dijo, no había llegado aún a convencerme de que debía esperarlo todo del fracaso. Yo caminaba por la ciudad y pensaba en mi descubrimiento, dijo. Se daba cuenta con claridad que allí podía estar la oportunidad de hacerse un renombre que le permitiera, dijo, vengarme y demostrar mis condiciones a los despreciativos integrantes de los círculos académicos argentinos. Porque quiero que sepa, me dijo Tardewski, que el orgullo intelectual, la esperanza de poder probar lo que uno realmente vale (o cree que vale) es lo más difícil de abandonar. El orgullo intelectual, sepa usted, es lo último que se pierde, aunque uno se haya convertido en una escoria. No pensaba en eso sólo por ese motivo sino porque además algunos resultados de ese descubrimiento eran el único material de lectura y de reflexión que yo tenía en esos meses de verano de 1940 en Buenos Aires. Tenía un ejemplar de la primera edición de las Obras Completas de Kafka en seis volúmenes y un cuaderno con notas y apuntes personales: eso era lo único que yo había logrado salvar de mi naufragio europeo. En realidad, dijo, esas notas y los libros de Kafka se habían salvado del desastre porque eran todo lo que él se había llevado para trabajar en Varsovia durante las vacaciones cuando lo sorprendió la guerra. Se trataba, dijo, de los primeros resultados de ese extraordinario descubrimiento que había hecho, por casualidad, en la biblioteca del British Museum, una tarde de 1938. Realizado ese hallazgo comencé una especie de febril actividad que me hizo descuidar, en más de un sentido, mi tesis y mis estudios. Yo no sabía que ese descubrimiento había comenzado a socavar, como enseguida le explicaré, mis convicciones filosóficas; sencillamente pensaba que, por azar, había encontrado algo excepcional y que, como quien dice, no tenía que perdérmelo. Mi tesis se podía postergar un par de semanas. Fueron más de un par de semanas: ese descubrimiento me trajo aquí, donde ahora estoy. 1938: eran años duros, usted no había nacido pero se lo puede imaginar. Munich. Los Sudetes. La expansión alemana. En medio de esa situación yo buscaba datos sobre Kafka, ciertos datos sobre Kafka. Conocía bien sus textos. En 1936, como complemento a su curso sobre lenguaje natural y lenguaje formal, Wittgenstein había invitado al crítico checo Oskar Vazick a dar un seminario sobre Kafka en Cambridge. El uso conciso y casi artificial del alemán que hacía Kafka interesaba especialmente a Wittgenstein, que veía ahí la confirmación de algunas de las hipótesis que desarrollaría luego en sus Investigaciones filosóficas. Kafka manejaba el alemán como si fuera una lengua muerta y su condición de bilingüe, su pertenencia a la minoría de habla alemana en medio de una población mayoritariamente eslava, su situación desplazada y como ajena respecto al lenguaje sirvieron, al ser expuestas y analizadas por Vazick (integrante del recién creado Círculo de Praga) como ejemplo práctico de alguno de los problemas teóricos expuestos por Wittgenstein. Recuerdo que al comenzar la primera de sus cuatro conferencias Vazick dijo: Quiero hablarles de un escritor apenas conocido y que está llamado, sin duda, a ocupar, junto con Proust y Joyce, la trilogía decisiva de la literatura del siglo XX. Todos nosotros, dijo Tardewski, conocíamos a Proust y a Joyce pero ¿Kafka? ¿Quién era ese tipo de nombre tan cacofónico? Para ese entonces se habían publicado ya los tres primeros tomos de sus Obras Completas y la mayoría de los estudiantes que cursamos ese seminario nos lanzamos, por supuesto, a la lectura del autor de La metamorfosis. Todavía hoy, dijo Tardewski, recuerdo la impresión que me produjo y no creo que jamás otro escritor me haya producido o me vaya a producir el mismo efecto. O al menos eso espero. No era entonces un mejor conocimiento de los textos de Kafka lo que yo buscaba en esos días de fines de 1938 y comienzos de 1939 sino otra cosa. Ciertos datos de su vida que sirvieran para documentar y asegurar un descubrimiento de cuya verdad yo no tenía dudas. Necesitaba eso que los universitarios llamamos mayor seguridad en las pruebas documentales. Necesitaba en realidad confirmar algunos datos sobre la vida de Kafka. Pensaba entrevistar a Oskar Braum, a Janouch, y por supuesto, si era posible, a Max Brod. Decidí dirigirme, antes que nada, a Praga, pero la invasión alemana borró toda posibilidad. Durante un tiempo pensé que no encontraría modo de atestiguar lo que necesitaba por medio de alguien que hubiera frecuentado a Kafka en los años 1909 y 1910. Me llegaron entonces ciertos rumores de que Oskar Braum se había trasladado de Praga a Varsovia y que residía ahí. Por eso decidí pasar mis vacaciones de verano en Varsovia, año 1939. El choque de Kafka y las tropas nazis se cruzó otra vez en mi vida. A los diez días de estar en Polonia, y sin que yo hubiera podido localizar a Oskar Braum (que por lo demás era ciego) estalló la guerra. De modo que por ese motivo el único material, digamos intelectual, que traía en mi valija al desembarcar en Buenos Aires eran algunos apuntes, resultado parcial de mis investigaciones, y los seis tomos de las Obras de Kafka. Ese era todo el bagaje al que podía recurrir para salvarme cuando rompí con los círculos filosóficos de Buenos Aires. Vagaba entonces por la ciudad y me encerraba en mi pieza del Hotel Tres Sargentos a trabajar en lo que yo consideraba (y tenía razón como usted verá) un gran descubrimiento. En esos meses del verano de 1940, mientras Hitler arrasaba Europa, me decidí a escribir un artículo con la intención de asegurarme la propiedad de esa idea que yo tenía sobre las relaciones entre el nazismo y la obra de Franz Kafka. Lo redacté en inglés y lo hice traducir en una casa de la calle Talcahuano por una chica, me acuerdo, que no sabía ni polaco ni inglés, pero que conocía tan bien el español que hizo, creo, una excelente traducción. El consejero cultural de la embajada polaca consiguió hacerlo publicar en La Prensa el domingo 21 de febrero de 1940. Polonia significaba en ese momento el símbolo mismo del holocausto provocado por los nazis y eso ayudó a que se publicara un ensayo que, dicho sea de paso, pasó totalmente inadvertido. Mientras trabajaba en el artículo no me sentí del todo mal, pero después que lo entregué empecé a comprender mi verdadera situación y el vacío que me rodeaba. La noche que se publicó, quiero decir la víspera, yo me sentía tan desesperado que decidí esperar la madrugada para comprar el diario en cuanto apareciera. Hacía mucho calor esa noche y yo anduve paseando por la ciudad y terminé sentado en un bar de la Avenida de Mayo esperando que llegara el diario