lunes, 5 de diciembre de 2011


Respiración artificial - Primera parte

Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1988 Cuarta edición, 1992

A Elías y a Rubén, que me ayudaron a conocer la verdad de la historia

Primera parte - Si yo mismo fuera el invierno sombrío

We had the experience but missed the meaning, an approach to the meaning restores the experience. T.S.E.

I
1 ¿Hay una historia? Si hay una historia empieza hace tres años. En abril de 1976, cuando se publica mi primer libro, él me manda una carta. Con la carta viene una foto donde me tiene en brazos: desnudo, estoy sonriendo, tengo tres meses y parezco una rana. A él en cambio, se lo ve favorecido en esa fotografía: traje cruzado, sombrero de ala fina, la sonrisa campechana: un hombre de treinta años que mira el mundo de frente. Al fondo, borrosa y casi fuera de foco, aparece mi madre, tan joven que al principio me costó reconocerla. La foto es de 1941; atrás él había escrito la fecha y después, como si buscara orientarme, transcribió las dos líneas del poema inglés que ahora sirve de epígrafe a este relato. No hubo otra tragedia en la historia de mi familia; ningún otro héroe digno de ser recordado. Varias versiones circulaban en secreto, confusas, conjeturales. Casado con una mujer de fortuna, mujer que llevaba el increíble nombre de Esperancita y de la que se decía que era delicada del corazón y que siempre dormía con la luz encendida y que en sus horas de melancolía rezaba en voz alta para que Dios pudiera oírla, el hermano de mi madre había desaparecido a los seis meses de matrimonio llevándose todo el dinero de su señora esposa para irse a vivir con una bailarina de cabaret de sobrenombre Coca. Con perfecta calma, sin perder su helada cortesía, Esperancita denunció el robo, movió influencias, hasta lograr que la policía lo encontrara, unos meses después, viviendo a todo tren y con nombre supuesto en un hotel de Río Hondo. Me acuerdo de los recortes de diarios donde se hablaba del caso, escondidos en un cajón más o menos secreto del ropero, el mismo en el que mi padre guardaba Fisiología de las pasiones y mecánica sexual del profesor T. E. Van de Velde, autor de El matrimonio perfecto, y el libro de Engels sobre El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, junto con cartas, papeles y documentos diversos, entre ellos mi propia partida de nacimiento. Después de complicadas operaciones que ocupaban las siestas de mi infancia yo abría el cajón y en secreto espiaba los secretos de aquel nombre del que todos, en casa, hablaban en voz baja. Convicto y confeso decía (me acuerdo) uno de los titulares y siempre me emocionaba ese título, como si aludiera a acciones heroicas y un poco desesperadas. “Convicto y confeso”: repetía y me exaltaba porque no entendía bien el significado de las palabras y pensaba que convicto quería decir invencible. El hermano de mi madre estuvo preso casi tres años. A partir de entonces es poco lo que se sabe de él; en ese momento empiezan las conjeturas, las historias imaginadas y tristes sobre su destino y su vida extravagante; parece que ya no quiso saber nada con la familia, no quiso ver a nadie, como si se estuviera vengando de un agravio recibido. Una tarde, sin embargo, la Coca había venido a casa. Orgullosa y distante vino a traer parte del dinero y la promesa de que todo sería devuelto. Yo conozco las interpretaciones, los relatos del encuentro, y sé que Esperancita le decía M’hija a esa mujer que casi podía ser su madre y que Coca usaba un perfume que mi padre jamás pudo olvidar. “Ustedes -dicen que dijo antes de irse- nunca van a saber qué clase de hombre es Marcelo” y cuando el relato llegaba ahí, fatalmente y casi sin darme cuenta, yo me acordaba de la histórica frase de Hipólito Yrigoyen sobre Alvear después del golpe del ‘30, extraña asociación, motivada, también, por el hecho de que Esperancita estaba emparentada con el general Uriburu. A partir de ahí y durante tres años Esperancita recibió, cada dos meses, un cheque hasta que la deuda quedó saldada. De ese tiempo vienen mis primeros recuerdos de ella o más bien una imagen que siempre he pensado que es mi primer recuerdo: una mujer bellísima, frágil con una expresión de arrogancia y desgano en la cara que se inclina hacia mí mientras mi madre me dice: “A ver, Emilio, ¿qué se le dice a la tía Esperancita?”. Se le decía: “Gracias”, a ella más que a ninguna otra. Emblema del remordimiento familiar, era como un objeto raro y demasiado fino que nos hacía sentir a todos incómodos y torpes. Me acuerdo que cada vez que ella venía mi madre sacaba la vajilla de porcelana y usaba unos manteles almidonados que crujían como si fueran de papel. Y ella supo venir a casa, de visita, una o dos veces por mes, en general los domingos o los jueves, hasta que se murió. El hermano de mi madre no llegó a enterarse de que ella había muerto. Desaparecido sin dejar rastros, en alguna de las versiones se decía que seguía preso y en otras que estaba viviendo en Colombia, siempre con la Coca. Lo cierto es que él nunca supo que ella había muerto, nunca supo que cuando Esperancita murió encontraron una carta que le estaba dirigida donde ella confesaba que todo era mentira, que nunca había sido robada y hablaba de la justicia y del castigo pero también del amor, cosa rara siendo quien era. No podía menos que atraerme el aire faulkneriano de esa historia: el joven de brillante porvenir, recién recibido de abogado, que planta todo y desaparece; el odio de la mujer que finge un desfalco y lo manda a la cárcel sin que él se defienda o se tome el trabajo de aclarar el engaño. En fin, yo había escrito una novela con esa historia, usando el tono de Las palmeras salvajes.; mejor: usando los tonos que adquiere Faulkner traducido por Borges con lo cual, sin querer, el relato sonaba a una versión más o menos paródica de Onetti. Ninguno de nosotros, de los que estuvimos ahí la noche en que se entrevió por fin, en la entristecida penumbra que siguió a la tarde del entierro, el secreto de esa venganza cultivada durante años, ninguno de nosotros no pudo no pensar que asistía a la más perfecta forma del amor que un hombre puede dispensar a una mujer; pac o piadoso del que parece difícil t prever el carácter o las consecuencias de las heridas infligidas pero no la intención y la deseada bienaventuranza. Así empezaba la novela y así seguía durante 200 páginas. Para evitar el costumbrismo y el estilo oral que hacían estragos en las letras nacionales yo (como quien dice) me había ido a la mierda. Todavía se encuentran algunos ejemplares de la novela en las mesas de saldos de las librerías de Corrientes y hoy lo único que me gusta de ese libro es el título (La prolijidad de lo real.) y el efecto que produjo en el hombre al que, sin querer, le estaba dedicado. Extraño efecto, hay que decirlo. La novela apareció en abril. Un tiempo después me llegaba la primera carta. Primeras rectificaciones, lecciones prácticas (decía la carta). Nunca nadie hizo jamás buena literatura con historias familiares. Regla de oro para los escritores debutantes: si escasea la imaginación hay que ser fiel a los detalles. Los detalles: la turra de mi primera mujer, boquita fruncida, se le veían las venas bajo la piel traslúcida. Pésima señal: piel transparente, mujer vidriosa, me di cuenta demasiado tarde. Otra cosa: ¿quién les habló de mi viaje a Colombia? Tengo mis sospechas. En cuanto a mí: he perdido los escrúpulos en relación con mi vida, pero supongo que deben existir otros temas más instructivos. Por ejemplo: las invasiones inglesas; Pophan, un caballero irlandés al servicio de la reina. Let not the land once p oud of him insult him now. El r comodoro Pophan hechizado por la plata del Alto Perú o los paisanos despavoridos huyendo en las chacras de Perdriel. Primera derrota de las armas de la patria. Hay que hacer la historia de las derrotas. Nadie debe mentir en el momento de la muerte. Todo es apócrifo, hijo mío. Me patiné toda la plata del Alto Perú y si ella dice que no, es porque intenta despojarme del único acto digno de mi vida. Sólo los que tienen dinero desprecian el dinero o lo confunden con los malos sentimientos. Fueron un millón seiscientos y monedas, pesos del año ‘42, resultado de herencias varias y de la venta de unos campos en Bolívar (campos que yo le hice vender con santa intención, como ella reprocha bien, aunque no fui yo quien le hizo morir a los parientes de los que hereda). Traté de poner una boite en Cangallo y Rodríguez Peña, pero me encontraron antes. (¿De dónde sacan lo de Río Hondo?) Le devolví la plata y los intereses: cierto que la Coca fue a verlos y a tu madre por poco le da un síncope. No cuentan que ella le dijo: Me cago en tu alma, la primera vez que Esperancita le dijo M’hija y que hubo que darle sales. Si estuve preso y si salí en los diarios fue porque soy radical, hombre de don Amadeo Sabattini y en ese tiempo nos querían reventar a todos porque se venían las elecciones del ‘43 que después pararon con el golpe de Rawson. (¿Tampoco te contaron esa historia?) Estábamos desorientados los radicales, sin los ímpetus de las épocas heroicas, cuando defendíamos a tiros el honor nacional y nos hacíamos matar por la Causa. ¿Así que me perdona en el testamento? No ves que es loca, siempre cagó de parada, me consta, porque alguien le dijo que era más elegante. Antes de morir dice que yo no la robé. Así de misteriosa es la oligarquía y esas son las hijas que engendra. Gráciles, ilusorias, inevitablemente derrotadas. No se debe permitir que nos cambien el pasado. Haced que el país antes orgulloso de él no lo insulte ahora, decía Pophan. La Coca se instaló por su cuenta en el Uruguay, departamento de Salto. A veces tengo noticias de ella y si me vine a vivir a este lugar fue para estar cerca de esa mujer, tenerla del otro lado del río. No se digna recibirme porque es altiva y trivial, porque está vieja. Me levanto al alba; a esa hora todavía se ve la luz de los farolitos, en la otra orilla. Enseño historia argentina en el Colegio Nacional y a la noche voy a jugar al ajedrez al Club Social. Hay un polaco que es un as; acostumbraba jugar con el príncipe Alekhine y con James Joyce en Zurich, y uno de los anhelos de mi vida es empatarle una partida. Cuando está borracho, canta y habla en polaco; anota sus pensamientos en un cuaderno y se dice discípulo de Wittgenstein. Le he dado a leer tu novela: la leyó con atención sin sospechar que ese tipo del que se cuentan sucios sueños soy yo mismo. Prometió escribir una reseña en El telégrafo, diario local. Ya publicó varias notas sobre ajedrez y también algunos extractos del cuaderno donde registra sus ideas. Su ilusión es escribir un libro enteramente hecho de citas. No muy distinta es tu novela, escrita a partir de los relatos familiares; a veces me parece escuchar la voz de tu madre; que hayan sabido disfrazarla con ese estilo enfático no deja de ser, también, una muestra de delicadeza. Las distorsiones, en todo caso, derivan de ahí. Debo pedirte, por otro lado, la máxima discreción respecto a mi situación actual. Discreción máxima. Tengo mis sospechas: en eso soy como todo el mundo. De todos modos, ya te digo, actualmente no tengo vida privada. Soy un ex abogado que enseña historia argentina a jóvenes incrédulos, hijos de comerciantes y chacareros de la localidad. Este trabajo es saludable: no hay como estar en contacto con la juventud para aprender a envejecer. Hay que evitar la introspección, les recomiendo a mis jóvenes alumnos, y les enseño lo que he denominado la mirada histó ica. Somos una hoja que boya r en ese río y hay que saber mirar lo que viene como si ya hubiera pasado. Jamás habrá un Proust entre los historiadores y eso me alivia y debiera servirte de lección. Podés escribirme, por ahora, al Club Social, Concordia, Entre Ríos. Te saluda: el Profesor Marcelo Maggi Pophan. Educador. Radical sabattinista. Caballero irlandés al servicio de la reina. El hombre que en vida amaba a Parnell, ¿lo leíste? Era un hombre despectivo pero hablaba doce idiomas. Se planteó un solo problema: ¿cómo narrar los hechos reales? PD. Por supuesto tenemos que hablar. Hay otras versiones que tendrás que conocer. Espero que vengas a verme. Ya casi no me muevo, he engordado demasiado. La historia es el único lugar donde consigo aliviarme de esta pesadilla de la que trato de despertar. Esa fue la primera carta y así empieza verdaderamente esta historia. Casi un año después yo iba hacia él, muerto de sueño en el vagón destartalado de un tren que seguía viaje al Paraguay. Unos tipos que jugaban a los naipes sobre una valija de cartón me convidaron con ginebra. Para mí era como avanzar hacia el pasado y al final de ese viaje comprendí hasta qué punto Maggi lo había previsto todo. Pero eso pasó después, cuando todo terminó; antes recibí la carta y la fotografía y empezamos a escribirnos. 2 Alguien, un crítico ruso, el crítico ruso Iuri Tinianov, afirma que la literatura evoluciona de tío a sobrino (y no de padres a hijos). Expresión enigmática que nos ha de servir por el momento, ya que es el mejor resumen de tu carta que conozco. Por mi lado, ningún interés en la política. De Yrigoyen me interesa el estilo. El barroco radical. ¿Cómo es que nadie ha comprendido que en sus discursos nace la escritura de Macedonio Fernández? Tampoco comparto tu pasión histórica. Después del descubrimiento de América no ha pasado nada en estos lares que merezca la más mínima atención. Nacimientos, necrológicas y desfiles militares: eso es todo. La historia argentina es el monólogo alucinado, interminable, del sargento Cabral en el momento de su muerte, transcripto por Roberto Arlt. Ahora bien, ¿construiremos a dúo la gran saga familiar? ¿Volveremos a contarnos toda la historia? Por el momento te adjunto el siguiente resumen. Se decía de vos: 1. Que le habías hecho la corte a Esperancita al enterarte que era biznieta de Enrique Ossorio porque estabas interesado en un cofre donde se guardaban los documentos de la familia. 2. Que en realidad eran esos papeles los que de veras te interesaban, pero que no había una cosa sin la otra. 3. Que desde hace años trabajás en una biografía (o algo así) de ese prócer olvidado que fue secretario privado de Rosas y espía al servicio de Lavalle. 4. Que te hiciste yrigoyenista en la década del treinta, a destiempo como en todo, y que eso está oscuramente ligado a tu fuga con la Coca. 5. Que si vivís en Concordia, pueblo de frontera, es porque te dedicas al contrabando. Existen por supuesto otras versiones y varias se fraguaron, para decir la verdad, mientras velaban a Esperancita, que parecía una muñeca de porcelana, cubierta de tules y flores de azahar. Nadie la lloraba, pobre mujer, y algunos dicen que antes de morir la escucharon repetir dos veces: Buenos Aires, Buenos Aires, igual que a José Hernández en el momento de expirar en los brazos de su hermano Rafael. Como ves, le escribo a Maggi, ella no murió con tu nombre en sus labios. El único que te nombró fue don Luciano Ossorio, el padre de la difunta, que ya pasó los noventa años y se mueve en una silla de ruedas. Cuando me vio entrar al velatorio cruzó el salón haciendo crepitar las llantas de goma sobre el piso de parquet. Usted, me dijo, le escribo a Maggi, se parece a Marcelo. Una manta escocesa le cubría las piernas y alzó su cara de buitre para decirme: ¿Usted lo ve a Marcelo? ¿Él no le ha preguntado por mí? ¿Entonces lo viste a don Luciano? Tullido y todo, él es el único que vale la pena entre toda esa banda de tilingos. No sé si le conoces la historia. En el año ‘31, en una cancha de paleta donde se festejaba el 25 de mayo, un tipo medio borracho le metió un tiro. El viejo estaba en el palco haciendo un discurso y el borracho dijo: Que se calle ese mamao, y sacó el revólver que le habían dado para disparar una salva en homenaje a la presencia del embajador inglés que había viajado expresamente a Bolívar invitado por el viejo, que era dueño de casi todo el partido, y le metió un tiro. Después que pasó el barullo el viejo se puso pálido pero igual siguió hablando, teniéndose fuerte de la baranda del palco embanderado, y nadie se hubiera dado cuenta de nada si no fuera porque el viejo empezó a entreverar puteadas en el discurso, hasta que de pronto se le oyó decir, muy claro por el micrófono: Me cagaron. Me cagaron, dijo. Son los del Klan radical, dijo el viejo y se vino al suelo. El tipo que lo había herido era un ex jockey que se ganaba la vida corriendo cuadreras en los hipódromos clandestinos de la zona y le dieron tantos palos que quedó medio tócate un tango y nunca se pudo saber la verdad. Lo único que el jockey alcanzó a decir antes que empezaran a felpearlo fue que le habían dicho que el revólver estaba cargado con balas de fogueo. Al viejo el tiro le entró por un costado y le rozó la columna y lo dejó inválido para toda la vida. Y pensar, me decía, que lo único que realmente me interesa en el mundo, aparte de la política, es culear y andar a caballo. Al verlo uno tenía tendencia a ser metafórico y él mismo reflexionaba metafóricamente. Estoy paralítico, igual que este país, decía. Yo soy la Argentina, carajo, decía el viejo cuando deliraba con la morfina que le daban para aliviarle el dolor. Empezó a identificar la patria con su vida, tentación que está latente en cualquiera que tenga más de 3.000 hectáreas en la pampa húmeda. Se inyectaba a toda hora y eso le daba una rara lucidez y le fue haciendo cambiar el modo de pensar, con decirte que al final quería regalarles la tierra a los peones. En el año 1902 se había comprado medio partido de Bolívar a veinte pesos la hectárea en un remate judicial amañado por la gavilla de Ataliva Roca. De vez en cuando hablaba de eso y el remordimiento no lo dejaba dormir. Los milicos metieron a todos los gringos en un tren carguero, contaba, y los mandaron al infierno, por el lado de las salinas de Carhué. ¿Qué se habrá hecho de toda esa pobre gente?, decía el viejo, que en el fondo había empezado a pensar que el tiro en la columna se lo tenía merecido. Si sabré yo lo bárbaro que hay que ser en este país para llegar a algo, decía el viejo. Los hijos lo tenían recluido en un ala de la casa y le daban toda la droga que quisiera con tal que se dejara de joder. Yo lo quiero a ese hombre, me escribía Maggi, y si te confundió conmigo es porque yo tenía tu edad cuando empecé a frecuentarlo. Siempre me entendí mejor con él que con su hija Esperancita, a quien Dios tenga en la gloria. A veces lo sacaba a tomar sol, empujando la silla de ruedas, y el viejo estaba hablando lo más tranquilo y de pronto daba vuelta la cara, lívido, y me decía: Nunca aceptés decir un discurso arriba de un palco aunque sea el 25 de mayo. ¿Me oís, Marcelo? Aunque sea el 25 de mayo y esté el embajador inglés y toda la parentela, vos no aceptés porque es ahí donde los tipos aprovechan para meterte un tiro en la columna vertebral. En realidad, yo empecé a visitarlo por encargo del partido durante la segunda abstención: sabíamos que estaba cambiando y queríamos ver si nos ponía la firma en un documento contra el fraude, porque el viejo había estado entre los fundadores de la Unión Conservadora en la época de la ruptura entre Roca y Pellegrini y después había sido Senador y tenía mucho prestigio. El viejo firmó lo más pancho, y eso que era primo hermano del general Uriburu. Pero con estos papelitos no vamos a ningún lado, decía. Ma qué voto secreto ni qué niño muerto. Hay que armar a la peonada. Hay que armar a la peonada, decía el viejo, ¿no se dan cuenta? A estos calzonudos hay que correrlos a tiros. La peonada, decía el viejo, ¿con quién está? Así fue como empecé a visitarlo y así fue como la conocí a Esperancita. Fue el viejo, por otro lado, el que empezó a hablarme de Enrique Ossorio, que era su abuelo, y me dejó ver el cofre con el archivo de la familia. La lectura de esos papeles y el romance con la hija vinieron juntos. No sé por qué lado me pasaba la pasión en ese entonces pero ella me parecía dulce y era muy joven. La verdad que yo al principio iba a la casa a hablar con el viejo y él de a poco empezó a desenterrar la historia del suicida, del traidor, del buscador de oro. Pero ésa es otra parte del cuento, que ya te voy a contar, porque en eso, quién te dice, vas a poder ayudarme, me escribía Maggi. Lo cierto es que trabajo en esos papeles desde hace años y a veces pienso que don Luciano no se muere porque está esperando que yo termine y no quiere sentirse decepcionado. Claro que para todos el viejo está loco, pero también para todos estaba loco Enrique Ossorio e incluso yo mismo, sin ir más lejos. ¿Así que me dedico al contrabando? ¿Por qué no? Al fin y al cabo este país le debe la independencia al contrabando. Todos se dedican a eso por aquí, cosa de nada; pero yo, como ya habrás de ver, contrabandeo otras ilusiones. Anoche, por ejemplo, me quedé hasta la madrugada discutiendo con Tardewski, mi amigo polaco, ciertas modificaciones que podrían introducirse en el juego del ajedrez. Hay que elaborar un juego, me dice, en el que las posiciones no permanezcan siempre igual, en el que la función de las piezas, después de estar un rato en el mismo sitio, se modifique: entonces se volverán más eficaces o más débiles. Con las reglas actuales, dice, me escribe Maggi, esto no se desarrolla, esto permanece siempre idéntico a sí mismo. Sólo tiene sentido, dice Tardewski, lo que se modifica y se transforma. En estos debates figurados matamos los ocios de provincia; porque en provincia, como se sabe, la vida es monótona. Un abrazo. Soy el profesor Marcelo Maggi. 3 Empezamos a escribirnos y nos escribimos durante meses. No tiene sentido que reproduzca todas esas cartas. Las he vuelto a releer y no encuentro allí ninguna evidencia clara que pudiera haberme hecho prever lo que pasó. Al principio todo era como un juego: él acentuaba su empaque pedagógico y se divertía. Me narraba de un modo moroso e irónico su vida provinciana, me describía con cierto detalle sus conversaciones con Tardewski, preguntaba, sin demasiado entusiasmo, datos sobre mi existencia y sobre mi situación, y llevaba adelante una especie de pacífica polémica con mi tendencia a buscarle segundas intenciones a su vida. Tus cartas me hacen gracia, me escribía, demasiado interrogativas, como si hubiera un secreto. Hay un secreto, pero no tiene ninguna importancia. A mis años aprendí que no necesito esconder nada; aprendí, quiero decir, me escribía Maggi, lo que ya sabía: que no necesito justificaciones. No te escribo, entonces, me escribía Maggi, porque busque rescatar algo en medio de esta desolación, te escribo porque los años me han fijado los recuerdos como un sarro y el pasado se ha convertido para mí en un viejo tullido. Tal vez por eso necesito un testigo, un confidente tan crédulo como vos, tan familiar, alguien, en fin, que me escuche con atención y desde lejos. Como ves trato de ser sincero, me escribía Maggi desde Concordia, provincia de Entre Ríos. Por otro lado se dedicaba, cada vez con menos entusiasmo, a desmentir o ajustar algunos de los datos que yo manejaba acerca de su pasado. ¿De dónde sacaste esa versión sobre la Coca?, me escribió, por ejemplo, una vez. A ella le gustaba de alma la noche, pero no tenía nada de perversa. A lo sumo tenía esa necesaria cuota de perversión que hace más llevadera la vida, pero no más. Era feliz como era: jamás quiso tener un hijo, jamás se arrepintió de nada que hubiera hecho. El que no está a la altura de su deseo, decía la Coca, ese es uno a quien el mundo puede llamar un cobarde. En el año ‘33 la conocí porque estuve un tiempo escondido en una boite de Rosario que regenteaba un correligionario que había sido comisario de policía. La Coca trabajaba ahí y yo le parecía un bicho raro; la verdad que tenía el aire involuntario de un conspirador de Dostoievski, ella pensó que yo era un anarquista, una especie de místico o de ácrata, y supongo que por eso se fijó en mí. Me pasé dos meses metido en una piecita que había en los altos del cabaret, leyendo La historia de las intervenciones federales de Sommariva y haciendo palabras cruzadas. A la madrugada, cuando se había sacado a todos los tipos de encima, la Coca se venía conmigo a tomar mate y yo le hablaba de Leandro Alem. A veces incluía algunas referencias a su pasado político, pero cada vez menos y como sin entusiasmo. Nadie puede imaginarse lo que fue para nosotros, los radicales, el año ‘45. Para peor yo me pasé lo mejor de la soirée en la cárcel, así que te podes figurar. Salí en el ‘46 y el país estaba tan cambiado que yo parecía un extravagante, una especie de dandy de la generación del ‘80 recién desembarcado de la máquina del tiempo. Los muchachos se reunían en la Plaza y nosotros lo escuchábamos al Chino que nos recomendaba Cavar hondo en el surco de la esperanza argentina (siempre le gustaron las imágenes agrarias a ese hombre). Cuando empecé a entender un poco ya había pasado todo y estábamos metidos en otro circo con el capitán Gandhi, la Junta Consultiva, el Tirano Prófugo y toda la parafernalia. Era siempre elusivo y si hubiera que buscar un lugar donde pueda decirse que quiso anticipar lo que pasó, sólo podría encontrar esta especie de frágil estampa. Estoy convencido de que nunca nos sucede nada que no hayamos previsto, nada para lo que no estemos preparados. Nos han tocado malos tiempos, como a todos los hombres, y hay que aprender a vivir sin ilusiones. El amigo de un amigo tuvo una vez un accidente: un tipo medio loco lo atacó con una navaja y lo tuvo secuestrado en el baño de un bar casi tres horas. Quería que le dieran un auto y pasaporte y que lo dejaran cruzar al Brasil, de lo contrario iba a tener que matarlo (al amigo de mi amigo). El loco temblaba como un endemoniado y le puso la navaja en la garganta y en un momento dado lo obligó a arrodillarse y a rezar el padrenuestro. La cosa se iba poniendo cada vez peor, cuando de golpe al loco se le pasó el revire y soltó el arma y empezó a pedirle disculpas a todo el mundo. Un momento de nervios lo tiene cualquiera, decía. El amigo de mi amigo salió del baño caminando como dormido y se apoyó en una pared y dijo: Por fin me ha sucedido algo. Por fin me ha sucedido algo, ¿no es sensacional?, me escribía Maggi. En realidad, más allá de esas noticias, más allá de las polémicas paródicas que entablábamos de vez en cuando, lo que terminó por convertirse en el centro de la correspondencia de Maggi conmigo fue su trabajo sobre Enrique Ossorio. Estaba escribiendo desde hacía tiempo ese libro y los problemas que se le presentaban empezaron a cruzar sus cartas. Estoy como perdido en su memoria, me escribía, perdido en una selva donde trato de abrirme paso para reconstruir los rastros de esa vida entre los restos y los testimonios y las notas que proliferan, máquinas del olvido. Sufro la clásica desventura de los historiadores, me escribía Maggi, aunque yo no sea más que un historiador amateur. Sufro esa clásica desventura: haber querido apoderarme de esos documentos para descifrar en ellos la certidumbre de una vida y descubrir que son los documentos los que se han apoderado de mí y me han impuesto sus ritmos y su cronología y su verdad particular. Sueño con ese hombre, me escribía. Lo veo según una litografía de época: magnánimo, desesperado, en los ojos el brillo febril que lo llevó a la muerte. Se fue empecinando cada vez más en una obsesión suicida que encerraba, sin embargo, toda la verdad de su época. Se dice de él que fue un traidor: hay hombres a quienes la historia los destina a la traición y él fue uno de ellos. Pero lo supo siempre, me escribía Maggi, lo supo desde el principio y hasta el final, como si hubiera comprendido que ése era su destino, su modo de luchar por el país. De hecho, la historia de Enrique Ossorio se fue construyendo para mí, de a poco, fragmentariamente, entreverada en las cartas de Marcelo. Porque él nunca me dijo explícitamente: Quiero hacerte conocer esta historia, quiero hacerte saber qué sentido tiene para mí y lo que pienso hacer con ella. Nunca me lo dijo de un modo directo pero me lo hizo saber, como si en un sentido ya me hubiera nombrado su heredero, como si previera lo que iba a pasar o lo temiera. Lo cierto es que yo fui reconstruyendo, fragmentariamente, la vida de Enrique Ossorio. Hijo de un coronel de las guerras de la Independencia, Ossorio es uno de los fundadores del Salón Literario. Estudia Leyes y se doctora junto con Alberdi, Vicente F. López, Frías y Carlos Tejedor. Mientras cursa la Universidad se interesa en la filosofía y sigue cursos privados sobre Vico y Hegel con Pedro De Angelis. Sus condiciones eran tan brillantes que De Angelis lo persuade para que continúe sus estudios en París y lo recomienda personalmente en carta a su amigo Jules Michelet. A último momento y por motivos oscuros Ossorio decide no viajar y permanece en Buenos Aires. A fines de 1837 se hace cargo de un puesto en la secretaría privada de Rosas y se convierte en uno de sus hombres de confianza. A mediados de 1838 establece relaciones con el grupo clandestino que prepara la conspiración de Maza. Desde su despacho, Ossorio mantiene una correspondencia en clave con Félix Frías, exiliado en Montevideo, a quien le envía informaciones secretas y documentos. Descubierto el complot nadie sospecha de él y permanece un tiempo cerca de Rosas hasta que, sin que su vida estuviera realmente en peligro, decide huir y se refugia en la casa de su prima Amparo Escalada. Vive escondido en los sótanos de la casa cerca de seis meses. La mujer tendrá un hijo de él, que Ossorio no llegará nunca a conocer. En 1842 cruza a Montevideo. Los exiliados recelan; lo piensan un agente doble. Aislado y desencantado de la política, pasa al Brasil y se instala en Rio Grande do Sul, donde convive con una esclava negra y se dedica a escribir poemas y a contraer la sífilis. La mujer muere atacada de malaria y Ossorio, enfermo, se embarca hacia Chile. En Santiago se ofrece para dar clases privadas y hace imprimir en sus tarjetas personales: Enrique Ossorio. Maître de philosophie. Su único alumno es un sacerdote jesuita que trabaja para Rosas, a quien informa sobre la actividad de los exiliados. Al mismo tiempo Ossorio prepara el programa de una Enciclopedia de las Ideas Americanas en cuya redacción trata de interesar a Sarmiento, a Alberdi, a Echeverría, a Juan María Gutiérrez. El proyecto fracasa y Ossorio se dedica al periodismo. En 1848 se embarca hacia California, atraído por la fiebre del oro. Deambula por San Francisco y por los desiertos de Sacramento junto con vagabundos, aventureros y prostitutas, mineros chilenos y alemanes. En menos de seis meses logra amasar una fortuna y abandona California para dirigirse primero a Boston, donde frecuenta a Nathaniel Hawthorne, que se ha casado con una hermana de Mary Mann, la amiga de Sarmiento. Luego se instala en Nueva York, dispuesto a dedicarse a la literatura. Pasa noches enteras encerrado en una pieza del East River escribiendo textos diversos (entre ellos una novela utópica); al mismo tiempo inicia una nutrida correspondencia dirigida a Rosas, a De Angelis, a Sarmiento, a Alberdi, a Urquiza, en la que se postula como eje de la futura unión nacional. Ha comenzado a dar señales del delirio que lo llevará a la locura. Una noche, alcoholizado, provoca un escándalo en un prostíbulo de Harlem, en el que resulta muerta una mujer. Si bien no se puede probar su responsabilidad en ese crimen, es desterrado y enviado a Chile. Vive dos meses en Copiapó, aislado, solo, corroído por el insomnio y la alucinación, en medio de una actividad febril, reescribiendo sus papeles y ordenando su archivo personal. Una tarde, luego de pasear por el puerto hasta el crepúsculo, se dirige al cementerio; recostado sobre la tumba de una famosa actriz, fuma un cigarro y mira caer la noche. Después se pega un tiro en la cabeza. Dos semanas más tarde Rosas era derrotado por Urquiza en Caseros. Maggi manejaba los documentos inéditos conservados por la familia Ossorio durante casi cien años. Son esos papeles los que el padre de Esperancita pone en sus manos: textos, cartas, informes y un Diario escrito por Ossorio en Norteamérica. Tenían el cofre cerrado desde los tiempos de Mitre, me escribe Maggi. Los papeles llegaron de Copiapó junto con el oro que Ossorio se había levantado en California. La historia de la familia, podríamos decir, se bifurca ahí. Por un lado está esa fortuna con la cual (según el mismo Ossorio había calculado) era posible comprar la libertad de cinco mil esclavos negros, como si a alguien se le fuera a ocurrir usar esa riqueza para comprar la libertad de cinco mil esclavos negros. Por otro lado el cofre, los papeles, los recuerdos de la infamia. Amparo, la mujer, recibió las dos cosas al mismo tiempo. Desolada por la noticia del suicidio se mantuvo en estado de perpetua viudez y no volvió a casarse. Deambulaba, según dicen, por la casa como un espectro y de vez en cuando se encerraba a solas en el sótano donde había sido seducida y enamorada para siempre por Enrique Ossorio; se encerraba a leer lo que él había escrito durante los años del exilio. En realidad fue ella la que se encargó de conservar esos documentos. Porque a ella le interesaban más las palabras del muerto que todo el oro de California. Leía esos papeles como si fueran los rastros que permitieran entender la desdicha de su vida y ahí, cobijado en esas letras, veía dibujarse el cuerpo apenas recordado pero siempre deseado del suicida. En cuanto al hijo, o sea el padre de don Luciano, se convirtió de hecho en el heredero y lo que hizo fue invertir bien esa fortuna. Invertirla bien y en el momento oportuno, aprovechando esa época del país en la que, con oro en la mano y buenas relaciones, se podía comprar todo el campo que uno quisiera soñar. Por lo que ya en 1862 el abuelo de Esperancita aparece como uno de los estancieros más poderosos entre los hombres que sostienen la candidatura presidencial del general Mitre. Si hubiera sido por él los papeles de su padre debieran haber sido quemados. Y si no lo hizo fue porque su madre lo sobrevivió para impedirlo. De todos modos, antes de morir ese hombre hizo jurar a toda la familia sobre el mismo cofre que nadie daría a conocer públicamente esos documentos hasta que no hubieran transcurrido por lo menos 100 años. Y así fue, me escribía Maggi, como sobrevivieron y yo pude recibirlos. En realidad, me escribía Maggi, trato de usar esos materiales que son como el reverso de la historia y trato de ser fiel a los hechos pero a la vez quisiera hacer ver el carácter ejemplar de la vida de esa especie de Rimbaud que se alejó de las avenidas de la historia para mejor testimoniarla. Enfrento dificultades de diverso orden. Por de pronto está claro que no se trata para mí de escribir lo que se llama, en sentido clásico, una Biografía. Intento más bien mostrar el movimiento histórico que se encierra en esa vida tan excéntrica. Por ejemplo: ¿No exaspera Ossorio una tendencia latente en la historia de la constitución de un grupo intelectual autónomo en la Argentina durante la época de Rosas? ¿Sus escritos no son el reverso de la escritura de Sarmiento? Existen por lo demás varias incógnitas ¿Fue realmente un traidor? Es decir, ¿se mantuvo siempre ligado a Rosas? Tengo distintas hipótesis teóricas que son a la vez distintos modos de organizar el material y ordenar la exposición. Es preciso, sobre todo, reproducir la evolución que define la existencia de Ossorio, ese sentido tan difícil de captar. Opuesto en apariencia al movimiento histórico. Hay como un exceso, un resto utópico en su vida. Pero, escribía el mismo Ossorio (me escribe Maggi), ¿qué es el exilio sino una forma de la utopía? El desterrado es el hombre utópico por excelencia, escribía Ossorio, me escribe Maggi, vive en la constante nostalgia del futuro. Estoy seguro, por lo demás, que el único modo de captar ese orden que define su destino es alterar la cronología: ir desde el delirio final hasta el momento en que Ossorio participa, con el resto de la generación romántica, en la fundación de los principios y de las razones de eso que llamamos la cultura nacional. De ese modo, quizás, por medio de esa inversión, se podrá captar qué es lo que expresan las desventuras de ese hombre. Así, esa vida (parecía recomendarme Maggi) debe ser escrita a partir del suicidio, y en el comienzo del libro deben estar estas líneas, que Ossorio escribió antes de matarse. Escuche Ud.: pues con la muerte en mí tengo experiencias. Camino odioso, peligrosísimo, el de la soledad. Para todos mis paisanos o compatriotas: Que yo no obrase en esta guerra sino por mi propia convicción. ¿Habremos de estar siempre alejados de la tierra natal? Hasta los ecos de la lengua de mi madre se apagan en mí. El exilio es como un largo insomnio. Sé que fuera de mí nadie creerá en mí en todo e resto l del mundo. Se han de descubrir muchas infidencias todavía. ¡Ah, v es! Ad ós, hermano. Qu ero ser sepultado en la c udad de Bueil i i i nos Aires: éste es el mayor deseo que le pido haga cumplir; se lo ruego por el Sol de Mayo. No se desapasionen porque la pasión es el único vínculo que tenemos con la verdad. Respeten mis escritos, debidamente ordenados, a los que yo aquí nombro como sigue: mis Anales. ¿Quién va a escribir esta historia? Sea cual sea la vergüenza que me alcance no quiero yo renunciar ni a mi desesperación, ni a mi decencia. Me gusta y siempre me ha gustado su antefirma y permítame que la imite: -Patria y Libertad-. Y he de tutearte, Juan Bautista, con tu permiso, por esta vez. Tuyo. Tu compadre, Enrique Ossorio, el que va a morir. 4 Pasé la noche casi desvelado por culpa del calor y ahora estoy sentado de cara al fresco de la ventana: la luz del alba titila, frágil, y enfrente se ve pasar el río entre los sauces; el agua a veces sube, arrasa todo. La gente, acá, aprende a vivir en las orillas de la desgracia. Los turistas llaman a esta miseria color local. Los lugares de frontera, según parece, son pintorescos. Tardewski dice que la naturaleza ya no existe sino en los sueños. Sólo se hace notar, dice, la naturaleza, bajo la forma de la catástrofe o se manifiesta en la lírica. Todo lo que nos rodea, dice, es artificial: lleva las señas, del hombre. ¿Y qué otro paisaje merece ser admirado? Pensaba en eso, recién, antes de empezar a escribirte. Complicaciones diversas, difíciles de explicar por carta, me hacen creer que por un tiempo no tendrás noticias mías. La correspondencia, en el fondo, es un género anacrónico, una especie de herencia tardía del siglo XVIII: los hombres que vivían en esa época todavía confiaban en la pura verdad de las palabras escritas. ¿Y nosotros? Los tiempos han cambiado, las palabras se pierden cada vez con mayor facilidad, uno puede verlas flotar en el agua de la historia, hundirse, volver a aparecer, entreveradas en los camalotes de la corriente. Ya habremos de encontrar el modo de encontrarnos. Algunos contratiempos inesperados me han obligado a cambiar mis planes. De todos modos me gustaría que en algún momento pudieras venir a verme. Ya te avisaré el modo y la forma. ¿Me harías entretanto el favor de visitarlo a don Luciano Ossorio y darle saludos míos? No sé si podré alcanzar a escribirle. Te he dicho más de una vez, de un modo sin duda demasiado enfático o cómico, que la historia es la que para mí arma estas tramas. No debemos desconfiar, por otro lado, de la resistencia de lo real o de su opacidad. La paloma que siente la resistencia del aire, dice mi amigo Tardewski citando a Kant: La paloma que siente la resistencia del aire piensa que podría volar mejor en el vacío. En el telar de esas falsas ilusiones se tejen nuestras desdichas. Te abraza. Marcelo Maggi. Hace un rato recibí tu carta. Punto uno: por supuesto iré a verte cuando quieras. Punto dos: ¿qué significa el aviso de que por un tiempo no voy a recibir noticias tuyas? Quiero aclararte que no tenés ninguna obligación de escribirme a fecha fija, ninguna obligación de contestarme a vuelta de correo o cosa parecida. No me parece que se trate de jugar una carta atrás de otra como en el truco. No me parece que haya que confundir la correspondencia con una deuda bancaria, si bien es cierto que en algo están ligadas: las cartas son como letras que se reciben y se deben. Uno siempre tiene algún remordimiento por algún amigo al que le debe una carta y no siempre la alegría de recibirlas compensa la obligación de contestarlas. Por otro lado, la correspondencia es un género perverso: necesita de la distancia y de la ausencia para prosperar. Solamente en las novelas epistolares la gente se escribe estando cerca, incluso viviendo bajo el mismo techo se mandan cartas en lugar de conversar, obligados por la retórica del género, al cual dicho sea de paso (al género epistolar) lo liquidó el teléfono, volviéndolo totalmente anacrónico, habría que decir que con Hemingway se pasó del género epistolar al género telefónico: no porque en sus relatos se hable mucho por teléfono, sino porque las conversaciones, aunque los personajes estén sentados frente a frente, por ejemplo en un bar o en la cama, tienen siempre el estilo seco y cortado de los diálogos telefónicos, ese modo de establecer la relación entre los interlocutores que el lingüista Román Jakobson -para usar mis conocimientos universitarios y enfrentar, de paso, la ciencia imperial de nuestro tiempo con la anacrónica artesanía de esa disciplina practicada por vos y que vive ya su ocaso después del esplendor que la sostuvo durante el siglo XIX, cuando se convirtió, con Hegel, en el sustituto laico de la religión; se cierran los guiones que enmarcan la digresión sobre la lingüística y la historia- llama función fáctica del lenguaje y que podría representarse, en el caso de Hemingway, más o menos de la siguiente forma: ¿Estás bien? Sí, bien. ¿Vos? Bien, muy bien. ¿Una cerveza? No estaría mal, una cerveza. ¿Helada? ¿Qué cosa? La cerveza, ¿helada? Sí, helada, etc., etc. Entonces el género epistolar ha envejecido y sin embargo te confieso que una de las ilusiones de mi vida es escribir alguna vez una novela hecha de cartas. En realidad, ahora que pienso, no hay novelas epistolares en la literatura argentina, claro que eso se debe (para confirmar una de las teorías insinuadas en tu más bien melancólica carta recién recibida) a que en la Argentina no tuvimos siglo XVIII. De todos modos, más allá de esa ilusión de llegar a escribir alguna vez un relato hecho de cartas, aparte de eso, algunas noches, cuando es la humedad de Buenos Aires lo que a mí no me deja dormir, se me da por pensar en todas las cartas que habré escrito en mi vida, cargadas como han de estar, si pudiera leerlas juntas, de corrido, con proyectos, ilusiones, noticias varias sobre ese otro que yo fui durante esos años mientras las escribía. ¿Qué mejor modelo de autobiografía se puede concebir que el conjunto de cartas que uno ha escrito y enviado a destinatarios diversos, mujeres, parientes, viejos amigos, en situaciones y estados de ánimo distintos? Pero de todos modos, se podría pensar, ¿qué encontraría uno de todas esas cartas? O al menos ¿qué podría encontrar yo? Cambios en mi letra manuscrita, antes que nada; pero también cambios en mi estilo, la historia de ciertos cambios en el estilo y en la manera de usar el lenguaje escrito. ¿Y qué es en definitiva la biografía de un escritor sino la historia de las transformaciones de su estilo? ¿Qué otra cosa, salvo esas modulaciones, se podría encontrar en el final de ese trayecto? No creo, por ejemplo, que se pudiera encontrar en esas cartas experiencias que valgan la pena. Sin duda uno podría encontrar o recordar allí acontecimientos, hechos mínimos, incluso pasiones de su vida que ha olvidado, detalles; el relato, quizás, de esos acontecimientos escritos mientras se los vivía, pero nada más. En el fondo, como decía bien ese amigo tuyo a quien el loco lo agarró con una navaja, en el fondo no puede pasarnos nada extraordinario, nada que valga la pena contar. Quiero decir, en realidad, es cierto que nunca nos pasa nada. Todos los acontecimientos que uno puede contar sobre sí mismo no son más que manías. Porque a lo sumo ¿qué es lo que uno puede llegar a tener en su vida salvo dos o tres experiencias? Dos o tres experiencias, no más (a veces, incluso, ni eso). Ya no hay experiencia (¿la había en el siglo XIX?), sólo hay ilusiones. Todos nos inventamos historias diversas (que en el fondo son siempre la misma), para imaginar que nos ha pasado algo en la vida. Una historia o una serie de historias inventadas que al final son lo único que realmente hemos vivido. Historias que uno mismo se cuenta para imaginarse que tiene experiencias o que en la vida nos ha sucedido algo que tiene sentido. Pero ¿quién puede asegurar que el orden del relato es el orden de la vida? De esas ilusiones estamos hechos, querido maestro, como usted sabe mejor que yo. Por ejemplo, siempre me acuerdo con nostalgia de la época en que era estudiante. Vivía solo, en una pensión, en La Plata, solo por primera vez en mi vida; tenía 18 años y la sensación de que las aventuras se sucedían una atrás de otra. Una detrás de otra me sucedían las aventuras (al menos lo que yo pensaba que eran aventuras) en aquel tiempo. No sólo con mujeres, aunque en esa época empezó a irme muy bien (ninguna virtud particular, ningún resultado especial de mi capacidad de seducción: en Humanidades había más o menos 38 mujeres por cada tipo, con lo cual, si uno no levantaba ahí podía tener la seguridad de que, sin saberlo, sufría una especie particular de lepra que sólo podían percibir las mujeres). No sólo con mujeres, ya te digo, sino que pasaban cosas. Yo era un tipo disponible, en eso consistía la sensación fascinante de vivir en medio de la aventura. Podía levantarme en mitad de la noche o salir al atardecer, subir a un tren y bajarme en cualquier lado, entrar en un pueblo desconocido, pasar la noche en un hotel, cenar entre extraños, viajantes de comercio, asesinos, caminar por calles vacías, sin historia, un tipo anónimo, un extranjero que observa o se imagina las aventuras que se desencadenan a su alrededor. Esa era para mí, en aquel tiempo, la posibilidad fascinante de la aventura. Ahora me doy cuenta que, no bien los hijos de mamá se van de casa, la realidad se les convierte instantáneamente en una especie de representación figurada de lo que fue por ejemplo para Hermann Melville dedicarse a cazar ballenas en el mar blanco. Los bares son nuestros barcos balleneros, lo que no deja de ser a la vez cómico y patético. Para colmo en esa época yo estaba convencido de que iba a ser un gran escritor. Tarde o temprano, pensaba yo, me voy a convertir en un gran escritor; pero primero, pensaba, debo tener aventuras. Y pensaba que todo lo que me iba pasando, cualquier huevada que fuera, era un modo de ir haciendo ese fondo de experiencias sobre el cual los grandes escritores, suponía yo, construían sus grandes obras. En aquel tiempo, a los 18, 19 años yo pensaba que al llegar a los 35 habría agotado ya todas las experiencias y a la vez iba a tener una obra hecha, una obra tan diversa y de tal calidad que me iba a poder ir cuatro o cinco meses a París a pasarme la gran vida (ese era para mí el modelo más espectacular del triunfo, supongo). Llegar a París a los 35 años, saturado de experiencias y con toda una obra escrita, pasear entonces por los bulevares, como un tipo verdaderamente canchero, y que está de vuelta de todo, se supone que pasea por los bulevares de París. Soñaba con eso a los 18 años y ya ves, tengo más de 30 años, escribí un libro que cada vez me gusta menos y eso no sería nada, si no fuera porque desde hace más de un año no puedo escribir, quiero decir, todo lo que escribo me parece bosta. Eso me desespera bastante, te voy a ser franco: Mi vida actual, para ponerme a tono con tu última misiva, me parece bastante insensata cuando de golpe, casi sin querer, puedo pensarla. Voy al diario a escribir bosta (para peor, bosta sobre literatura) y después vengo acá y me encierro a escribir, pero al rato me sorprendo haciendo rayitas, círculos, figuras, dibujitos que parecen el plano de mi alma, o si no escribo cosas que al día siguiente no puedo ni siquiera tocar con la punta de los dedos sin marearme. Hoy, como vas viendo, en lugar de hacer eso me he sentado acá hace ya más de dos horas, a escribirte esto que parece que no va a terminar nunca, como si ésta fuera para mí la forma de contestar (o compensar) esa suerte de enigmática despedida que era tu última carta. Entonces redacto estas interminables páginas para vos, my uncle Marcel, que venís desde tan lejos, desde un lugar tan antiguo, desde una época tan remota de mi vida que tu reaparición (epistolar) ha sido, en estos meses, el triunfo más puro de la ficción que yo puedo exhibir (por no decir el único). Avanzo, entonces, para resumir, con una lentitud vertiginosa en esa especie de novela que trato de escribir. Escucho una música y no la puedo tocar, decía, creo, Coleman Hawkins. Escucho una música y no la puedo tocar: no conozco mejor síntesis del estado en el que estoy. Sé bien de qué se trata, podemos decir que en un sentido escucho, a ratos, esa música, pero cuando empiezo a escribir, lo que sale es siempre el mismo barro crudo en el que ningún sonido se anuncia. Ayer, cuando la cosa se había puesto demasiado pesada, a la madrugada, bajé a la calle y me quedé un rato mirando trabajar unos tipos de Obras Sanitarias (o de Gas del Estado) que hacían un túnel en medio de la noche; los tipos laburaban cavando ese túnel y yo me crucé enfrente hasta el bar Ramos y pedí una cerveza y una ginebra doble porque esa mezcla es el recurso recomendado por Dickens a quienes están a punto de suicidarse. No porque yo hubiera decidido suicidarme o algo por el estilo, sino porque me gustaba esa idea: pensar que era un suicida que camina (se desliza, mejor) por la ciudad en la madrugada mientras unos tipos cavan un túnel en medio de la noche, alumbrados por los focos amarillos de las lámparas; todo eso me parecía (como cuando tenía 18 años) una aventura. ¿No era eso una aventura? ¿Una de esas aventuras que yo había tenido, sin buscarlas, cuando tenía 18 años? ¿A esta desesperación habían quedado reducidas mis aventuras? Entonces entré en el bar Ramos, que a esa hora estaba casi vacío, salvo una mesa donde unos tipos más o menos borrachos acompañaban a unas coperas del Bajo. Se trataba de una especie de festejo o acontecimiento privado y lo encaraban con solemnidad. Sobre todo uno de ellos, vestido con un traje cruzado y corbata lavalliére, el pelo teñido de un color arratonado, que de pie y en medio de una leve oscilación que lo obligaba a sostenerse con una mano del respaldo de la silla tratando de mantener la dignidad, levantó la copa para decir un discurso o hacer un brindis por una de las damas presentes (la señorita Giselle) que por lo visto esa noche festejaba su cumpleaños o algún aniversario parecido. “Alzo la copa y brindo”, decía el curda, “por la flor que engalana esta petit fête, la hermosa señorita Giselle, porque en ella las primaveras de la vida que se han sucedido a través de los años, porque en ella las primaveras se van uniendo, una tras otra, se van uniendo en ella las primaveras” (hablaba medio en verso) “hasta convertir en un ramo de rosas los años fragantes de su vida. Brindo por ella”, dijo el curda, “y no por nosotros o por mí, para quienes los años son como el anuncio de la muerte, como la espada de Temístocles que pende sobre nuestros corazones” (dijo la espada de Temístocles ¿no es maravilloso?). Después de lo cual todos los curdas y las damas aplaudieron y la señorita Giselle atravesó su cuerpo vestido de raso sobre la mesa para abrazarlo mientras le decía “Gracias, Marquitos. Gracias, mi querido, estoy tan emocionada, sos el artista al que las chicas siempre vamos a querer”. Y le dio un beso y todos estaban emocionados y Giselle volvió a sentarse, pero Marquitos siguió de pie, sosteniéndose con suma dignidad del borde de la silla para no oscilar de un modo demasiado ostentoso y entonces empezó otra vez a decir el mismo discurso. “Quiero brindar y alzo esta copa nuevamente”, dijo. “Quiero volver a brindar y alzo esta copa porque yo también estoy hondamente emocionado en esta noche inolvidable”, y se pasó el revés de la mano por los ojos, “hondamente emocionado y brindo”, dijo Marquitos, “por las damas y los amigos aquí presentes y en especial”, dijo, y se detuvo un instante, “en especial”. En especial sería bueno que la terminaras; finishela con el brindis, Marcos, le dijo uno de los tipos y Marcos se dio vuelta con suma lentitud hasta quedar de cara a la señorita Giselle, saludó con una inclinación leve y se sentó con mucho cuidado otra vez a la mesa, también él como un artista incomprendido que escucha una música y no la puede tocar, mientras yo terminaba de tomar la cerveza mezclada con ginebra siguiendo el consejo del novelista inglés Charles Dickens y en ese momento, con los tipos que afuera seguían cavando el túnel bajo la luz amarilla, me puse a pensar en el cuadro de Frans Hals: Si yo mismo fuera el invierno sombrío. Y entonces ahora tendría que seguir escribiéndote hasta la madrugada, una carta que durara toda la noche para estar acompañado; una carta que durara hasta la madrugada para poder salir después a la calle y ver si Marquitos sigue en el bar Ramos brindando por la señorita Giselle a pesar de tener sobre su corazón la amenaza de la espada terrible de Temístocles. Te abrazo, Marcelo, y espero siempre tus noticias. Emilio. PS. Trataré, por supuesto, de verlo a Luciano Ossorio. Te escribiré sobre eso y sobre mi viaje a Concordia (no bien me hagas saber el modo y la forma de encontrarte).

II
1 “Puede llamarme Senador” dijo el Senador. ‘‘O ex Senador. Puede llamarme ex Senador”, dijo el ex Senador. “Ocupé el cargo entre 1912 y 1916 y fui elegido por la ley Sáenz Peña y en ese tiempo el cargo era casi vitalicio, de modo que en realidad tendría que llamarme Senador”, dijo el Senador. “Pero vista la situación actual quizás sería preferible y no sólo preferible sino incluso más ajustado a la verdad de los hechos y al sentido general de la historia argentina que me llame usted, ex Senador”, dijo el ex Senador. “Porque hablando con propiedad ¿qué es un Senador sino alguien que legisla y hace discursos? Pero ¿cuando no legisla? Cuando no legisla se convierte automáticamente en un ex Senador. Ahora bien, si uno mantiene de ese cargo, o mejor, de esa función, la particularidad de hacer discursos, aunque nadie lo oiga y nadie lo contradiga, entonces, en un sentido, uno sigue siendo un Senador. Por lo tanto, prefiero que me llame usted Senador”, dijo el Senador. “No vaya usted a pensar que existe en esto que le digo alguna carga maliciosa o irónica, alguna segunda intención conectada con la moda que en este país se inició en los años ‘20, sobre todo con Leopoldo Lugones, con el poeta Leopoldo Lugones. Porque ¿en qué consiste esa moda o particularidad? Consiste en desestimar a quienes hacen discursos, a quienes utilizan el lenguaje. Consiste en construir discursos para negar y rechazar las virtudes de aquellos elegidos para expresar con palabras las verdades de su tiempo. Se dice entonces”, dijo el Senador, “que se trata solamente de palabras vacías, huecas, y que el único reinado respetable es el de los hechos. Yo estoy de acuerdo, en cierto sentido, siempre que consideremos de qué hechos se trata. Por ejemplo: existen millones de hombres que nunca tienen acceso a la palabra, es decir, que no tienen la posibilidad de expresar públicamente sus ideas en un discurso que sea oído y transcripto taquigráficamente. Por otro lado están los que actúan, ellos están antes que las palabras, porque el discurso de la acción es hablado con el cuerpo. El discurso de la acción”, dijo el Senador, “es hablado con el cuerpo. Como usted ve: soy un paralítico. Hace casi cincuenta años que estoy sentado en esta silla. Por lo tanto, en mi caso: ¿de quién podría ser yo considerado un representante? ¿De quién que no sea yo mismo? Y sin embargo”, dijo, “no era del todo así. Es cierto”, dijo, “que si hago discursos es porque estoy solo y me paseo por este cuarto, sobre esta máquina, hablando, porque eso se ha convertido para mí en el único modo posible de pensar. Las palabras son mi única posesión. Y diré más”, dijo el Senador, “las palabras son mi única actividad. Por lo tanto, en resumen, no debo ser considerado representativo, dado que tengo atrofiadas las otras funciones que podrían ayudarme a sostener con el cuerpo mis palabras”. “Ahora bien”, dijo después, “a Marcelo no me dejaron verlo cuando estuvo preso. Incluso, tengo la sospecha de que él mismo se negó a verme. Me mandó a decir que por el momento no veía razón para que lo tomaran por un mártir. Estudio y pienso y hago gimnasia, me mandó a decir”, dijo el Senador que le había dicho Marcelo. “Encontré a un piamontés, Cosme, anarquista de la primera hora, que me está enseñando a cocinar la bagna cauda. Por otro lado juego al tute con los muchachos del cuadro: organizamos un campeonato y no me va nada mal. No tengo motivos para tirármelas de mártir, me mandó a decir. Las mujeres escasean mucho, eso sí, pero en compensación hay mucho intercambio intelectual. Se metió de cabeza en la cárcel, se puede decir”, dijo el Senador. “Yo le dije”, dijo, “hay que pasar la tormenta. Así como viene va para largo, le dije. Los conozco bien, le dije, a éstos los conozco bien: vinieron para quedarse. No creas una palabra de lo que dicen. Son cínicos: mienten. Son hijos y nietos y biznietos de asesinos. Están orgullosos de pertenecer a esa estirpe de criminales y el que les crea una sola palabra, le dije”, dijo el Senador, “el que les crea una sola palabra, está perdido. Pero él ¿qué hizo? Quiso ver las cosas de cerca y enseguida lo agarraron. ¿Qué mejor lugar que mi casa para esconderse?”, dijo el Senador. “Pero no. Salió a la calle y fue a la cárcel. Ahí se arruinó. Salió desencantado. ¿A usted no le parece que salió desencantado? Yo había llegado a la convicción, en esas noches, mientras el país se venía abajo, de que era preciso aprender a resistir”. Dijo que él no tenía nada de optimista, se trataba, más bien, dijo, de una convicción: era preciso aprender a resistir. “¿El ha resistido?”, dijo el Senador. “¿Usted cree que él ha resistido? Yo sí”, dijo. “Yo he resistido. Aquí me tiene”, dijo, “reducido, casi un cadáver, pero resistiendo. ¿No seré el último? De afuera me llegan noticias, mensajes, pero a veces pienso: ¿no me habré quedado totalmente solo? Aquí no pueden entrar. Primero porque yo apenas duermo y los oiría llegar. Segundo porque he inventado un sistema de vigilancia sobre el cual no puedo entrar en detalles”. Recibía, dijo, mensajes, cartas, telegramas. “Recibo mensajes. Cartas cifradas. Algunas son interceptadas. Otras llegan: son amenazas, anónimos. Cartas escritas por Arocena para aterrorizarme. Él, Arocena, es el único que me escribe: para amenazarme, insultarme, reírse de mí; sus cartas cruzan, saltan mi sistema de vigilancia. Las otras, es más difícil. Algunas son interceptadas. Estoy al tanto”, dijo. “A pesar de todo estoy al tanto.” Cuando era Senador, dijo, también las recibía. “¿Qué es un Senador? Alguien que recibe e interpreta los mensajes del pueblo soberano”. No estaba seguro, ahora, de recibirlas o de imaginarlas. “¿Las imagino, las sueño? ¿Esas cartas? No me están dirigidas. No estoy seguro, a veces, de no ser yo mismo quien las dicta. Sin embargo”, dijo, “están ahí, sobre ese mueble ¿las ve? Ese manojo de cartas”, ¿las veía yo? sobre ese mueble. “No las toque”, me dijo. “Hay alguien que intercepta esos mensajes que vienen a mí. Un técnico”, dijo, “un hombre llamado Arocena. Francisco José Arocena. Lee cartas igual que yo. Lee cartas que no le están dirigidas. Trata, como yo, de descifrarlas. Trata”, dijo, “como yo de descifrar el mensaje secreto de la historia”. Después dijo que, desde el fondo de la fatiga que lo abrumaba, no dejaba de clamar a la Patria por esa Idea de la cual le habían dicho siempre que no podría concebirla porque, “hablando con propiedad”, dijo el Senador, “no era una Idea que pudiera concebirse individualmente. Ahora bien: yo estoy solo, estoy aislado y sin embargo intento concebirla, intento concebirla y cuando me acerco, sé de qué se trata: es como una línea de continuidad, una especie de voz que viene desde la Colonia y el que la escuche, ése, el que la escuche y la descifre, podrá convertir este caos en un cristal traslúcido. Por otro lado hay algo que he comprendido: eso, digamos: la línea de continuidad, la razón que explica este desorden que tiene más de cien años, ese sentido”, dijo el Senador, “ese sentido, podrá formularse en un sola frase. No en una sola palabra porque no se trata de ninguna cosa mágica, pero sí en una sola frase que, expresada, abriría para todos la Verdad de este país. No puedo decirle cuántas palabras tendrá esa frase. No puedo decirlo. No lo sé. Pero sé”, dijo el Senador, “que se trata de una sola frase. Como si uno dijera: El movimiento infinito, el punto que todo lo excede, el momento de reposo: infinito sin cantidad, indivisible e infinito. No esa frase. Esa frase es sólo un ejemplo para hacerle ver que no se necesitarán muchas palabras. ¿Se da cuenta hasta dónde me he acercado, hasta qué punto sé de qué se trata? Pero no puedo, sin embargo, concebirla, a la Idea, no puedo, sin embargo, concebirla, aunque estoy para eso y es por eso que duro, por eso no me extingo y permanezco. Pero tengo un solo temor”, dijo el Senador. “Un solo temor y es éste.” Que en la sucesiva atrofia que le iban dejando los años, en un momento determinado, pudiera llegar a perder el uso de la palabra. Ese, dijo, era su temor. “Llegar a concebirla”, dijo, “y no poder expresarla”. “¿Qué soy?”, dijo después el Senador. “¿Qué es lo que usted está viendo al verme a mí? Está usted viendo al sobreviviente inactivo de una vida bastante patriótica, un tullido paralítico de ambas piernas, que está durando. Un jockey me metió un tiro el 25 de mayo de 1931 para vengar una injusticia”, dijo el Senador. “Ahora sobrevivo y mi sueño está tan cerca de la vigilia que apenas si se puede llamar sueños. ¿No es todo en mí el signo de una brutal realización de la muerte? Y sin embargo”, dijo. “Y sin embargo”. Se hamacaba en su silla de ruedas: su cara de buitre iluminada por el brillo sedoso de la droga. “Tengo esa misión, entre otras”, dijo. “Esa misión. ¿Ve? Sobre el mueble. ¿Por qué debo ser yo? No necesariamente me están dirigidas. Llegan hasta mí. ¿Las sueño? Nunca he podido distinguir el sueño de la vigilia. Están ahí, sin embargo.” ¿Las veía yo? Que las tomara, dijo. “Esas son las que he recibido hoy. Déjelas ahora.” Que las dejara. Ya podría leerlas. “Todos podrán leerlas”, dijo, en el momento indicado. “Todos los lectores de la historia podrán leerlas en el momento indicado”, dijo el Senador. “Arocena”, dijo después. “Lo veo: encerrado como yo; encerrado entre las palabras, entre las paredes de su oficina, alumbrado perpetuamente por los tubos fluorescentes: leyendo.” ¿Y en cuanto a él? “¿Y en cuanto a mí?” Dijo que el mundo se había convertido para él en un ámbito excesivamente estrecho. “No salgo de aquí. Reduje mis dominios a esta estancia. De vez en cuando miro por esa ventana. ¿Qué veo? Árboles. Veo árboles. ¿Los árboles son la realidad? Marcelo era para mí la compañía que siempre había buscado. Para mí él era el aire que me hacía vivir mientras estuvo. Se pasaba las noches conmigo, revisando papeles y hablando del pasado y del porvenir. Nunca del presente: del pasado y del porvenir. Fue un matrimonio ridículo, por supuesto”, dijo el Senador. “Probablemente no llegó a durar un mes, como matrimonio quiero decir. Ya ve.”, dijo, “le estoy contando los secretos de la familia. ¿Y entonces qué pasó? Él, bruscamente, se fue. Bruscamente, sin decirle nada a nadie, sin despedirse de mí. Andaba con otra mujer ¿Y? El me decía: don Luciano, su hija me pone melancólico. Esa mujer, me decía, refiriéndose a mi hija Esperancita, esa mujer es toda ella un error incomprensible. Y entonces, bruscamente, se fue”, dijo el Senador. “Y yo pienso en él”, dijo. “Pienso en él. Nunca por ejemplo”, dijo, “pienso en mi hija”, aunque, dijo, era el ser que más lástima le había dado en la vida. Había pensado por qué no pensaba en ella y dijo: “Tampoco ya, desde hace años, sueño con mi hija. Sueño con unas fogatas que prendían en la orilla, entre los bajos de la laguna. Hacían fogatas sobre las barrancas para que nos orientáramos en el agua, cuando yo era chico, porque si uno nada de noche se extravía”, dijo el Senador. “Para mí el sueño”, dijo, “para mí el sueño ha venido a ocupar el lugar de los recuerdos”. Dijo que ahora sobrevivía sin recuerdos y sin esperar la muerte. “Sin recuerdos”, dijo, “porque nada es ya recuerdo para mí. Nada es ya recuerdo para mí: todo es presente, todo está aquí. Y sólo cuando sueño puedo recordar o tener remordimientos”. En cuanto a la espera, dijo, estaba convencido que era una falacia decir que uno espera la muerte. “Es mentira que uno espere la muerte”, dijo. “Es mentira”. Dijo que estaba convencido, que racionalmente eso era lo único que estábamos incapacitados para esperar. “Es una falacia”, dijo el Senador. “Nadie la espera, nadie la puede esperar. Incluso en mi caso. Sobre todo en mi caso”, dijo. “Porque la muerte fluye, prolifera, se desborda a mi alrededor y yo soy un náufrago, aislado en este islote rocoso. ¿A cuántos he visto morir yo?”, dijo el Senador, “inmóvil, seco, tratando de conservar mi lucidez y el uso de la palabra mientras la muerte navega a mi alrededor, ¿a cuántos he visto morir yo?” ¿Acaso se había convertido en el qué debía dar testimonio de la proliferación incesante de la muerte, de su desborde.?, y si era así “¿cómo puede alguien decir que estoy esperando la muerte?”, dijo el Senador. “Cómo puede alguien decirlo si en verdad yo soy la muerte; soy su testigo, su memoria, soy su mejor encarnación”. En su mirada un suave fulgor, el Senador alzó una mano: “Escuche”, dijo y se quedó inmóvil, la cara hacia lo alto, como buscando en el aire. “Escuche”, dijo el Senador. “¿Ve? Ni un sonido. Nada. Ni un sonido. Todo está quieto, suspendido: en suspenso. La presencia de todos esos muertos me agobia. ¿Ellos me escriben? ¿Los muertos? ¿Soy el que recibe el mensaje de los muertos?” “Mi padre”, dijo después el Senador. “Mi padre, por ejemplo, murió en un duelo”. Dos meses antes de que él naciera su padre había muerto en un duelo. “De modo”, dijo el Senador, “que soy lo que se llama un hijo póstumo. Pero fíjese usted que por una extraña coincidencia también mi padre fue lo que se podría llamar un hijo póstumo. Otro hijo póstumo. Es decir, los dos, mi padre y yo, cada cual a su manera, los dos, hemos sido un desdichado hijo póstumo. En el caso de él”, dijo, de su padre, “no porque mi abuelo, Enrique Ossorio, hubiera muerto antes de nacer mi padre, sino porque se había desterrado y mi padre nunca pudo llegar a conocerlo. Y sin embargo fue por defender a ese hombre que no conocía, es decir, a su propio padre, que mi padre aceptó ese duelo, o mejor dicho, lo provocó. Provocó ese duelo para defender el honor de su padre, mi abuelo, al que nunca había visto, y que lo había, en un sentido, abandonado, que lo había concebido en un sótano, sobre un catre, podríamos decir que en las entrañas mismas de la tierra, luego de seducir a su propia prima, que le había dado refugio”, dijo el Senador. No se debía creer que con eso estaba tratando de desacreditar a nadie. Dijo el Senador: “No trato de desacreditar a nadie. En realidad todos los hijos deberían ser abandonados, dejados en el portal de una iglesia, en un zaguán, en una cesta de mimbre. Todos deberíamos ser”, dijo el Senador, ‘‘hijos póstumos o hijos expósitos, porque eso es lo que somos en realidad. Eso es lo que somos. ¿Qué importa el sótano donde fuimos engendrados? Marcelo, por ejemplo”, dijo de pronto el Senador. “Marcelo, por ejemplo, es mi hijo. Entonces mi padre murió en un duelo. Por defender la memoria de su padre, agraviada por un escriba. Los lazos de sangre son lazos de sangre. Sobre todo lazos. De sangre. La familia es una institución sanguinolenta; una amputación siempre abyecta del espíritu. Marcelo, por ejemplo”, dijo el Senador, “Marcelo, por ejemplo, es mi hijo”. “Entonces mi padre murió en un duelo, por defender el honor de su padre”, dijo el Senador. En el diario de los Varela, en La Tribuna, se había mancillado, dijo, la memoria de Enrique Ossorio diciendo que había sido desde siempre y hasta su muerte un espía al servicio de Rosas, un traidor, un loco y un salvaje. “Se vistió de negro y fue a batirse en una quinta cerca del río. Jamás había manejado una pistola, era mitrista, era pálido, lo habían engendrado en un sótano. Jamás en su vida le había visto la cara al hombre cuya cara sería la última que viera en su vida”. El padre del Senador había dejado una nota que decía: “Son las cinco de la mañana. No me he movido en todo el día de mi casa. Todas las noticias que tengo del muy mandria ahijado de los señores que le sirven de padrinos en este lance”, citó el Senador lo que había escrito su padre, “me confirman en la certeza de que ese es para mí menos que nada, aunque estos caballeros hablen de él como si fuera gente, dejó dicho mi padre”, dijo el Senador. “M’hijita, le escribió a mi madre, si la desgracia es la que me está aguaitando en el campo de honor, sé que usted sabrá criar con decencia y en el amor a Dios, a la Patria y al general Mitre a ese hijo mío que lleva en las entrañas, o sea yo”, dijo el Senador. “Una madrugada clara de 1879 murió mi padre”. Una brisa helada llegaba del río, sólo se escuchaba el rumor suave del viento entre los árboles. “Mi padre se alzó las solapas del fraque, pero como temió que eso pudiera confundirse con un gesto de temor se quitó la chaqueta y su camisa blanca se destacó sobre el fondo oscuro de los algarrobos”. El lance había sido concertado a diez pasos. “Mi padre no se santiguó porque no quiso que se viera que le temblaban las manos. Las dos pistolas se alzaron hacia el cielo y antes que se apagara el estampido de los disparos mi padre estaba muerto”, dijo el Senador. “En esas épocas, en este país”, dijo, “los gentlemen argentinos eran, sin saberlo, hegelianos. Solamente arriesgando la vida se mantiene la libertad, el que afronta hasta el fin el riesgo de las muerte se afirma así como Señor, como pura autoconciencia. Se mataban, puede decirse, entre ellos porque ninguno quería ser un Esclavo. Se mataban, entonces, entre ellos, estos señores, para probarse que eran caballeros argentinos y hombres de honor, con lo cual los caballeros argentinos y los hombres de honor disminuían. Lo que visto desde mi óptica actual, y dejando de lado mi lealtad filial, me parece, desde ya, una ventaja. De haber seguido esa costumbre quizás hubieran ido desapareciendo, uno detrás de otro, todos los gentlemen que han ayudado a convertir a este país en lo que ahora es. Era una especie de genocidio señorial: cualquier altercado, cualquier palabra cruzada a desgano se convertía de inmediato en un duelo. Había que terminar con esa costumbre que obligaba a los señores a matarse entre ellos para probar que eran caballeros argentinos, que sus padres, sus abuelos y sus bisabuelos habían sido caballeros argentinos. Ahora bien, fíjese usted, mi padre murió en ese duelo, en 1879, y fue el primer caso de crimen de honor presentado en el país ante un jurado y en sesión pública. Ese juicio en el que fue juzgado el hombre que había matado a mi padre en un duelo es un acontecimiento. Un acontecimiento”, dijo el Senador. Porque ¿qué era, dijo, un acontecimiento, cuál era, dijo, en ese caso, el acontecimiento? “No el duelo”, dijo, “sino el acontecimiento de ese juicio”. Un acontecimiento como aquel no era, en general conservado por los historiadores y sin embargo, dijo, quien deseara conocer la significación de nuestro mundo moderno, el que deseara conocer qué se había abierto en el país justamente hacia 1880 debía saber descifrar allí el umbral mismo del cambio, de la transformación. Eso más o menos fue lo que dijo el Senador respecto al duelo que había llevado a su padre al sepulcro. “Por primera vez, en el juicio llevado adelante contra el duelista que mató a mi padre, contra ese mandria asalariado de los Varela, la justicia se separó y se independizó de una mitología literaria y moral del honor que había servido de norma y de verdad. Por primera vez la norma de la pasión y del honor dejan de coincidir”, dijo el Senador, “y se instala una ética de las pasiones verdaderas. Porque en realidad estos caballeros, estos gentlemen, estos Señores habían descubierto que era frente a otros, con otros frente a quienes debían probar quién era el Esclavo. Habían descubierto”, dijo el Senador, “que tenían otro modo de probar su hombría y su caballerosidad y que podían seguir viviendo de cara a la muerte sin tener necesidad de matarse entre ellos, sino más bien uniéndose entre ellos para matar a quienes no se resignaban a reconocerles su condición de Señores y de Amos. Como por ejemplo”, dijo, “a los inmigrantes, a los gauchos y a los indios. De modo”, concluyó el Senador, “que la muerte de mi padre en un duelo y el juicio posterior es un acontecimiento que, en cierto sentido, está ligado, o mejor, yo diría”, dijo el Senador, “que acompaña y permite explicar las condiciones y los cambios que llevaron al poder al General Julio Argentino Roca”. 2 “A veces”, dijo después, “pienso que toda esa coherencia, todo ese rigor, sus consecuencias implacables, pienso, a veces”, dijo el Senador, “que todo eso está en mi vida, pero no en cualquier lugar de mi vida, en mi pasado por ejemplo, sino ici même, como en un escenario frente a mí. Un escenario vacío donde se respira el aire helado de las altas montañas. El aire helado, gélido”, dijo, “de las altas montañas que, como usted verá, circula por esta sala donde transcurre mi existencia”. Y uno de sus entretenimientos, dijo, “es pasear con mi carrito, mi carricoche, mi berlina, de un lado a otro, de una pared a otra, en mi silla de ruedas, por este cuarto vacío. Porque ¿en qué se ha convertido mi cuerpo sino en esta máquina de metal, ruedas, rayos, llantas, tubos niquelados, que me transporta de un lado a otro por esta estancia vacía? A veces, aquí donde reina el silencio, no hay otra cosa que el suave ruido metálico que acompaña mis paseos, de un lado a otro, de un lado a otro. El vacío es total: he logrado ya despojarme de todo. Y sin embargo es preciso estar hecho a este aire, de lo contrario se corre el riesgo de congelarse en él. El hielo está cerca, la soledad es inmensa: sólo quien ha logrado, como yo, hacer de su cuerpo un objeto metálico puede arriesgarse a convivir a estas alturas. El frío, o mejor”, dijo el Senador, “la frialdad es, para mí, la condición del pensamiento. Una prolongada experiencia, la voluntad de deslizarme sobre los rayos niquelados de mi cuerpo, me ha permitido vislumbrar el orden que legisla la gran máquina poliédrica de la historia. Acercarme para contemplarla en la lejanía, de un modo muy distinto a como tal vez fuera deseable, pero acercarme al fin, en limitados momentos, acercarme, con mi cuerpo metálico, a esa fábrica de sentido, arrastrarme hacia ella, como quien nada en el Mar de los Sargazos. ¿Y qué veo cuando alcanzo a vislumbrarla? Vislumbro”, dijo, “a lo lejos, en la otra orilla: la construcción. Remota, solitaria, las altas murallas como perdidas entre la nieve, veo: la gran construcción”, dijo el Senador. Para acercarse había sido preciso a la vez desprenderse de todo y conservarlo todo. “Desprenderse de todo y reducirme”, dijo, “a este agujero, a esta cueva”, pero al mismo tiempo ser lo suficientemente sagaz como para preservar las posesiones que, desde el exterior, le garantizaban la mayor libertad y lo resguardaban de los posibles ataques. Había sido entonces necesario, dijo, realizar una operación sumamente delicada, “una peligrosa operación lógica” que consistía en conservar sus propiedades y desecharlas. Ese ejercicio lógico era, dijo, “una representación y un resultado” de su estado general. ¿O él no había perdido todas las funciones de su cuerpo hasta convertirse “en una especie de vegetal metálico” para lograr así acrecentar su propiedad de razonar “hasta el punto mismo de congelación?”. Dijo que su inteligencia le debía todo a su enfermedad, a su parálisis. En medio de su ascetismo, atado a su carne sedentaria, él, sin embargo, sabía que sus posesiones exteriores daban la medida de su libertad y de su aislamiento. “¿Sería éste el modo de alcanzar ese Ideal que no podemos concebir? La desintegración, sin embargo”, dijo el Senador, “es una de las formas persistentes de la verdad”. “Mi fortuna”, había estado pensando, dijo después el Senador, “eso que podemos llamar mi fortuna, tiene para mí, he estado pensando, la misma cualidad abstracta de la muerte. También ella navega y fluye alrededor de esta roca inhóspita y busca erosionarla. Encuentro ahí”, dijo el Senador, “encuentro ahí la materia con la que está construida la memoria. Otra memoria: no esa memoria mía que está hecha de palabras y mensajes cifrados, otra memoria que viene siempre en mí acompañando la desolación del insomnio. Yo trato de liberarme”, dijo. “Trato, inútilmente, de soltarme de ese lastre que durante años me ha tenido atado a las mareas del pasado, a sus corrientes subterráneas. Para no ahogarme en las aguas del pasado estoy obligado a reflexionar; no ver eso que flota y se hunde, no dejar que se me acerque. Debo hacer un esfuerzo para separarme, alejarme de aquello a lo cual es imprescindible decir que no, una y otra vez. El rechazar, el no dejar–que–eso–se–acerque es un gasto, en esto no me engaño, una fuerza derrochada en finalidades negativas. Conozco lo que arriesgo, pero no hay otra salida. No se trata del azar sino de un tejido férreo. No me engaño. Sé que simplemente por la necesidad constante de defenderse puede uno llegar a volverse tan débil que no pueda ya defenderse. El pensamiento es entonces para mí, en esos casos, como el mástil que sobresale de las aguas y al que el náufrago se aferra, no sólo para sobrevivir, sino también para pedir ayuda, agitando sus brazos en la inmensidad del mar, con la esperanza de que alguien pueda venir a socorrerlo”. En casos así, en medio de la mayor desolación, había podido llegar a comprender, dijo el Senador. “He podido comprender, por ejemplo, que la muerte y el dinero están hechos, para mí, de la misma sustancia corruptora. “No sólo, ha podido pensar el Senador, porque el dinero y la muerte corrompen a los hombres, “esa analogía sería demasiado trivial y además no comparto esta ética espuria que hace del desinterés la marca de la espiritualidad y convierte a la pobreza en la carne de las almas puras. No es cierto, entonces, que el dinero corrompa; son la corrupción y la muerte las que han producido al dinero y lo han erigido en el Rey de los hombres. Su carácter arbitrario, ficticio, el hecho de ser el signo abstracto que asegura la posesión de cualquier objeto que uno pueda desear, esa lógica universal de los equivalentes que en el dinero se encarna, es lo que ha obligado a la razón a adaptarse a un esfuerzo de abstracción que está en el origen mismo de la capacidad de razonar, en el origen mismo del logos”, dijo el Senador que había pensado. “Como usted sabe”, dijo, “para los griegos el término ousía que designa, en el vocabulario filosófico, el ser, la esencia, la cosa–en–sí, significa igualmente la riqueza, el dinero. Mi ascetismo, entonces”, dijo el Senador, “mi ascetismo, si existe, no es moral, tiene otra calidad, yo me despojo de todo, del mismo modo que he sido despojado de todo mi cuerpo. Únicamente son mías las cosas cuya historia conozco. Algo es realmente mío”, dijo el Senador, “cuando conozco su historia, su origen. Existe”, dijo. “Existe algo, sin embargo, una extensión de mi cuerpo, algo que está fuera de aquí, del otro lado de estos
muros de hielo, algo que se reproduce y prolifera como la muerte, cuya historia conozco, pero en lo que ya no pienso, en lo que no quiero pensar y de lo que se ocupan otros, que cumplen para mí la función de los enterradores, de los sepultureros. Hablo, entonces, para no pensar en eso, de otra cosa”, dijo el Senador, “otra cosa cuya historia debo contar, porque sólo es mío aquello cuya historia no he olvidado. Y pienso que al contarlo se disuelve y se borra de mi recuerdo: porque todo lo que contamos se pierde, se aleja. Contar es entonces para mí un modo de borrar de los afluentes de mi memoria aquello que quiero mantener alejado para siempre de mi cuerpo”. Contó entonces el Senador la historia de esa tradición; de esa cadena que en su memoria enlazaba de un modo férreo los eslabones dorados de la muerte y la riqueza. “La muerte, la riqueza y eso que los griegos llamaban con su lengua musical la ousía, se trata de eso”, dijo, “de los anillos de una historia, primeros eslabones en el ascenso a esa altura que me libera de los ríos cenagosos del recuerdo. Existe”, dijo, “una primera definición de la que es preciso partir”. Habría que comenzar por ahí, dijo, para que la historia que necesitaba contar pudiera ser comprendida, aunque ese comienzo era en realidad un resultado. “Ese comienzo, ese resultado es éste: Para nosotros, los lazos de sangre, o mejor, la filiación ha sido siempre, antes que nada, económica, y la muerte un modo de hacer fluir la propiedad, un modo de hacerla reproducir y circular. “ Sabía, dijo, que la cadena de esa sucesión era lo que él, el Senador, había venido a interrumpir. En un sentido, dijo, “soy el eslabón que no se ha perdido, que nunca se perderá”. Por eso, dijo, su situación era la de un silogismo falso, la de una paradoja. “Yo”, dijo el Senador, “soy una paradoja. Y algunos”, dijo, “se esfuerzan por retomar esa coherencia lógica, esa propiedad perdida que viene del pasado. Por ejemplo”, dijo el Senador, “¿cómo no saber que mis hijos están deseando, para heredarme, la muerte?” Dijo que él conocía esa ecuación. El conocía, dijo, esa ecuación, esa alquimia, no porque hubiera deseado la muerte de su padre, dado que él, su padre, había muerto antes que él, el Senador, naciera, “sino porque cuando mi padre murió”, contó el Senador, “en ese duelo destinado a salvaguardar el honor de mi abuelo, cuando él, mi padre, murió, yo me convertí, antes incluso de haber nacido, me convertí en el único destinatario de la fortuna familiar. Yo entonces”, dijo el Senador, “sé lo que es ser un heredero, conozco lo que es ser un heredero. Las genealogías y las filiaciones se declinan sobre el cuerpo de la tierra”, dijo el Senador, ‘‘y para un hijo la herencia es el futuro, es una lengua muerta cuyos verbos es necesario aprender a conjugar, o mejor”, dijo el Senador, “una lengua paterna cuyos verbos es preciso aprender a conjugar. Sobre esas conjugaciones territoriales”, dijo, “leguas y leguas de campo abierto que permanecen y duran más allá de los antepasados, sobre esa extensión mortal está erigida la memoria familiar. Esa otra memoria me invade y me corroe en las noches blancas del insomnio. Porque yo”, dijo el Senador, “debo una muerte. Yo debo una muerte: la mía. Soy un deudor, soy el deudor, soy el que está en deuda con la muerte. Conmigo, que envejezco sin fin, que envejezco aún, que soy viejo, que siempre he sido viejo, conmigo, esas propiedades están inmóviles como estoy inmóvil yo mismo. Yo soy entonces alguien cuyo cuerpo tullido está hecho de esa tierra que persiste en el mayor sosiego. Yo, el desterrado, soy esa tierra”, dijo el Senador. “Porque mientras yo permanezca, yo soy el dueño. Esos dominios son los míos. Mis hijos pueden administrarlos, andar sobre ellos, pueden usarlos, pero no son los dueños, serán los dueños pero para eso hace falta que yo me muera y yo, como esos campos, envejezco sin fin. Leguas y leguas de campo tendido, leguas y leguas, sobre el fondo inmóvil de las aguadas, y a la vez, este objeto metálico que soy, hecho de carne y de acero niquelado que sólo puede ir y venir por esta estancia vacía”, dijo el Senador. “Esa es, entonces, la paradoja”, dijo. “La alteración de una Ley, la violencia ejercida sobre una tradición: esa es la paradoja que yo soy y eso es lo que me permite pensar”. Dijo que esa violencia, esa “torsión” era lo que le permitía pensar. “Mi lógica es toda ella resultado de un corte en esa cadena que declina filiaciones y hace de la muerte el resguardo más seguro de la sucesión familiar. Porque yo sé”, dijo el Senador, “que siempre ha sido así, hasta mí. Siempre. Hasta mí. Por ejemplo mi padre, también él fue un heredero y su fortuna, que después de su muerte fue, acrecentada, la mía, fue, como es lógico, el resultado de otra muerte, en ese caso digamos de un suicidio. ¿Entonces? Un círculo. Una muerte atrás de otra. Ahora bien, ¿dónde se inicia esta cadena que encadena los años para venir a cerrarse conmigo? ¿Como se inicia? ¿Dónde se inicia? ¿No debería ser esa la sustancia de mi relato? ¿El origen? Porque si no ¿para qué contar? ¿De qué sirve, joven, contar, si no es para borrar de la memoria todo lo que no sea el origen y el fin? Nada entre el origen y el fin, nada, una planicie, árida, la salina, entre él y yo, nada, la vastedad más inhóspita, entre el suicida y el sobreviviente. Por eso es que yo puedo, a él, verlo a pesar de la enorme distancia: porque nada se interpone, estamos uno a cada lado del río, la corriente fluye, mansa, entre nosotros, entre él y yo, mansa, fluye la corriente de la historia”. “Entonces.”, dijo el Senador, ‘‘entonces hay un origen no determinado. Un origen donde todo esto comienza. Y ese origen es un secreto, o mejor, el secreto que todos han tratado de ocultar. O por lo menos el secreto que han desplazado lejos del lugar debido, para concentrar todo el enigma en un nombre, en la vida de un hombre que ha debido ser mantenida, en lo posible, oculta, como un crimen. Ese hombre, Enrique Ossorio, él, es un Héroe. El héroe. El único que se lo debe todo a sí mismo, el único que no ha heredado nada de nadie, el único del que todos somos deudores. Porque él no le debe nada a nadie: se lo debe todo a sí mismo, a esa fiebre que lo llevó hasta los desiertos calcinados que empiezan más allá de Sacramento y desde allí hasta el cauce seco de un río donde, en las arenas, entre las rocas, estaba el Oro. Todo se inicia allí. Se inicia con el oro que el padre de mi padre había, por decirlo así, imaginado que podía encontrar en el estado de California, año 1849. Se inicia con ese oro que el hombre, alucinado, despiadado, febril, soñó encontrar y que realmente encontró. Allí está el origen de la historia que yo reconstruyo, para olvidar, en las noches calcinadas del insomnio”, dijo el Senador. “El oro, el oro que dejó casi íntegro al morir porque no tuvo ninguna urgencia en gastarlo, dado que no lo había heredado; ese oro, frente al que no tenía ninguna preocupación, salvo saber que lo tenía, que lo llevaba pegado a su cuerpo, rodeando su cintura, como una rastra, una cincha dorada, de metal, pegada a la piel de la cintura. Y todo eso yo lo pude ver”, dijo el Senador, “a lo lejos, del otro lado de la planicie, nada se interpone, salvo la proliferación incesante de la muerte, entre él y yo, nada se interpone, estamos solos, uno a cada lado de la historia, por eso yo lo puedo ver, porque nada se interpone ya entre nosotros, por eso yo lo puedo imaginar mientras me deslizo en el vértice traslúcido que divide apenas, para mí, la vigilia del sueño. La rastra, el peso del oro que le entorpece el andar y lo hace moverse con una dignidad equívoca, un poco rígido, envarado, sintiendo contra su cuerpo la dureza realizada de sus sueños. Son esas imágenes las que puedo ver: los hoteles de chapa en la frontera mejicana, donde hombres cetrinos y orgullosos hablan con él en un español contaminado, una especie de dialecto cerril, mientras el héroe piensa en otra cosa, piensa en el brillo sedoso del metal que lleva sobre la piel, en su poder infinito de transformarse en cualquier cosa que pueda desear o haber querido. En esa alquimia, en la química alucinada de su ilusión, puedo pensar. Todo lo que él hizo puedo imaginar. Sobre todo el encierro final: ese cuarto, casi vacío, en el East River, donde se enclaustró, semanas y semanas, a escribir, por fin”, dijo el Senador, “una palabra tras otra, cartas, fragmentos, para decir, por fin, lo que de pronto había entendido. Y a veces, sobre todo de noche, lo oigo caminar por ese cuarto, de un lado a otro, de un lado a otro, escucho su voz, habla solo, aislado, perdido en la ciudad de Nueva York, en un país cuya lengua apenas comprende, trata de fijar el vértigo que ha sido, de un modo para él sorprendente e imprevisto, su propia vida: fijar en las palabras el vértigo que ha sido su vida. Y lo escucho pasearse, pasearse, por ese cuarto inhóspito en el East River, mientras escribe”, dijo el Senador. “El exilio nos ayuda a captar el aspecto de la historia en sus restos, en sus desperdicios, porque es el verdadero aspecto del pasado el que nos ha condenado a este destierro, eso escribe”, dijo el Senador. “Lo mejor de las situaciones extremas es que siempre nos conducen a posiciones extremas, escribe”, dijo el Senador. “Lo principal en situaciones tan extremas como esta es aprender a pensar crudamente. Pensamientos crudos, sin labrar, ése es el pensamiento de los grandes. Eso escribía”, dijo el Senador. “Admito que no tengo ninguna esperanza. Hombres ciegos hablan de una salida, no hay una sola salida. Debemos aprender del agua cuyo movimiento desgasta con el tiempo la dureza de las piedras. Los duros siempre son vencidos por el dulce fluir del agua de la historia. Eso escribe, encerrado en su cuarto del East River y yo lo oigo, puedo verlo: está ahí, encerrado, en ese cuarto vacío y nada se interpone, estamos solos, él y yo, nada se interpone, puedo oírlo, yo soy Ossorio, soy un extranjero, un desterrado, yo soy Rosas, era Rosas, soy el clown de Rosas, soy todos los nombres de la historia, soy el pájaro del mar que sobrevuela la tierra firme: abajo, lejos del aire límpido que desplazo con mis alas al volar, abajo, en las planicies heladas, a la izquierda, casi sobre las últimas estribaciones montañosas, lejos del mundo, de su tumulto, lejos de su lúgubre claridad, hay grandes masas, grandes masas que parecen petrificadas pero que sin embargo se deslizan, se mueven, a pesar del reflujo, avanzan, crujen al deslizarse, como los grandes témpanos de hielo. Evaluar la lentitud, el ritmo de esa marcha depende de la altura que haya alcanzado en su vuelo el pájaro marino, cuanto más alto vuela el pájaro marino, el albatros, y cuanto más se arriesga y se adentra en la tierra firme, con mayor nitidez puede vislumbrar la incesante movilidad, el avance de esas masas. Sus ritmos no pueden ser evaluados por ningún hombre aislado, por ningún particular. ¿De qué sirve exigirles mayor velocidad si su tiempo no es el nuestro? ¿De qué sirve la urgencia frente a la solidez inflexible de ese avance? ¿No busca, acaso, también el héroe, acercarse, a pesar de todo? Tullido, se desliza, se arrastra y el sonido niquelado de su cuerpo al acercarse es la única música que se escucha en los desiertos calcinados del presente. Del otro lado, en el otro frente, se muestra ya la heterogeneidad de aquello que nuestros enemigos siempre pensaron idéntico a sí mismo. Lo que podía pensarse unido, sólido, comienza a fragmentarse, a disolverse, erosionado por el agua de la historia. Esa derrota es tan inevitable para ellos, como para nosotros es inevitable soportar el lastre que nos ha dejado en la memoria su maniática presencia, su cinismo, su calculada perversión. ¿O acaso ha dejado alguna vez de fluir, desde el pasado, la proliferación incesante de la muerte?”, dijo el Senador. “Ellos, nuestros enemigos ¿con qué convicción resistirán? ¿Qué convicción podrá ayudarlos a resistir? No podrán resistir. Ellos vacilan, atados a la aridez del porvenir. En cuanto a nosotros, hemos aprendido a sobrevivir, conocemos la sustancia cristalina, incesante, casi líquida de la que está hecha nuestra capacidad de resistir. La paciencia es un arte que tarda siglos en ser aprendido. Y nosotros sólo le damos valor a la profesión de una virtud cuando hemos notado la completa ausencia de ella en nuestros enemigos”. Eso fue lo que dijo el Senador. 3 “Usted, joven”, dijo después, “usted entonces irá a verlo a Marcelo. Debe decirle esto: Que se cuide. Que apenas recibo ya sus cartas. Hay interferencias, graves riesgos. Que se cuide y se resguarde. Arocena, ese mandria, interrumpe la comunicación, interfiere los mensajes. Trata de descifrarlos. ¿O son mis hijos los que custodian la entrada y no dejan pasar las palabras a este lado? ¿Filtran, ellos, mis hijos, los mensajes que recibo sin que me estén destinados? Que se cuide: debe usted, entonces, joven, decirle a Marcelo cuando viaje hacia él. Debe decirlo esto: que pienso en él. Sólo eso, debe, usted, joven, decirle a Marcelo cuando vaya hacia él. Que yo, Ossorio, el Senador, pienso en él. Y Marcelo podrá adivinar, a pesar de los muertos que boyan en las aguas de la historia, él, Marcelo, podrá adivinar”, dijo el Senador, “de qué material está hecho ese pensamiento”. Ese pensamiento estaba hecho, dijo, de restos, de fragmentos, de bloques astillados y también del recuerdo de viejas conversaciones. “Fragmentos de esas cartas cifradas que recibo o sueño o que imagino recibir o que yo mismo dicto porque no puedo escribir. Porque debo decirle que ya no puedo escribir. Mis manos ¿ve? son garras; yo soy el albatros, mi vuelo es plácido sobre las riberas del cimetière marin, pero en la altura mis dedos se han transformado en las garras de ese pájaro que sólo puede posarse sobre el agua, sobre la roca que sobresale en medio del océano. Ya no puedo escribir, con estas manos ya no puedo escribir, he perdido”, dijo, “la elegancia sacerdotal de mi letra manuscrita. Sólo mi voz persiste, cada vez más parecida al graznido del pájaro; sólo mi voz persiste y con ella dicto mi respuesta a los mensajes que recibo. Pero ¿a quién? Solo, aislado, haciendo equilibrio con las alas sobre esta roca, ¿a quién podría yo dictarle mis palabras?”. Entonces el Senador me preguntó si no podría él, ahora, dictarme a mí una respuesta que quería escribir. ¿Querría yo ser su secretario? “¿No querría, usted, joven, ser mi secretario, transformar mi graznido en palabras escritas?” Había algo, dijo, que yo debía saber. “Mi secretario deberá enclaustrarse conmigo. No salir jamás. Vivir en medio de estas alturas nevadas”. ¿Cómo podría entonces él, dijo el Senador, pedirme que yo fuera su secretario? Dijo que de todos modos iba a dictarme por lo menos una carta. “Yo, el Senador, voy a dictarle una carta”, dijo el Senador, y empezó a pasearse, en su silla de ruedas, por el cuarto. “Señor Don Juan Cruz Baigorria”, dictó el Senador. “Querido compatriota y amigo. Conozco su situación y tiene usted, esté seguro, mi solidaridad. He recibido una carta suya no dirigida a mí y por eso conozco de su desdicha”, dictó el Senador mientras se paseaba en su silla de ruedas por el cuarto. “La pérdida de un hijo es el mayor dolor que un hombre puede recibir. Pero, ¿es que su hijo ha muerto o se ha extraviado? No creo; la patria, con mayúscula Patria”, dictó el Senador desde un extremo del cuarto, “la Patria no olvida a sus mejores hijos. Cuídese de Arocena. El no deja que sus palabras lleguen a destino. Trataré que alguno de mis secretarios o mi mayordomo Juan Nepomuceno Quiroga, se acerque hasta usted con una pequeña ayuda monetaria que no paliará en nada su desdicha, eso lo sé”, dictó el Senador. “Ese presente no debe ser visto como un menoscabo a su alta dignidad o a su decencia, sino como un modo de ayudarlo a resistir. Yo, el Senador, sé lo que sufren los paisanos de esta tierra. Resista usted, Señor Don Juan Cruz Baigorria, compatriota, y reciba en su desgracia la solidaridad de mí, el Senador Luciano Ossorio. Lo abraza.”, dictó el Senador y dijo: “Tráigame ese papel y esa pluma que pondré yo mismo una firma manuscrita”. 4 El Senador dijo después que eso era todo lo que él podía hacer. “Eso”, dijo el Senador, “es todo lo que yo puedo hacer. Aislado, solo, insomne, es todo lo que puedo hacer. Dictar, desde aquí, palabras de alivio, pasearme, de un lado a otro, pensar las cartas, las respuestas, todo ese dolor”. Se paseaba, de un lado a otro, en su silla de ruedas, por el cuarto vacío. ‘“Me paseo de un lado a otro y pienso
las palabras que podría dictar, me paseo, deslizo mi carne sedentaria, imagino lo que tengo que escribir, recorriendo, de un lado a otro, deslizando, de un lado a otro, mi cuerpo tullido, por esta estancia vacía. Y así voy a seguir, moviéndome de un lado a otro, a veces en círculos, a veces en línea recta, de una pared a otra, trabajando, sin embargo, con las palabras para disipar la bruma que no deja entrever con claridad esa construcción que se levanta a lo lejos, en la otra orilla, sobre las rocas del porvenir. Y quizás las palabras me permitan apresar, como en una red, la cualidad múltiple de esa Idea, de esa concepción que viene desde el fondo mismo de la historia, de esa voz”, dijo, “múltiple que viene del pasado y que es tan difícil de captar para un hombre que está solo. Y sin embargo”, dijo el Senador, “ninguna decepción será suficiente para impedir que desgaste, en el esfuerzo de acercarme, las ruedas de mi cuerpo. Ninguna decepción podrá impedirlo. Ninguna amenaza. Ni siquiera la tolerancia o la piedad. Porque yo”, dijo el Senador, “conozco mi suerte. Sentado, carcomido, artificial, mi carne metálica se herrumbra a la sombra de estos muros roídos por la blancura de las lámparas eléctricas, y sin embargo, jamás he de perder la esperanza de poder pensar más allá de mí mismo y de mi origen”. “A veces”, dijo después, “me parece comprenderlo todo. Comprender los años y los años que tarda, por ejemplo, un cuerpo en comenzar a disgregarse. A veces me parece comprender, incluso, mi propio destino. Es un instante. La comprensión dura apenas un instante y en ese instante sin duda sucede que he soñado cuando creía pensar o comprender. Pero es tan poco lo que necesitamos para sostener las ilusiones de las que estamos hechos, que salgo de ahí, de esos momentos, de esos sueños, renovado, con una renovada convicción. Por eso, ahora, tengo que tratar de explicar la ilusión que busco, alguna vez, poder alcanzar con mis palabras. Explicar ese destello lejano que de pronto me parece ver en el recuerdo que tengo de unos ranchos que se cobijaban, en mi infancia, bajo los sauces, cerca de la Laguna Negra: ahí era donde brillaban esas fogatas que suelo imaginar, como si las recordara, en mis noches de insomnio. Explicar”, dijo, “por ejemplo, el sentido que tuvieron para mí esos papeles que un hombre escribía en una pieza del East River. O explicar eso que viene desde el fondo mismo de la historia de la patria, a la vez único y múltiple. Pero ¿cómo podría hacer yo para explicarlo? ¿Cómo haría, cómo podría hacer? Por eso ahora debo callar. Yo, el Senador, debo, por el momento, callar. Ya que soy incapaz de explicarme sin palabras prefiero enmudecer. Prefiero enmudecer, ahora”, dijo el Senador, “ya que soy incapaz de explicarme sin palabras”.

III
1 Nueva York. 4.–7–1850 Compatriotas: Yo soy aquel Enrique Ossorio que luchó incansablemente por la libertad y que ahora reside en la ciudad de New York, en una casa del East River. Ahora ya soy todos los nombres de la historia. Todos están en mí, en este cajón donde guardo mis escritos. Vine acá decidido a terminar esta mi obra. Salgo a caminar por la ciudad en el amanecer y a veces paso las tardes en el prostíbulo de Miss Rebba, en Harlem, donde hay una joven prostituta, nacida en La Martinica, que sabe hablar español. Converso con ella sobre nuestro desventurado porvenir y ella asiente con su dulce rostro de gata. Desnudos en el lecho, mientras la noche refresca el aire de la pieza, podemos oírnos con toda consideración. La Gata ha sido vendida como esclava y ejerce este oficio de meretriz por diez años (tiene 17) a cambio de su libertad. ¿No es eso lo que yo mismo he hecho en estos últimos años de mi vida? Envilecerme como ningún otro se ha envilecido en la historia de la patria para obtener la libertad. Pero ¿la he obtenido? Yo, el traidor, ¿la he obtenido? Ustedes ven tan próxima la liberación de la República, ven tan al alcance de la mano la caída de Rosas que se ilusionan con una libertad que, sin embargo, no ha de llegar. Unidos ahora ustedes con don Justo José buscan en él la fuerza que desde adentro mismo del país pueda realizar lo que siempre hemos soñado. Pero ¿será así? Preveo: disensiones, divergencias, nuevas luchas. Interminablemente. Asesinatos, masacres, guerras fratricidas. Estoy solo en la ciudad de Nueva York y me pregunto: ¿Qué ha cambiado? Justo José ¿no fue el aliado más íntimo del Tigre? Entonces mi vida toda no ha sido más que un persistente error; no los objetivos de mí vida que fueron siempre el progreso y la felicidad de mi patria, sino algo distinto y más atroz. Ya no podemos retroceder. La caballería entrerriana, gauchos que fueron de Pancho Ramírez ¿ellos nos han de libertar? Creo que toda nuestra vida no ha sido más que un solo error insensato. Ya no podemos retroceder. Lo que hemos hecho está hecho. He pensado escribir una utopía: narraré allí lo que imagino será el porvenir de la nación. Estoy en una posición inmejorable: desligado de todo, fuera del tiempo, un extranjero, tejido por la trama del destierro. ¿Cómo será la patria dentro de 100 años? ¿Quién nos recordará? A nosotros ¿quién nos recordará? Sobre esos sueños escribo. Así, yo escribiré sobre el futuro porque no quiero recordar el pasado. Uno piensa en lo que vendrá cuando se dice: ¿Cómo puede ser que no haya podido ver entonces lo que ahora parece tan evidente? ¿Y cómo puedo hacer para ver en el presente los signos que anuncian la dirección del porvenir? Sobre esto y también sobre mi vida he comenzado a reflexionar y por eso les escribo. Pronto les enviaré mi Autobiografía. Todo hombre debe escribir su vida al acercarse a los cuarenta años. ¿De dónde nace este horror a la soledad? Conozco el gusto invencible de la prostitución. Mi amiga, la joven ramera, se llama Lisette Gazel. Sabe leer el porvenir en el vuelo de los pájaros marinos: es supersticiosa como una gata. Su piel es de seda negra. Pago por ella para oírla hablar en su español de la Martinica. Palabras perversas, turbio créole. Mi querido don Luciano: siempre me acuerdo de usted y si no le he escrito antes es porque en estos últimos meses he tenido algunos contratiempos (linda palabra esa, tan metafórica). Me parece que otra vez voy a tener que empezar a moverme. La verdad, estaba tranquilo acá en Concordia, pueblo elegido (entre otras cosas) por su nombre tan pacífico. Estaba bien acá, asentado, como quien dice, pero ya sé que no soy hombre que pueda vivir mucho tiempo en un sitio, la época por otro lado no nos ayuda a volvernos sedentarios. Feliz de usted, Senador, se lo digo de veras, que sufre solo y se las aguanta, y encerrado donde está sólo puede ver lo que quiere recordar. Cuando más pegado está uno a los acontecimientos más complejos y lejanos le parecen. Y sin embargo, en este país, todo es tan claro como el agua cristalina. He seguido trabajando en el Enrique Ossorio.: bastante fascinado por la etapa de Nueva York; solo y aislado, también él, tratando de ver dónde y en qué se había equivocado. Hay una carta que le escribe a Alberdi en agosto del ‘50, que me ha impresionado. No sé si usted la recuerda. “Desconfiar: eso sé”, le escribe. “Y saber sé que a los mejores de vosotros, a usted, antes que a ningún otro, Juan Bautista, a usted que es un hombre de principios, os espera otra vez la desesperanza, el destierro. Veo bien el trágico destino que nos espera, sobre todo a usted, Juan Bautista, sobre todo a usted porque lo conozco bien y sé que jamás llegará a transigir. Es de la clase de hombres que no transige y esa clase de hombre, en los tiempos que se avecinan, tendrán dos caminos: el exilio o la muerte. Los otros, y entre ellos algunos que hoy se dicen sus amigos, harán, claro, su carrera. Este país está a punto para eso. ¿Cómo no van a hacer carrera si tienen el campo abierto, toda la pampa para ellos? Van a ganar los que corran más ligero, no los mejores, ni los más honestos, ni los que mejor piensen o quieran a la patria. En cuanto a usted: ninguna gloria le será negada, Juan Bautista, pero tampoco ninguna desdicha”. Eso le escribía, extraña lucidez. Nadie lo escuchaba, y estaba solo: quizás por eso había aprendido a pensar como es debido; así piensan los que ya no tienen nada que perder. En fin, quería decirle, en estas nuevas circunstancias del país me encuentro un poco desorientado respecto a mi futuro inmediato. Distintas complicaciones se me avecinan y preveo varios cambios de domicilio. Estuve pensando que por el momento lo mejor va a ser pasarle el Archivo (con los documentos y las notas y con los capítulos que ya he redactado), a alguien de mi entera confianza. Esa persona podría, llegado el caso, llevar el trabajo adelante, terminar de escribirlo, darle los últimos toques, publicarlo, etc. Para mí se trata, antes que nada, de garantizar que estos documentos se conserven porque no sólo han de servir (a cualquiera que sepa leerlos bien) para echar luz sobre el pasado de nuestra desventurada república, sino para entender también algunas cosas que vienen pasando en estos tiempos y no lejos de aquí. Para ponerlo al corriente de estas cosas he querido escribirle, Senador. Quise decirle todo tal cual, porque nos conocemos bien y sé que no se va a preocupar por mí más de lo que ya se ha preocupado hasta ahora. Los contratiempos van a pasar, a la larga siempre pasan. Nada más; estas líneas quieren ser también un modo de hacerle saber que pienso en usted. Ya nos volveremos a ver, que las ganas no nos faltan. Cuídese, don Luciano, que yo lo quiero. Suyo. Marcelo Maggi. PS. Irá a verlo en estos días un sobrino mío. Seguro yo voy a encontrarme pronto con él y él me hará saber de usted. Un abrazo. 6. 7. 1850. Prosigo. Mi Autobiografía. Antepasados 1. Uno de mis abuelos prosperó en el humanitario comercio de comprar esclavos enfermos y curarlos lo suficiente para que pudieran ser vendidos (a mejor precio) como esclavos sanos. Ese negocio, que combinaba el lucro con la filantropía, le permitió enriquecerse gracias a la salud de los demás. He visto grabados de esclavos macilentos y esqueléticos y cubiertos de pústulas y después otros grabados donde los mismos esclavos se ven fuertes, macilentos y abiertos de pústulas, al lado de mi abuelo que los señala, satisfecho, con el cabo del rebenque. Al llegar a los 70 años este abuelo mío abandonó la familia y se amancebó con una negra jamaiquina de 14 a la que llamaba La Emperatriz. En mi juventud, parece que decía mi abuelo, un hombre de 70 años no era un viejo: fue la Revolución Francesa la que trajo la vejez al mundo. Antepasados 2. Mi padre era un hombre desencantado. Fue soldado porque así lo exigieron los tiempos. Peleó contra los ingleses durante las Invasiones y después marchó con Belgrano en la expedición al Norte. Volvió enfermo y malherido, sin haber conocido nunca la victoria; las fiebres, que ya no cejaron, le impidieron participar en la Campaña Libertadora y en las guerras civiles y siempre se sintió en deuda con su provincia de Santa Fe. Litigó con el gobierno hasta que le reconocieron los servicios y le otorgaron una pensión, que no necesitaba. En casa, los sirvientes lo llamaban Mi General, pero nunca obtuvo el grado. De noche el dolor o los remordimientos no lo dejaban dormir y se paseaba por los corredores esperando la luz del día. Durante el insomnio se distraía anotando lo que él llamaba: Máximas sobre el arte de la guerra. Recuerdo algunas que reproduzco aquí: 1. Yo, la guerra, pienso. Hemos fijado el cartel: Aquí se piensa, sobre la devastación con que la guerra somete a la Nación. 2. No hay más bautismo que el bautismo de fuego. 3. La guerra no se deja humanizar, su violencia ahonda en el hombre un espacio anterior a toda vestimenta cultural. Le he oído decir que los entrerrianos (de a caballo) son los mejores soldados del mundo y que el general Manuel Belgrano nunca sudaba y que lo peor en una batalla es el olor a mierda de la pólvora. Antepasados 3. Mi madre era de la estirpe altiva y vagabunda de los bohemios de este mundo, pero nunca lo supo. De ella he heredado yo le mal du siècle y cierto modo afectado de arrastrar las vocales al hablar. Mi madre no amaba a mi padre y se lo decía. Era cruel sin dejar de ser inocente: creía en el poder misericordioso de la verdad antes que en las humillaciones de la mentira. Las maneras de ese soldado que era la viva estampa de la derrota no se correspondían ya con la noción que tenía esa mujer de lo que debía ser una pasión romántica. Durante meses fue cortejada y asediada por el conde Walewski, cónsul de Francia en Buenos Aires, hijo natural de Napoleón Bonaparte (con la polaca María Walewska). Todo sucedía a la vista de mi padre, que despreciaba demasiado a los bastardos y a los europeos como para rebajarse a los celos. El conde, hombre perverso y refinado, invitaba a mi madre al teatro y le enviaba esquelas escritas con una pérfida caligrafía en letra gótica que acentuaba y enrarecía las demandas de su erotismo. Las redactaba en francés, idioma que mi padre no leía. Una noche sorprendí a mi madre bajando de un fiacre cerca del pasaje de La Piedad; ella se envolvió en su mantilla negra y ese gesto quiso decir que yo no la había reconocido. Pienso que esa mujer había logrado, por fin, construirse con esforzada desesperación (pero también, quizás, con vergüenza) una vida secreta a la altura de sus ilusiones y de sus esperanzas. Leía a Alfred de Musset y a George Sand y soñaba con vivir en París y frecuentar el salón de Madame de Staël, sin saber que esa buena señora ya había muerto, muchos años antes, despreciada por el padre del bastardo a quien mi madre entregaba ahora su cuerpo. Antepasados 4. En cuanto a mí nací Enrique de Ossorio, pero he desechado esa partícula cuyas resonancias ofenden la razón de mi época: las virtudes del linaje no me parecen a la altura de los tiempos, ni de mis ambiciones, y prefiero debérmelo todo a mí mismo. En cuanto a mí, Enrique Ossorio, he sido un traidor y un espía y un amigo desleal y seré juzgado tal por la historia, como soy ahora juzgado así por mis contemporáneos. Han dejado Uds. filtrar algunas noticias de las que les he enviado. En esta casa crecen las sospechas. ¿Cómo saber si no han deducido algo y esperan conclui quién es el traidor (voz de r ellos)? Esto no es miedo, quiero que sepan. Pero debieron esperar Uds. mejor oportunidad para no comprometerme. Yo estoy solo aquí, duermo en la misma guarida del Tigre. Releo mis papeles privados. Han pasado desde entonces más de diez años y sin embargo siento que he vuelto a colocarme otra vez en el lugar de la traición. ¿O no es así? Es así, pueden estar seguros. ¿Será esa mi posición natural? ¿Y por qué?, dirán ustedes. ¿Un traidor? ¿Otra vez? Ahora soy un traidor a mi propio pasado del mismo modo que antes fui un traidor a mi propio porvenir. Ustedes prefieren perseverar en la lealtad a los errores, hacer como si lo que ahora sucede hubiera estado previsto y premeditado en aquellos tiempos. Pero yo sé que no fue así: yo estuve donde había que estar para saberlo. Un tal J. R. Rey (o Reyf) ha escrito a un residente en ésta una carta que revela lo que sólo un delator y un espía podría revelar. Me han hecho sacar copia de ella (la carta) y así pude conocerla. ¡Qué malvado será el tal Rey! ¿Pero qué Rey hay que no lo sea? Quisiera estar seguro de la prudencia de ustedes, haciendo favorable a nuestra causa estos mensajes de un modo que no produzcan males a nadie que me hagan arrepentir en el futuro. Vale. Haré en mis cartas de la clave el uso que me indica, y tanto de esto como del conducto seguro que tenemos le prometo a Ud. completa reserva como Uds. me lo piden (sin necesidad). 2 Una de las cartas estaba cifrada. O todas. Arocena reordenó las que tenía desplegadas sobre el escritorio. Revisó los sobres y estableció rápidamente un primer sistema de clasificación. Caracas, Nueva York. Bogotá; una carta a Ohio, otra a Londres; Buenos Aires; Concordia; Buenos Aires. Numeró las cartas: eran ocho. Dejó a un costado la carta de Marcelo Maggi a Ossorio que recién había leído. Tomó una ficha, anotó algunos de los nombres que seguían: Juan Cruz Baigorria, Angélica Echevarne, Emilio Renzi, Enrique Ossorio. La luz de los fluorescentes no bastaba. Encendió la lámpara; trató de que iluminara el centro de la mesa. A igual distancia de los bordes, pensó, y movió apenas la pantalla. Tomó un sobre escrito a máquina; papel con membrete: Ediciones del Orinoco, Avda. Simón Bolívar 687. Caracas (4563). Venezuela. Alzó la hoja y la observó a contraluz. La dejó otra vez en el escritorio y empezó a leer. Aquí pocas novedades, mucho calor; pensar que en esta ciudad Miguel Cané escribió Juvenilia. Razón de más para irse, como dice Alfredo. Pero ¿a dónde? México es la misma vaina. Vivo encerrado todo el día traduciendo (ahora un libro bastante notable de Thomas Bernhard). Sólo salgo para ir al cine; tengo una novia venezolana, no sé si te dije (le estoy enseñando a cebar mate). Los muertos y los amigos (vos entre ellos) se me aparecen en los sueños. Así son las cosas en esta época: para encontrarse con la gente que uno quiere hay que dormir. El que pasó por acá fue Raúl. Quiere que los argentinos “del exterior” (como él dice) pongamos plata y nos compremos entre todos una isla en el Pacífico (de preferencia la isla Juan Fernández). Plantaríamos trigo, criaríamos vacas, pero sin olvidar la protección de las artesanías del interior. Nos independizaríamos de la corona española, pero sin afrancesarnos. Nacionalizaremos las rentas de la Aduana y rechazaremos la enfiteusis de Rivadavia para cortar las raíces del latifundio. Mariano Moreno permanecerá en el país, al frente de la Junta Grande, sin viajar a Europa, cosa que no se nos muera en alta mar, etc. Sería, según él, la primera utopía nacionalista. Se extraña la tierra natal; las noticias que llegan son confusas y más bien sombrías. Nadie entiende qué seguís haciendo vos ahí. ¿Con quién te ves? ¿Se puede publicar? Parecés el último de los mohicanos. Tendrías que saber que no siempre las fidelidades a la tribu son geográficas. Los líricos y filosóficos chinos, por lo que he oído decir (escribía tu admirado Brecht) solían ir al exilio como los nuestros van a la Academia. Costumbre honrosa. Muchos huyeron varias veces y parece haber sido cuestión de honor el escribir de tal modo que al menos una vez se viera uno precisado a sacudirse el polvo del suelo patrio. Todos los amigos se acuerdan de vos. Saludos a Magdalena y a los pibes. Espero tus noticias. Te extraño. Roque. PS. A veces (no es joda) pienso que somos la generación del ‘37. Perdidos en la diáspora. ¿Quién de nosotros escribirá el Facundo? 14. 7. 1850 Ahora bien, he pensado hoy: ¿Qué es la utopía? ¿El lugar perfecto? No se trata de eso. Antes que nada, para mí, el exilio es la utopía. No hay tal lugar. El destierro, el éxodo, un espacio suspendido en el tiempo, entre dos tiempos. Tenemos los recuerdos que nos han quedado del país y después imaginamos cómo será (cómo va a ser) el país cuando volvamos a él. Ese tiempo muerto, entre el pasado y el futuro, es la utopía para mí. Entonces: el exilio es la utopía. Junto con el vacío que trae el exilio, he tenido otra experiencia personal de la utopía que me permite pensar en el romance que quiero escribir. El oro de California: esa marcha afiebrada de los aventureros que avanzaban ávidamente hacia el oeste, ¿qué era si no una búsqueda de la utopía por excelencia: el oro? Metal utópico, tesoro que se encuentra, fortuna que se recoge en el cauce de los ríos: utopía alquímica. La arena tibia corre entre los dedos. We shall be rich at once now, with California gold, Sir, cantaban los hombres en los vagones aventureros de la Wells Fargo. Sé, entonces, de qué se trata. Todas las noches antes de dormir siento el peso de esa ilusión dorada pegada a la piel de mi cintura. Un secreto personal, oculto como un crimen. Ni siquiera Lisette conoce esto. ¿Qué tú llevas ahí? me ha preguntado. Una faja de bronce, le he contestado, que un médico me recomendó para combatir una desviación en mi columna vertebral. Y no miento: ¿cuántos años viví inclinado, doblando la columna vertebral como un esclavo? Nadie puede sorprenderse ahora si para combatir los efectos de esa incómoda postura a la que me obligó la historia debo usar una especie de corsé hecho de oro macizo. Sólo el oro cura el recuerdo de la servidumbre y de la traición. Por otro lado en esas caravanas de la utopía que cruzaban los desiertos calcinados de Nuevo Méjico he visto horrores y crímenes que jamás hubiera podido figurarme en mis propias pesadillas. Un hombre le cortó la mano a uno de sus amigos con el filo de una pala para poder llegar primero al cauce de un río donde el oro, dicho sea de paso, no se encontraba. ¿Qué lecciones he sacado de esa otra experiencia vivida por mí en el mundo alucinante de la utopía? Que en su persecución todos los crímenes son posibles. Y que sólo podrán alcanzar el reino suave y feliz de la pura utopía aquellos que (como yo) han sabido arrastrarse por la mayor degradación. Sólo en la mente de los traidores y de los viles, de los hombres como yo, pueden surgir los bellos sueños que llamamos utopías. Así la tercera experiencia que sirve de material a mi imaginación es la traición. El traidor ocupa la posición clásica del héroe utópico: hombre de ningún lugar, el traidor vive entre dos lealtades; vive en el doble sentido, en el disfraz. Debe fingir, permanecer en la tierra baldía de la perfidia, sostenido por los sueños imposibles de un futuro donde sus vilezas serán, por fin, recompensadas. Pero ¿de qué modo serán recompensadas en el futuro las vilezas del traidor? r Vale/ No recue do si le dije a Ud. en otra con el objeto de hacerle saber que el interés material no ha sido jamás el móvil de mis acciones. Me lastima en lo más hondo y me sorprende usted al ofrecerme dinero. ¿Dinero, a mí? Por la amistad que los dos profesamos a la misma causa disimulo aquí mi indignación y mi pesar. Soy hijo de la consideración que nunca me abandona de las dificultades en las que vivo. Satán encarna en perversos escenarios las pruebas y los lugares donde un hombre de honor debe verse sometido. Sea esto lo que fuera, no rei ere usted, Señor, esas t ofertas indignas, que me humillan a mí pero también a usted. Sepa, sí, que nada personal quiero ganar, ni nada gano yo, más bien peor. Releo mis papeles del pasado para escribir mi romance del porvenir. Nada entre el pasado y el futuro: este presente (este vacío, esta tierra incógnita) es también la utopía. 15. 7. 1850 La utopía de un soñador moderno debe diferenciarse de las reglas clásicas del género en un punto esencial: negarse a reconstruir un espacio inexistente. Entonces: diferencia clave: no situar la utopía en un lugar imaginario, desconocido (el caso más común: una isla). Darse en cambio cita con el propio país, en una fecha (1979) que está, sí, en una lejanía fantástica. No hay tal lugar: en el tiempo. Aún no hay tal lugar. Esto equivale para mí al punto de vista utópico. Imaginar la Argentina tal cual va a ser dentro de 130 años: ejercicio cotidiano de nostalgia, román philosophique. Título: 1979 Epígrafe: Cada época sueña la anterior. Jules Michelet Hablo del tema en mi relato con Lisette. Ella me dice: ¿Pondrás tú ahí una mujer que como yo sabe leer el futuro en el vuelo de los pájaros nocturnos? Pondré, le digo, quizás, en mi relato, a una adivina, una mujer que, como tú, sepa mirar lo que nadie puede ver. Estimado Señor: Estoy casi segura que nos conocimos en la escuela Maestro Pizurno de la calle Segurola al 900. Yo cursé ahí de primero a sexto grado. Mi nombre es Echevarne Angélica Inés, que me dicen Anahí. Yo era la niña que en quinto y sexto se sentaba en punta de banco, señor Intendente, y al ver su foto en el diario, de inmediato pensé en darme a conocer. ¿Se acuerda? en punta de banco, casi al final del pasillo, sexto grado B. Una vez usted, Excelencia, me mandó una cartita sentimental que desgraciadamente no he conservado por motivos de salud. Quisiera entonces aprovechar la oportunidad de ese recuerdo suscitado al ver su foto en el diario Crónica para comunicarle lo siguiente. Excelencia, otras Autoridades y Dignatarios: varias videncias se han encarnado últimamente en la dirección indicada, de Norte a Sud y de Sud–Sud–Este a Oeste. Por ejemplo: los gemelos. Uno de ellos se llama Farnos y el otro es El Japonés (el Japonés de Tokio). A pesar de sus múltiples actividades usted los puede individualizar de inmediato dado que ambos usan botines de charol negro. Eso sí, es muy importante considerar la dirección indicada: Sud–Sud–Este hacia el Oeste (como quien dice hacia Munro). Sucede lo siguiente, señor Intendente: me han hecho una incisión y me colocaron un aparato transmisor disimulado entre las arborescencias del corazón: Mientras dormía me pusieron el aparatito ese, chiquitito así, para poder transmitir. Es una cápsula de vidrio, igual que un Dije, todo de cristal, y allí se reflejan las imágenes. Yo lo veo todo por ese aparatito que me han puesto; como una pantallita de TV. Una ve este descampado y no se imagina lo que yo he visto: cuánto sufrimiento. Al principio sólo podía verlo al finado. Acostado sobre una cama de fierro, tapado con diarios. Hay otros ahí, al fondo de un pasillo, piso de tierra apisonada. Cierro los ojos para no ver el daño que le han hecho. Y entonces canto para no verlo sufrir. No quiero verlo sufrir y entonces canto, porque yo soy la cantora oficial. Si yo digo las imágenes que pasan por el Dije nadie me cree. ¿Por qué a mí? ¿Por qué tengo que ser yo la que debo verlo todo? Por ejemplo está ese muchacho que me busca, que me está queriendo ver. Y está el Polaco. Polonia. Yo vi las fotografías: mataban a los judíos con alambre de enfardar. Los hornos crematorios están en Belén, Palestina. Al Norte, bien al Norte, en Belén, provincia de Catamarca. Los pájaros vuelan sobre las cenizas, ¿O no lo dijo Evita Perón? Ella también veía todo y le sacaron las vísceras y la llenaron de trapo, como a una muñeca. La metástasis, como una telaraña azul, sobre la piel. Acostado sobre una mesa de fierro ¿por qué soy yo quien debe verlo sufrir? He sido designada como testigo de todo ese dolor. No puedo más, Excelencia. Cierro los ojos para no ver el daño. Y entonces canto para no ver todo el sufrimiento. Yo soy la Cantatriz oficial y si canto no veo las miserias de este mundo. Voy a cantar un Himno. Alta en el cielo, un águila guerrera, audaz se eleva, en vuelo triunfal. Así canto yo, Anahí, la reina del Litoral; canto, tengo que cantar porque si no me voy a volver neurasténica. Por eso tengo que cantar, tengo que volver a cantar. Tengo que ser la Cantora oficial. ¿Podría ser nombrada la Cantora oficial? Quisiera, Señor, solicitarle, con todo respeto, el nombramiento. ¿Puedo pedirle ese favor? Cantatriz, cantora, cantante, como usted guste, señor Ministro. Recuerdo con mucho sentimentalismo esa esquelita que usted me envió por intermedio de la Chola, una compañera de banco, en la escuela Maestro Pizurno, sexto grado B. Lo saludo, señor Prefecto, atentamente, con mi más alta distinción y estima, en el recuerdo de aquellos días lejanos, compartidos en la calle Segurola al 900, sexto grado B (punta de banco), cuando usted, señor Intendente, me hizo llegar su cartita con delicadas palabras que yo, a pesar de los horrores a que este destino de vidente me ha obligado, no he podido sin embargo olvidar. La maestra del grado se llamaba señorita Olga y era un poco petisa pero tenía los ojos celestes. Siempre nos decía, todas las mañanas al entrar al aula: Buenos días niños. Y nosotros le contestábamos a coro (incluido usted, Excelencia, cuando era chico) ¡Buenos días, señorita! Claro que antes, mientras se izaba la bandera, habíamos cantado Aurora y por suerte, a pesar de los años transcurridos, yo no me lo he olvidado a ese Himno patrio, de modo que cuando ya no puedo más, vuelvo a cantar: Azul un ala del color del cielo, azul un ala del color del mar, así canto yo, Anahí. Con todo respeto, saluda al Señor Gobernador, atte. Echevarne Angélica Inés. Siempre alguna de éstas llegaba hasta él. Dirigida al señor Intendente, Prefecto, Vicecónsul o Secretario del Ramo y Autoridades en General. A veces las fotocopiaba para llevárselas a su casa y divertirse un poco. Alguna vez, pensó Arocena, voy a recibir una carta como ésta dirigida a mí. O me la voy a escribir yo mismo. La puso a un lado, separada de las otras. Después tomó la que seguía. Estaba escrita a mano, con lápiz, con una letra trabajosa, sobre una hoja de cuaderno. Carajo, pensó Arocena en cuanto empezó a leer, ¿y este Juan Cruz Baigorria de dónde sale? 18. 7. 1850 Otra diferencia entre la novela que quiero escribir y las utopías que conozco (T. Moro, Campanela, Bacon): en mi caso no se trata de narrar (o describir) esa otra época, ese otro lugar, sino de construir un relato donde sólo se presenten los posibles testimonios del futuro en su forma más trivial y cotidiana, tal como se le presentan a un historiador los documentos del pasado. El Protagonista tendrá frente a sí papeles escritos en aquella época futura. Un historiador que trabaja con documentos del porvenir (ese es el tema). El modelo es el cofre donde guardo mis papeles ¿Qué podría inferir de ahí alguien que los leyera dentro de 100 años, sin tener frente a sí nada más, sin conocer otra cosa de esta época cuya vida trata de reconstruir? 23. 7. 1850 Renacen viejas dolencias. Dolores en los huesos del cráneo. Un objeto helado, como de metal, clavado entre los huesos del cráneo: el dolor se expande y se difunde en las grietas y las molduras del cerebro. Aumento la dosis de Liquen sin resultado. El té es beneficioso tan sólo por las mañanas. Estar sentado el menor tiempo posible. De modo que he comenzado a pasearme por el cuarto. Debo continuar, a pesar de todo, en el pensamiento de aquel relato que se corresponde a mis esperanzas. El tiempo “real” de la novela irá desde marzo de 1837 a junio de 1838 (Bloqueo francés. Terror). Durante ese lapso, por medio de un procedimiento que debo resolver, el Protagonista encuentra (tiene en su poder) documentos escritos en la Argentina en 1979. Reconstruye (imagina) al leer, cómo será esa época futura. Un descubrimiento. Me paseaba por el cuarto, de un lado al otro, tratando de olvidar este dolor, cuando de pronto comprendí cuál debe ser la forma de mi relato utópico. El Protagonista recibe cartas del porvenir (que no le están dirigidas). Entonces un relato epistolar. ¿Por qué ese género anacrónico? Porque la utopía ya de por sí es una forma literaria que pertenece al pasado. Para nosotros, hombres del siglo XIX, se trata de una especie arcaica, como es arcaica la novela epistolar. A ninguno de los novelistas contemporáneos (ni a Balzac, por ejemplo, ni a Stendhal, ni a Dickens) se le ocurriría escribir una novela utópica. Por mi parte trato de no leer a los escritores actuales. Busco mi inspiración en libros pasados de moda (L’Ann 2440 de L. Mercier, Las cartas persas de Montesquieu, Cándido o el optimismo de Voltaire, El sobrino de Ramean de Diderot, Aliñe et Valcour ou el román philosophique de Sade, Las relaciones peligrosas de Laclos). Varias horas por día tendido en la cama. Un paño húmedo sobre los ojos. La crisis tiene que pasar. 24. 7. 1850 ¿Por qué he podido descubrir que mi romance utópico tiene que ser un relato epistolar? Primero: la correspondencia en sí misma ya es una forma de la utopía. Escribir una carta es enviar un mensaje al futuro; hablar desde el presente con un destinatario que no está ahí, del que no se sabe cómo ha de estar (en qué ánimo, con quién) mientras le escribimos y, sobre todo, después.: al leernos. La correspondencia es la forma utópica de la conversación porque anula el presente y hace del futuro el único lugar posible del diálogo. Pero además existe una segunda razón. ¿Qué es el exilio sino una situación que nos obliga a sustituir con palabras escritas la relación entre los amigos más queridos, que están lejos, ausentes, diseminados cada uno en lugares y ciudades distintas? Y además ¿qué relación podemos mantener con el país que hemos perdido, el país que nos han obligado a abandonar, qué otra presencia de ese lugar ausente, sino el testimonio de su existencia que nos traen las cartas (esporádicas, elusivas, triviales) que nos llegan con noticias familiares? Está entonces bien elegida por mí la forma de esa novela escrita en el exilio y por él. Mi querido hijo: nosotros, tu madre y yo bien, quedando del mismo modo. Espero esta carta la recibas en salud. Tu madre cada vez más nerviosa. De noche casi no pega los ojos. Tiene miedo que te pueda pasar algo. ¿Seguís en Winnesburg, Ohio? Acá se trabaja que ni te digo y se gana cada vez menos. Desde que se murió el General no hay nadie que se acuerde de los pobres. Pero de eso no te escribo, por las dudas. Planté papa, planté un poco de zapallo y de remolacha, voy a ver si puedo plantar berenjenas y tomate, que es lo que rinde: si viene la helada, chau Espronceda. Siempre me acuerdo del finao mi padre, tenía ese dicho, Chau Espronceda, como quien dice estoy sonado, y otro dicho de cuando estábamos en Mendoza, en el ‘21: En el cielo las estrellas, en el campo las espinas y en el medio de mi pecho Carlos Washington Lencinas, que era un político al que después un correntino lo dejó seco de un tiro. Acá, mucha preocupación; espero que vos estés bien en Winnesburg, Ohio. En el mapa no figura: estuvimos en la casa de don Crespo, vimos los Estados Unidos de Norteamérica, vimos la provincia de Ohio, pero no encontramos ese lugar. Tu madre preocupada, duerme poco. El más grande de los Weber me pregunta por vos cada vez que me ve: él es el único que se anima y se me acerca: la hermana a la final se casó con el rengo Ortigosa. En el campo ya no se puede estar: no alcanza ni para pagar el arriendo. Le voy a escribir a mi compadre Anselmo Arnaldo Maidana: está de oficial panadero en Ezpeleta, provincia de Buenos Aires. Quién te dice, empiezo de nuevo, otra vida; me instalo en la Capital. Me hubiera ido en el ‘46, esos sí que fueron tiempos felices, creo que todo habería andado mejor, a vos no te hubiera pasado lo que te pasó. En este pueblo de mierda, ¿quién se escuende? Los cazaron a todos como si estuvieran rabiosos: de las Ligas no queda nada. A los pobres nos vienen jodiendo desde la época de Mitre, como decía el finao mi padre. Igual, lo último que se debe perder es la Esperanza, vos hacete respetar y no agaches la cabeza, m’hijo. Que el mundo da vuelta, da vuelta y al final las cosas van a quedar al derecho. Yo me siento un pibe, con 63 abriles, estoy lo más bien, de salud, no me canso y hago pata ancha a lo que sea, pero quién me va a dar trabajo, decime, a esta edad que yo tengo. Por acá, en Pila, estuvo un circo hace poco. Payasos, leones y un tipo caminaba haciendo equilibrio encima un alambre que te daba impresión verlo allá arriba, en el aire tan alto, parecía un pajarito abriendo los brazos para hacer el equilibrio. Lo mejor, a mi entender, fue un recitador campero que hizo El Gaucho Martín Fierro, con mucho sentimiento y todo vestido de negro. “El fuego pa’calentar tiene que venir de abajo”, dijo y yo me acordé del General Perón. ¿Hay vacas en Winnesburg, Ohio? Mira que te fuiste lejos, parece el propio culo del mundo. Hiciste bien, igual, no va a faltar ocasión. No hay que dejarse atropellar. Yo pienso: de paso conoce mundo. Es lo que quise hacer yo en el 1946, ‘47, al irme a la Capital Federal, pero acá me quedé y a veces miro hacia allá, hacia el lado de Bolívar y pienso que el campo no me dejó ir, ¿Para qué? digo yo, si a la final la única tierra que puede tener un hombre es la que recibe cuando lo entierran. Tu madre siempre te extraña y a veces la encuentro llorando en la cocina, pero me hago el disimulado y ella se pasa una mano por los ojos, como si le hiciera mal el humo de las hornallas. Te saluda atentamente. Tu padre. Juan Cruz Baigorria. La escritura ingenua, pensó Arocena. Por ese lado no lo iban a sorprender. Winnesburg, Ohio: se repite tres veces. Comprendió que había también cierta recurrencia en las palabras mal escritas. Las anotó, aparte, en una ficha. Después contó las letras: conectó ese número con el total de palabras de la carta: analizó esa cifra: clasificó según ese número las vocales del alfabeto. Trabajaba con la hipótesis de que el código debía estar cifrado en la misma carta. Todo podía ser un indicio para encontrar la clave que le permitiera descubrir el mensaje secreto. 25. 7. 1850 Ha vuelto ese dolor helado. Diminutos témpanos de hielo navegan por la sangre del cerebro. Mis enemigos están dispuestos a todo. Figurarían documentos, haciéndolos valer con testigos falsos y cartas apócrifas; deformarían lo que yo he escrito y lo que otros han escrito sobre lo que yo he escrito: pagarían gente de mal vivir para que quemaran los sitios donde me escondo y guardo mis archivos y esto no les ha de ser difícil, aunque pago a una persona de mi confianza cuatro chelines para que los ronde toda la noche. Sitios seguros: este cuarto en el East River, la pieza donde me encierro por las tardes con la Gata. ¿Y si ella fuera una espía? ¿No es extraño que una puta negra de la Martinica hable de ese modo el español y me escuche con tanta atención? Sé cómo trabajan los delatores, el modo que tienen de fingir. Lo conozco por experiencia. ¿He hablado demasiado con ella? Hoy me ha dicho Lisette, cuando insinué mis sospechas, ¿qué tú sabes?, me ha dicho, relajada en el lecho, una rodilla alzada, la mano reclinada dulcemente sobre el follaje azul de su entrepierna, ¿qué tú crees? Ninguna mujer te será más leal que Lisette. ¿O no te he dicho que yo he visto en un sueño que entre nosotros dos algo malvado está por suceder? Te lo he dicho (me dijo) pero estoy contigo y tengo miedo pero estoy contigo aunque no haya podido yo saber ni qué, ni cuándo eso malvado nos vaya a suceder. ¿Qué tú piensas?, me dijo Lisette con una voz húmeda, blanda, como atemorizada por los presagios en los que sueña y siempre cree. ¿Qué tú te piensas, niño?, dijo la Gata y empezó a acariciarse con una lentitud letárgica la tersa piel de sus tetas de reina. ¿Que yo no sé que el mal me ha de venir de ti? (De madrugada) Prosigo. Bajo el agobio de la noche. En el cuarto, silencio de muerte -sólo mi pluma rasga el papel- pues me gusta pensar al escribir, ya que todavía no se ha inventado la máquina que reproduzca sobre cualquier material nuestros pensamientos inexpresados. Frente a mí un tintero para ahogar en él mi corazón; un par de tijeras; las hojas blancas que esperan mis palabras. Escribo: No muy lejos de casa vive una buena religiosa, una monja a quien a veces visito para gozar de su honestidad. Dejo asentado su nombre que es: Lisette Gazel. La conozco desde la cabeza a los pies, más exactamente que a mí mismo. No hace mucho era una monja esbelta y delgada; yo era médico; logré de pronto que se volviera negra su carne y que engordara y que aprendiera a hablar en español. Su hermana, Miss Rebba, vive maritalmente con ella (Lesbos): demasiado obesa (su hermana) para mi gusto: ahora puedo verla enflaquecida, piel y huesos, cadavérica -como un cadáver. Soy médico. Uno de estos días va a morir, lo que me complace porque le haré la autopsia. Frente a mí veo las tijeras, un tintero, las hojas blancas que esperan mis palabras. Escribo: Esos papeles del pasado que guardo en un cofre son mi zoológico privado: se encierran allí bestias de tamaño reducido: lagartos, ratas, víboras de piel fría. Basta abrir la tapa para verlos bullir, diminutos, como los diminutos témpanos de hielo que navegan por mi sangre. En el redil de la historia apaciento los animales de la manada: los alimento con la carne de mis propios pensamientos. Frente a mí veo las hojas blancas que esperan en la noche mis palabras. Escribo. Sólo mi pluma rasga el papel. Anoche, al hundir mi mano derecha en el cofre donde guardo mis papeles los bichos treparon hasta mi antebrazo, agitaban sus patitas, sus antenas, tratando de salir al aire libre. Esos reptiles que se arrastran por mi piel cada vez que me decido a hundir la mano en el pasado me producen una infinita sensación de repugnancia, pero sé que el roce escamoso de sus vientres, el contacto afilado de sus patas, es el precio que debo pagar cada vez que quiero comprobar quién es que he sido. Frente a mí, un par de tijeras: Al desgarrarse la seda negra produce un chasquido extraño, parecido al del papel cuando se quema. Arocena reordenó el texto, separó la carta en párrafos. La clave no coincidía. No había nada ahí. ¿No había nada ahí? Trabajó todavía un rato más pero al fin se decidió a abandonar esas hojas mal escritas. Buscó la carta que seguía. Emilio Renzi, Sarmiento 1516, a Marcelo Maggi, Casilla de Correo 12. Concordia. Entre Ríos. Acomodó la luz de la lámpara y empezó, otra vez, a leer. 3 Querido Marcelo: Recibí la visita de la joven Ángela, tu bella enviada y/o discípula (palabra extrañamente erótica, discípula, como si se declinara ahí, al mismo tiempo, la disciplina pedagógica y la prostitución) y seguiré tus misteriosas (y apasionantes) indicaciones. Uno tiene siempre la sensación de que atrás de tu vida hay algo oculto, un secreto que cultivas como otros las flores de su jardín. Efecto, creo, no tanto de la historia propiamente dicha, como vos insinúas, sino más bien del ejercicio de la profesión de historiador: dedicado tal cual estás a hurgar en el misterio de la vida de otros hombres (de otro hombre: Enrique Ossorio), has terminado por parecerte al objeto investigado. Bien, llegaré a Concordia el 27, a las 10 de la mañana; viajo en tren. Tengo los números, las direcciones, etc., pero no creo que me hagan falta. Estas líneas, entonces, sólo para confirmarte fecha y hora: ya nos veremos (por fin), charlaremos interminablemente hasta dejar bien aclaradas nuestras respectivas versiones de la historia. Me siento tentado a decirte: Marcelo, voy a pararme en las escalinatas de la estación (seguro habrá escalinatas en la estación de trenes de Concordia), soy más bien bajo, pelo crespo, uso anteojos, llevaré un bolso de lona y en la otra mano (en la que me quede libre) un libro de tapas negras, firme contra pecho: serán los Cuentos completos de Martínez Estrada que acabo de comprar para leer en el viaje. ¿Pensaste que nunca nos vimos, que no nos conocemos, que esta es en realidad una cita entre dos desconocidos? Un abrazo, tío, Le neveu de Rameau, alias Emilio Renzi. PS. Voy a conocer (también) al Senador, Arreglé un encuentro para el sábado con él, casi me olvido de avisarte, así que te agrego esto hoy, doce, día siguiente a la noche en que te escribí lo que antecede. Fue un quilombo que ni te digo (arreglar la entrevista). Hablé por teléfono. Primero me atendió una especie de mayordomo estilo novela de Agatha Christie que no me dio mayormente bola, si bien le pasó el aparato a la misma Agatha Christie, es decir, a una vieja (una mujer con voz de vieja) que dijo ser la mujer de uno de los hijos del Senador, a la que le repetí lo que le había comunicado al mayordomo (Esto es: Que quería hablar personalmente con el Doctor Luciano Ossorio), a lo que me contestó que aguardara un instante: instante que duró cerca de media hora hasta que por fin surgió en el tubo la voz de uno de los hijos (Javier, creo) que empezó a interrogarme como si yo fuera, no un sobrino tuyo como le dije que era y por lo tanto, si uno lo piensa, una especie de pariente político de Esperancita y por lo tanto de todos ellos, sino como si yo fuera en realidad un agente de la KGB (por no decir de la CIA porque en ese caso seguro hubieran sido más comprensivos). Le dije que quería hablar con el Senador, que vos me habías dado el encargo, etc., y el tipo al principio no quería saber nada. (¿Para qué? ¿Cómo? No, hay que dejarlo descansar, era en esa línea) Pero imprevistamente y sin que nada lo hiciera prever, cambió de idea con una flexibilidad para la modificación súbita que, sin duda, debe ser una peculiaridad del pensamiento de las clases altas y (de golpe) se volvió amable como una seda y me dijo que si esperaba un momento iba a trasladar el teléfono al otro lado de la casa donde se encontraban, dijo, las habitaciones donde “residía” su padre. Esperé más o menos siete horas, como si el tipo con el aparato hubiera tenido que cruzar los pasadizos, escaleras y corredores del Castillo de Elsinor para establecerme una comunicación telefónica directa con el fantasma del padre del príncipe Hamlet, hasta que, luego de ese laberíntico silencio, apareció la voz del Senador que tiene una voz: increíble, como si hablara desde el otro mundo; una especie de tono distante, pero a la vez irónico y ostentoso, tan argentino (tan igual a lo que yo me supongo que es una voz argentina) que de inmediato tuve la impresión de estar hablando por teléfono con Juan Martín de Pueyrredón o cualquier otro patricio por el estilo. Entonces le dije que hablaba de parte tuya, que vos le mandabas un abrazo y que me gustaría visitarlo personalmente, si eso era posible, etc., y el viejo pareció encantado de tener noticias tuyas, pero luego de ese instante fugaz de alegría se puso serio y empezó a darme una serie de minuciosas y detalladísimas instrucciones sobre cómo llegar al ala del Castillo de Elsinor donde se supone que él “reside”. Cómo tenía que subir por una escalera lateral que había al fondo de un pasillo de entrada y no tomar de ningún modo el ascensor y sobre todo no permitir que me acompañara ninguno de sus hijos o parientes. “No quiero que me anden cerca mis hijos, ni sus mujeres, ni mis nietos ¿me entiende? Usted sube solo, que ellos se mantengan alejados. Toda esa gente de vez en cuando”, me dijo, “se siente impulsada por la piedad filial e irrumpen acá a ver si ya me he muerto”, dijo el Senador. “¿Comprende, Joven? Por lo cual usted”, me dijo, “primero cruce el pasillo y después suba la escalera que yo lo estaré esperando en mi sala de recibo”. De forma tal que, después del sencillo trámite que te he sintetizado, pasado mañana lo voy a conocer al Senador y ya te contaré, cuando al fin nos encontremos el día 27 del corriente, vos y yo (en tu sala de recibo). Un abrazo. Emilio. La crisis pasó. Retroceso de eso que llaman mi enfermedad. Mi relato avanza. Sigo pensando en él. Reconstruir una época, su densidad, a partir de esas cartas dispersas que llegan de otra época. Trabaja el Protagonista con esos documentos como si fuera el historiador del porvenir. ¿Por qué las recibe? ¿De qué modo? Ninguna explicación: el relato no aclara las razones por lo que esto, de golpe, comienza a producirse. Todo estará dado de entrada; literatura fantástica (¿Quién de ustedes ha leído los relatos de Edgar Poe en el Herald de Baltimore?). Algunas, aisladas, casi triviales, cartas que se cruzan entre sí argentinos futuros. Cartas que parecen haberse extraviado en el tiempo. De a poco el Protagonista comienza a comprender. Trata de descifrar, a partir de esas señales casi invisibles, lo que está por suceder. (Quién pudiera ser capaz de leer las cartas del porvenir.) Saliste en el diario. Todos estamos tan orgullosos: en el club, el sábado no se hablaba de otra cosa. Te mando el recorte, la foto es chica pero estás igual. Monísimo. Mamá te tiene reservada una sorpresa, vos hacete el sorprendido. ¿A qué no sabes lo que pasó? Mamá y papá se pusieron a discutir. Mamá por poco se lo come. Dice que a él nunca le gustó que vos estudiaras física (¿es cierto eso?), que de entrada se opuso y ahora se hace el olvidado. Que quería que fueras abogado y te hicieras cargo de la Compañía: mira qué porvenir, sólo pensarlo ya me da un ataque. Te diré que aquí llegan unas noticias terroríficas sobre el frío que hace en Europa. Alejandra, pobre chica, está hecha un trapo. ¿Por qué no le escribís? No te vayas a enamorar de una extranjera, no seas desalmado (¿es cierto que en Londres hay prostitutas negras. ?). Pero viví la vida mi querido, lo que es yo, soy una especie de sonámbula. Esto es un opio fenomenal. Buenos Aires parece Catamarca. (La grasa de las capitales ya no se banca más ¿Spinetta? dixit.). ¿Vas al teatro, a los cabarets, etc., o te pasas todo el día estudiando.? Tenemos un profesor de historia joven y buenmocísimo.; todas las chicas estudian el primer Triunvirato y después levantan la mano. El otro día papá dijo que si las cosas siguen así este año vamos a pasar el verano en Europa (Otro secreto: parece que quiere comprar una casa en París). Ándate preparando que me vas a tener que llevar a todos lados. Te diré que he pensado seriamente en irme de esta casa. Papá está directamente insufrible: Ustedes los jóvenes (por mí) tienen la cabeza hueca, hay que tenerlos a rienda corta (usa metáforas ecuestres); vamos a llevar (los jóvenes y especialmente yo) este mundo a la ruina. Te lo podes imaginar, si fuera por él habría que instalar una monarquía, decretar la reapertura de la Inquisición, etc. El profe de historia, pintón y todo, también sanatea que ni te digo: según él San Martín era monárquico, la desgracia de este país empezó cuando se nos ocurrió echar a los ingleses en la época de las invasiones, etc., etc., etc. No hay como oír hablar a los mayores para sentirme reconfortada. Hablando de eso (esta carta me sale un poco dispersa) hablando de eso, repito.: ¿Cómo te las arreglás con el idioma? ¿I am the sister? This is a pencil. Te envidio muchísimo. ¿Por qué no habré nacido varón? Estoy leyendo bárbaramente dicho sea de paso: quince, dieciséis horas por día leo: psicología, psicoanálisis, todo eso (Sigmund Freud, etc.). Creo que voy a seguir esa carrera. ¿A vos qué te parece? (Importante.: Necesito urgentemente preguntarte algo ¿Te parece que soy inteligente? Desde hace un tiempo me siento levemente tarada. ¿Podrías por una vez en tu vida contestar con seriedad algo que te pregunto? Para mí es muy importante, fundamental, etc. Contéstame francamente: si te parece que soy de una inteligencia de mediana para abajo, decilo directamente con toda franqueza; no tengas miedo que me vaya a suicidar ni nada por el estilo. Desde hace un tiempo tengo como la sensación de que me estoy volviendo un poquito oligo. Por ejemplo: me paso el día contando los coches con chapa impar que pasan enfrente de casa. Es más fuerte que yo. Me atrae. No lo puedo resistir: de pronto me pongo a mirar por la ventana y a calcular cuántos coches con chapa impar cruzan enfrente de casa cada cinco minutos (pasan unos veinte, término medio). ¿No te parece algo raro? Contestame sobre esto que es muy importante. No puedo pasarme la vida contando coches con chapa impar y leyendo a Sigmund Freud (entiendo el doce y medio por ciento de lo que leo) (Leo Psicopatología de la vida cotidiana.: es bárbaro. ¿Lo leíste? Es bastante difícil por otro lado. Este asunto de los autos con chapa impar es particularmente psicopatológico, ¿o no?) Para colmo sabés lo que quiere mi padre: que estudie escribanía. Hay momentos en que pienso que es un monstruo, insufrible, imbancable, etc. Vive como si estuviéramos en la época del primer triunvirato (incluso le parecerían demasiado modernos, creo) ¡Escribanía! Aunque me exprima el cerebro doce horas seguidas es imposible que se me pueda ocurrir algo más absolutamente tarado que estudiar eso. De modo que ya tengo completamente decidido que voy a ser psicóloga. En cuanto me reciba, nos casamos. El incesto me parece muy interesante, moderno, pecaminoso, etc. (Te diré, querido, que en Oceanía o en Australia o por ahí, según Sigmund Freud, los hermanos se pueden casar con toda tranquilidad.) Contéstame sobre todo esto que te pregunto de lo contrario creo que me voy a tirar abajo del primer coche con chapa impar que pase bajo mi fenêtre. Ah, te vino a ver ese muchacho con cara de gato (Ernesto o algo así, nunca se le entiende el nombre) que fue compañero tuyo en la Facultad. Casi me desmayo, es un morocho tan pecaminoso, te mira de soslayo con un aire tan pecaminosamente viril que una se cae desmayada. Dice que Ángela está enferma, que la internaron de urgencia y que no le escribás; vino a eso (me lo repitió dos docenas de veces; él sí que está convencido de que soy retardada: que la internaron el 14 y que no le escribas, etc.). ¿Así que tenías una Ángela escondida? Te odio. Nunca te vas a querer casar con tu hermana, ya lo sé. Los hombres son algo horrendo. Me mantendré célibe (¿o céliba?). Adieu, mon semblable, mon frê e r (retomé la Alianza para cuando estemos en París). Son las once; ha llegado la hora de obedecer al llamado del instinto psicopatológico y dirigirme a mi ventana: hacia el mediodía (por razones misteriosas) se produce como una apasionada aceleración en el ritmo estadístico de los coches con patente impar; su frecuencia aumenta y de un promedio de veinte (cada cinco minutos), se pasa, en momentos de impar frenesí, a casi ventisiete (cada cinco minutos). Allá voy. Adiós, hermano cruel. Por supuesto te quiero hasta la demencia, te adoro, te idolatro, etc. Chau, falluto. Fdo. Juana, la loca. Arocena separó el recorte que venía en el sobre. Londres 9 (AFP). PREMIO. Martín Carranza, estudiante de post–grado en el Departamento de física de la Universidad de Oxford recibió ayer en ésta el premio único al mejor “paper” del año en la categoría Investigaciones de doctorado. Premios, pensó, se progresa. Ahora los nenes de mamá se dedican a la física y sus hermanas se masturban con Las flores del mal. Trabajó cerca de una hora con esa carta. La dividió en fragmentos y cada fragmento en frases y cada frase en palabras y en letras. Buscó expresiones anagramatizadas, letras repetidas. Al final conocía casi de memoria ese texto y podía percibir con claridad su lógica. París.: cinco letras. Londres.: siete letras. Volvió a leer. De pronto comprendió que había una recurrencia entre las palabras subrayadas, una especie de repetición fija. El código podía estar en las letras que seguían al final de cada corte. Reconstruyó la carta a partir de esas separaciones y volvió a organizarla, pero la clave no era esa. Había algo que no concordaba. ¿Cómo descifrar entonces esas cartas? ¿De qué modo comprender lo que anuncian? Están en clave: encierran mensajes secretos. Porque eso son las cartas del porvenir: mensajes cifrados cuya clave nadie tiene. ¿De qué modo entender allí lo que viene y se anuncia? El Protagonista sospecha, insiste, se mueve a ciegas. Quedaban otras dos cartas. Una dirigida a una extraña dirección en Buenos Aires: escrita a mano, en una hoja con membrete de un hotel de Bogotá. El que escribía estaba desesperado, en una Iglesia le habían robado todo lo que llevaba, pedía urgente un giro a la oficina de importaciones que era su lugar de trabajo. Estoy varado en esta reputa ciudad donde no hay más que ladrones y olor a mierda. Cuatro tipos me pusieron una navaja en los riñones y me sacaron hasta el último centavo mientras el cura seguía diciendo la misa. No tengo documentos, ni plata, ni siquiera la libreta de direcciones, así que les escribo a ustedes porque la de la oficina es la única dirección que me puedo acordar de memoria. Hagan algo, por favor. Hagan por ejemplo una colecta o díganle al señor Peralta que me mande el sueldo de abril adelantado. Había que verificar dónde estaba esa oficina. La calle era extraña, Arocena nunca la había oído nombrar. Era como moverse a ciegas, tratar de captar un hecho que iba a pasar en otro lado, algo que iba a suceder en el futuro y que se anunciaba de un modo tan enigmático que jamás se podía estar seguro de haber comprendido. El mayor esfuerzo consistía siempre en eludir el contenido, el sentido literal de las palabras y buscar el mensaje cifrado que estaba debajo de lo escrito, encerrado entre las letras, como un discurso del que sólo pudieran oírse fragmentos, frases aisladas, palabras sueltas en un idioma incomprensible, a partir del cual había que reconstruir el sentido. Uno, sin embargo, tendría que ser capaz (pensó) de descubrir la clave incluso en un mensaje que no estuviera cifrado. Por eso cuando al final se dedicó a leer la última carta y encontró la clave casi a primera vista y vio aparecer otro texto dentro del texto, Arocena se sintió a la vez satisfecho y decepcionado. Demasiado fácil, pensó, como si lo hubieran puesto ahí para que yo lo viera. Abrió la carta, venía de Nueva York, desde una calle en el East River, escrita con tinta azul sobre un papel amarillo. Me ha pasado algo tan raro que te ahorro otras noticias personales. (Aparte de eso, estoy bien: visito Museos.) Estaba leyendo una novela de Bellow (Mr. Sammler’s Planet.) de esto hace casi una semana. La había comprado en un quiosco porque tenía que hacer tiempo mientras me renovaban la visa. Tomé un ómnibus que va por la calle 42, me senté y empecé a leer. De pronto levanto la cara y veo a un carterista que está robando a una mujer. Era corpulento, llevaba anteojos oscuros con montura de carey, vestía con extraordinaria elegancia. Yo estaba fascinado viéndolo actuar pero de pronto el tipo dio vuelta la cabeza y me miró, casi con placidez, a través del vidrio ahumado de los anteojos; entonces me sobresalté y casi sin querer bajé los ojos y seguí leyendo. Tardé un momento en darme cuenta de que lo que estaba leyendo era exactamente lo que pasaba en el ómnibus. Podes ver la edición de Random House de la novela, página 3. Vas a encontrar la descripción de un tipo corpulento, que usa anteojos oscuros con montura de carey y viste con extraordinaria elegancia, que le roba a una mujer en un ómnibus que va por la calle 42. Quedé tan confundido que no pude reaccionar y cuando me quise dar cuenta la situación había terminado. El tipo con anteojos ahumados ya no estaba y yo empecé a pensar que todo había sido una alucinación. Después, mientras hacía fila en el consulado, pensé que era una coincidencia; a lo mejor el carterista trabajaba siempre en esa línea, alguna vez Bellow lo había visto actuar y había reproducido la escena. La naturaleza imita al arte; el realismo prolijo de los escritores norteamericanos, etc. Me olvidé (o casi) del asunto. Cuatro días después estaba en un cine de la calle Broadway: daban un extraño film sobre muñecas y gangsters. Es uno de esos cines que funcionan las 24 horas: eran las diez de la mañana y me metí ahí para olvidarme un poco del frío. El cine estaba casi vacío, había una claridad difusa, diurna, como si no hubieran apagado del todo las luces. En la pantalla las muñecas eran despedazadas y los gangsters morían. De pronto entró un tipo alto y se sentó cerca de mí, en la tercera fila de butacas. Se puso a hablar con otro, que le daba la espalda y al que yo no había visto, ubicado un poco a la izquierda, en la primera fila. Me llegaban sus voces apagadas, mezcladas con el sonido y la música del film. “No vale la pena que te molestes en visitar al Señor Brown”, le decía el tipo que estaba sentado adelante sin dar vuelta la cara. Yo los miraba, recortados contra las siluetas del film, como en un sueño. “El Señor Brown ha tenido ya tantas delicadezas”, dijo el que estaba sentado en la primera fila, sin dejar de mirar la película. Se quedaron un rato en silencio y después cruzaron frente a la pantalla y salieron por una puerta lateral que tenía un cartel de acrílico, alumbrado con una luz roja, donde decía EXIT. Creo que me quedé solo en el cine, de cara a las muñecas que giraban en la pantalla y entonces pude recordar. Vine a casa y estuve un rato dando vueltas hasta encontrar el libro de Donald Barthelme, Come back, Dr. Caligari.: allí hay un cuento, podes verlo, se llama Movie (pág. 176, edición Scribner’s, 1970). Me acuerdo que me quedé quieto, sentado, mirando la calle por la ventana. A veces me ha pasado que me entusiasmo con lo que leo y siento el deseo de vivirlo inmediatamente. Hace años, por ejemplo, cuando terminé El gran Gatsby, sentí impulsos de ser orgulloso y apasionado y de estar a la altura de mis ilusiones. Me sentía yo también elegante y un poco desesperado pero capaz de todo. Es como un clima, una atmósfera, o mejor un sentimiento, y esa impresión dura lo que duran los ecos de una música, siempre ha sido algo fugaz. Esto es distinto. No es una ilusión. Los acontecimientos se reproducen exactamente. Por eso traté de hacer una prueba. Tomé un libro al azar (An accidental man, de Grace Paley) y lo abrí. En el Central Park, una chica vestida de celeste juega con un aro y canta Some of these days. You’ll miss me honey. Un chico viene de patinar en el lago. Lleva los patines sobre el hombro, atados con una correa. Se ponen a conversar. (Hi, Raquel, how’re you do, etc.). En un costado una mujer se está besando con un viejo, la chica los ve y sin saber por qué tiene ganas de llorar. Es casi el atardecer, hay como una luz blanda y sucia. Salí a la calle, tomé el subterráneo y me bajé en la 8th. y 81. Crucé la avenida y entré en el parque; me orienté por el lago. Busqué un banco y me senté. Todo estaba quieto. De pronto vi a la chica sobre el camino de grava, vestida de celeste, jugando con un aro y cantando Some of these days. El chico venía caminando desde el lago, con los patines atados con una correa, sobre el hombro. En un costado una mujer se besa con un viejo y la chica, mientras canta, trata de no llorar. Estoy tranquilo. Pienso: he descubierto una incomprensible relación entre la literatura y el futuro, una extraña conexión entre los libros y la realidad. Tengo solamente una duda: ¿Podré modificar esas escenas? ¿Habrá alguna forma de intervenir o sólo puedo ser un espectador? De cualquier modo no quisiera perder la felicidad que he sentido hace un rato, sentado en un banco del Central Park, viendo a la chica que cantaba Some of these days y jugaba con un aro, sabiendo, a la vez, que pronto iba a verla llorar cuando la mujer y ese viejo se besaran. Comprendió de entrada dos cosas. Primero: que en el título de los libros y en los libros mismos no podía estar la clave; era demasiado evidente. Segundo: que trataban de distraerlo con esa historia. La clave estaba en otro lado. Las palabras que iniciaban los párrafos tenían once letras, todas empezaban con una vocal distinta. Las once letras marcaban el orden de las frases y daban el código que regía el mensaje cifrado. Arocena trabajó con calma y una hora después había reconstruido el texto oculto. No hay novedades. Espero el contacto. Me quedaré en el Hotel Central Park, 8th. y 42. Broadway. Si no hay noticias antes del 20, seguiré las instrucciones 9. 8. Si hay dificultades y tengo que volver, espero un telegrama. Que diga: Felicidades, Raquel Se sentó frente a la máquina. Escribió: Carta cifrada de Nueva York. De Enrique Ossorio a Marcelo Maggi. Transcribió el mensaje que había descifrado. Después, abajo, agregó: Mandar telegrama a Enrique Ossorio. Hotel Central Park. N. Y. Que diga: Felicidades, Raquel. Bastante imaginativo el pibe, pensó Arocena. Lo único que falta es que ahora se dediquen a la literatura fantástica. Se levantó y juntó las otras cartas. En una ficha escribió: Angela “internada” el 14. Concordia. Renzi, llega día 27. (Maggi). Martín Carranza: post grado en Oxford. Pronto llegarían nuevos mensajes que hablarían de física cuántica o de los peces de colores. Miró la que venía de Colombia. Esta no va, decidió, y durante un momento se divirtió pensando en el oficinista varado en una pensión rasposa de Bogotá. Que se joda por huevón, pensó, ir a misa con toda la plata encima. Entonces, como si la imagen de los ladrones que roban en una iglesia lo hubiera ayudado, pensó que un código podía también estar cifrado. Un código también es un mensaje, pensó. Leyó otra vez el mensaje que terminaba de descifrar. (No hay novedades. Espero el contacto. Me quedaré en el Hotel Central Park, 8th. y 42. Broadway. Si no hay noticias antes del 10, seguiré las instrucciones 9. 8. Si hay dificultades y tengo que volver, espero un telegrama. Que diga: Felicidades, Raquel. ) Contó las letras, encolumnó las palabras. 3 x 2 + 5 = 11. Once. La misma cifra. ¿Las vocales estaban salteadas? ¿Las consonantes? A las dos, horas había reconstruido el mensaje que se encerraba en el código que acababa de descifrar. Raquel llega a Ezeiza el 10, vuelo 22. 03 Miró la frase. Estaba ahí, escrita en el papel. Raquel llega a Ezeiza el 10, vuelo 22. 03. ¿Y si no fuera así? ¿Quién podía confiar? Raquel: anagrama de Aquel. Escribió Aquel en una ficha. La dejó aparte. Ezeiza: e/e/i/a. Doble z. ¿Una aliteración? Estaban las cifras: 22. 0310. La e se repite seis veces en toda la frase. La a se repite cuatro veces en toda la frase. Hay una o y una i. Cada palabra podía ser un mensaje. Cada letra. ¿Quién llega? ¿Quién está por llegar? Las cifras: 2.20.31.0. E/e/a/i/u/o. Doble z. Raquel: un anagrama. ¿Quién llega? ¿Quién está por llegar? A mí, pensó Arocena, no me van a engañar. 4 30. 7. 1850 Escribo la primera carta del porvenir.

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