Si se revisa brevemente así sea una parte de la historia relevante, durante la Segunda Guerra Mundial los planificadores reconocían que Estados Unidos emergería de la guerra en una contundente posición de poder. Está más que claro, de acuerdo con los documentos disponibles, que “la meta del Presidente Roosevelt era la hegemonía de Estados Unidos en el mundo de la postguerra”, para citar la afirmación del historiador de la diplomacia Geoffrey Warner, uno de los especialistas más destacados en la materia. Entonces, se desarrollaron planes para controlar lo que se llamó “una Gran Área”, que incluía al menos el Hemisferio Occidental, el Lejano Oriente, los territorios del antiguo Imperio Británico —incluidas las cruciales reservas de petróleo del Medio Oriente— y tantos territorios del continente Euroasiático como fuese posible; al menos, sus regiones industriales más importantes en Europa Occidental y los estados del Sur del continente europeo, considerados como esenciales para asegurar el control de los recursos energéticos del Medio Oriente.
En estos amplios territorios, Estados Unidos debía mantener “un poder incuestionable”, con “supremacía militar y económica”, asegurándose, al mismo tiempo, de “limitar cualquier ejercicio de soberanía” por parte de estados que pudieran interferir en sus designios globales. Estas doctrinas aún prevalecen, si bien su alcance se ha reducido.
Las medidas de tiempo de guerra, que serían implementadas poco después, no eran poco realistas. Estados Unidos para el momento era, con mucho, el país más rico del mundo. La guerra le puso fin a la Depresión y la capacidad industrial estadounidense casi se cuadruplicó, mientras los rivales se veían diezmados. Al final de la guerra, Estados Unidos poseía la mitad de la riqueza del globo y una seguridad sin igual. Cada región de la “Gran Área” tenía asignada su “función” dentro del sistema global. La “Guerra Fría” que sobrevendría tuvo que ver, mayormente, con los esfuerzos de las dos superpotencias para mantener el orden en los territorios que dominaban: para la URSS, Europa Oriental; para Estados Unidos, casi todo el resto del mundo.
Para 1949, la “Gran Área” se veía ya seriamente erosionada por “la pérdida de China”, que es como generalmente se llama a este suceso. La frase es interesante: uno sólo puede “perder” lo que posee; y se da por sentado que Estados Unidos posee la mayor parte del globo por derecho propio. Poco después, el Sudeste Asiático comenzó a salirse de control, lo que llevó a las horrendas guerras de Washington en Indochina y a las inmensas masacres en Indonesia en 1965, mientras se restablecía el dominio estadounidense. Entretanto, la subversión y la violencia masiva contra ésta continuaban en todas partes, en un esfuerzo por mantener lo que han dado en llamar “estabilidad”, y que significa aceptación de las exigencias de Estados Unidos.
Pero la decadencia era inevitable, a medida que el mundo industrial era reconstruido y el proceso de descolonización seguía su agónico curso. Para 1970, la porción de la riqueza del mundo en manos de Estados Unidos se había reducido a cerca del 25 por ciento, cifra todavía colosal pero mucho menor que la previa. El mundo industrial se estaba tornando “tripolar”, con ejes de poder en Estados Unidos, Europa y Asia, que tenía a Japón como centro, y que ya para entonces se estaba convirtiendo en la región más dinámica.
Veinte años después, colapsó la URSS. La reacción de Washington nos enseña mucho sobre la realidad de la Guerra Fría. El gobierno del primer Bush, que entonces ejercía la Presidencia, declaró de inmediato que las políticas seguirían prácticamente sin cambio alguno, pero con pretextos diferentes. El inmenso poderío militar se mantendría, pero no para defenderse de los rusos, sino más bien para enfrentar la “sofisticación tecnológica” de potencias del Tercer Mundo. Igualmente, sería necesario mantener “la base industrial de la defensa”, un eufemismo para referirse a la industria de avanzada, que dependía ampliamente de los subsidios e iniciativas del gobierno. Fuerzas militares de intervención debían ser destinadas al Medio Oriente, de cuyos serios problemas “no tenía la culpa el Kremlin”, a pesar de medio siglo de afirmaciones engañosas al respecto. Sin hacer alharaca, se admitió que el problema había sido siempre el mismo: los “nacionalismos radicales”, es decir, los intentos de los países de seguir sus propios cursos, en violación a los principios de la “Gran Área”. Éstos jamás fueron modificados. El gobierno de Clinton declaró que Estados Unidos tenía el derecho de utilizar fuerzas militares unilateralmente para asegurar “acceso irrestricto a mercados clave, fuentes de energía y recursos estratégicos”, y que debía tener fuerzas militares “desplegadas con anticipación” en Europa y Asia, “para ayudar a darle forma a lo que la gente opina de nosotros” —no a través de la sutil persuasión, no— y para “actuar de manera determinante en eventos que afectarían nuestros medios de vida y nuestra seguridad”.
En lugar de ser reducida o eliminada, como habría esperado uno de acuerdo a la propaganda de entonces, la OTAN se desplegó hacia el Este —en violación a acuerdos verbales con Mijaíl Gorbachov cuando éste estuvo de acuerdo en permitir que la Alemania reunificada se uniera a la OTAN, una asombrosa concesión a la luz de la historia previa. Para este momento, la OTAN se había convertido en una fuerza de intervención global bajo el mando de Estados Unidos, con la tarea oficial de controlar el sistema internacional de energía, las vías marítimas y los oleoductos; y cualquier otra cosa que el poder hegemónico determinara.
Hubo, de hecho, un período de euforia tras el colapso de la superpotencia enemiga, con exaltadas aserciones sobre “el fin de la historia” y una aclamación llena de admiración ante la política internacional de Clinton. Ésta había entrado en una “noble fase” caracterizada por un “brillo de santidad”, ya que, por primera vez, una nación era guiada por el “altruismo” y consagrada a los “principios y los valores”, y no se presentaba ningún obstáculo en el camino hacia un “Nuevo Mundo idealista, determinado a acabar con las inhumanidades”, que podría al fin llevar a cabo, sin tropiezos, la norma internacional emergente de la intervención humanitaria —sólo para dar una muestra de los apasionados panegíricos escritos por granados intelectuales.
No todos habían caído en éxtasis tales. Las víctimas tradicionales, el Sur global, condenaba amargamente “el mal llamado ‘derecho’ de la intervención humanitaria”, reconociéndolo como el viejo “derecho” a la dominación imperial. Y voces más sobrias en Estados Unidos, de miembros de la élite que determinaba las políticas, podían percibir que, para una gran parte del mundo, Estados Unidos se estaba “convirtiendo en la superpotencia forajida”, que era visto como “la mayor amenaza externa contra sus sociedades”; “el mayor estado forajido del momento actual es Estados Unidos” (Samuel Huntington, profesor de Ciencias de Gobierno de Harvard; Robert Jarvis, presidente de la Asociación de Ciencias Políticas de Estados Unidos). Después de que Bush llegara al poder, las opiniones cada vez más hostiles del mundo apenas podían seguir siendo ignoradas. En el mundo árabe en particular, la aprobación de Bush se fue a pique. Obama ha logrado la impresionante hazaña de llegar a niveles menores de aprobación, hasta apenas 5 % en Egipto y poco más en los otros países de la región.
Mientras tanto, la decadencia continuaba. En la década pasada, se había “perdido” la América del Sur. Esto es un asunto serio: mientras el gobierno de Nixon planificaba la destrucción de la democracia chilena, que tuvo lugar en “el primer 11 de septiembre” —el golpe militar con apoyo de Estados Unidos que acabó con la democracia en Chile e instauró la dictadura de Pinochet—, el Consejo de Seguridad Nacional advertía que, si Estados Unidos no podía controlar América Latina, no podía esperar “lograr establecer un orden exitoso en otros lugares del mundo”. Pero más serios serían los movimientos de independencia en el Medio Oriente. La planificación de la postguerra reconocía que el control de las incomparables reservas de energía del Medio Oriente significaba “un sólido control del mundo”, en palabras del influyente consejero de Roosevelt, A. A. Berle; y, por lo tanto, la pérdida de control sobre esos territorios amenazaría el proyecto de dominación global claramente formulado durante la Segunda Guerra Mundial y que se ha mantenido, a pesar de los considerables cambios sucedidos en el mundo desde entonces.
Un peligro adicional es que en esos territorios puede haber movimientos significativos hacia la democracia. El editor ejecutivo del New York Times, Bill Keller, escribe de manera conmovedora sobre el anhelo de Washington “de abrazar a los que desean democracia en el Norte de África y el Medio Oriente”. Pero encuestas de opinión en el mundo árabe revelan con mucha claridad que para Washington sería un desastre si democracias activas y reales se abrieran pasos en la región, ya que esto implicaría que la opinión pública tendría alguna influencia en las decisiones políticas. No causa sorpresa ninguna que los primeros mínimos pasos de política exterior de Egipto se hayan tropezado con la oposición de Estados Unidos y su cliente israelí.
Mientras las políticas que Estados Unidos mantiene desde hace mucho permanecen estables, durante el gobierno de Obama se han producido algunos cambios significativos. El analista militar Yochi Dreazen señala, en el Atlantic, que la política de Bush era capturar (y torturar) a los sospechosos, mientras que Obama simplemente los asesina, con un veloz incremento en el uso de armamento de terror (aviones no tripulados) y Fuerzas Especiales, que son, muchas de ellas, equipos de exterminio. Las Fuerzas Especiales tienen calendarios de operación en 120 países. Hoy por hoy, las Fuerzas Especiales estadounidenses tienen el mismo número de efectivos que el ejército completo del Canadá; y son, ahora, de hecho, un ejército privado del presidente, asunto que analiza en detalle el periodista de investigación Nick Turse en el website “Tomdispatch”. El equipo que Obama envió para asesinar a Osama bin Laden ya había llevado a cabo más o menos una docena de misiones similares en Paquistán. Como muestran éstos y otros sucesos, si bien la hegemonía está en declive, la ambición de mantenerla no lo está.
Otro tópico, al menos entre aquellos que no están terca y voluntariamente ciegos, es que la decadencia de Estados Unidos, en no poca medida, es causada por el país mismo. La ópera bufa representada en Washington este verano, que disgusta al país entero (una gran mayoría piensa que el Congreso simplemente debería ser disuelto) y desconcierta al mundo, tiene pocas analogías en los anales de la democracia parlamentaria. El espectáculo ha llegado incluso a aterrorizar a quienes patrocinaron la farsa. El poder corporativo ahora se encuentra preocupado de que los extremistas a los que ayudó a llegar a los cargos que hoy ejercen puedan decidir demoler el constructo sobre el que descansan su propia riqueza y sus privilegios, ese poderoso estado-nodriza que sirve a sus intereses.
El eminente filósofo social estadounidense John Dewey describió una vez la política como “la sombra que los grandes negocios arrojan sobre la sociedad”, y advertía que “el que la sombra se hiciera más tenue no cambiaría su esencia”. Desde la década de los setenta, la sombra ha devenido una oscura nube que envuelve a la sociedad y al sistema político. El poder corporativo, a estas alturas compuesto mayormente por capital financiero, ha alcanzado un punto en el cual las dos organizaciones políticas de mayor importancia de Estados Unidos, que apenas se parecen ya a los partidos tradicionales, están en la posición de más extrema derecha en relación a la población general en todo lo referente a los asuntos de importancia que están en el tapete.
Para el público general, la mayor preocupación, en política interior, es, con razón, la severa crisis de desempleo. En las circunstancias actuales, ese problema crítico puede ser resuelto sólo a través de un significativo estímulo del gobierno, que vaya mucho más allá del que se intentara hace poco, que apenas equilibró la disminución del gasto estatal y local, aunque hay que reconocer que esa mínima iniciativa probablemente salvó millones de empleos. Para las instituciones financieras, la preocupación principal es el déficit. Por lo tanto, el déficit es el centro del debate. Una gran mayoría de la población favorece enfrentar el déficit imponiéndole mayores tasas de impuestos a los más ricos (72 %, 21 % se opone). La reducción de los programas de salud pública es rechazada por mayorías considerables: 69 % en el caso de Medicaid, 79 % en el caso de Medicare). El resultado más probable es, por lo tanto, lo opuesto.
En su reporte de los resultados de un estudio sobre cómo el público eliminaría el déficit, su director, Steven Kull, escribe que: “De manera prístina, tanto el gobierno como el Congreso, encabezado por los republicanos, están fuera de sintonía con los valores y prioridades del público en lo referente al presupuesto… La mayor diferencia es que el público se inclina por cortes considerables en los gastos de defensa, mientras el gobierno y el Congreso proponen discretos aumentos… El público también se muestra más favorable a mayores inversiones en entrenamiento para el trabajo, en educación y en el control de la contaminación que el gobierno o el Congreso”.
El costo de las guerras de Bush y Obama en Irak y Afganistán llega, según los cálculos actuales, a 4 billones cuatrocientos mil millones de dólares ($ 4.400.000.000.000) — una victoria aplastante para Osama bin Laden, cuya meta, anunciada, era llevar a Estados Unidos a la bancarrota tendiéndole una trampa. El presupuesto militar para 2011 —casi equivalente al de todo el resto del mundo junto— es más alto en términos reales (esto es, ajustados a la inflación), que en cualquier momento desde la Segunda Guerra Mundial, y se ha anunciado que aumentará aún más. Se habla mucho y a la ligera sobre proyectos de recortes de gasto, pero los informes olvidan mencionar que, incluso si llegaran a darse, serán en el crecimiento a futuro proyectado para el Pentágono.
La crisis del déficit ha sido creada mayormente como un arma para destruir programas sociales que el establishment detesta y en lo que confía gran parte de la población. El muy respetado corresponsal de economía del Financial Times de Londres, Martin Wolf, escribe: “No es que enfrentar la posición fiscal de Estados Unidos sea urgente… Estados Unidos puede solicitar préstamos en términos favorables, con intereses sobre bonos a diez años cercanos al 3 por ciento, tal y como han predicho los pocos analistas que no han sido tomados por la histeria. El reto en términos fiscales es a largo plazo, no inmediato”. De manera más que significativa, agrega: “El rasgo más asombroso de la posición fiscal federal es que los ingresos se prevén en apenas un 14,4 por ciento del PIB en 2011, muy por debajo del promedio que han tenido en la postguerra, cercano al 18 por ciento. Se prevé que los impuestos sobre la renta individual alcancen apenas el 6,3 del PIB en 2011. Como no estadounidense, no puedo entender cuál es el lío: en 1988, cuando terminaba el período presidencial de Ronald Reagan, las cuentas por pagar llegaban al 18,2 por ciento del PIB. Los ingresos fiscales tendrían que aumentar sustancialmente si se quiere superar el déficit”. Es de verdad asombroso, pero es lo que exigen las instituciones financieras y los extremadamente ricos, y, en una democracia en veloz decadencia, eso es lo que cuenta.
A pesar de que el déficit ha sido creado por causa de una salvaje guerra de clases, la crisis de la deuda a largo plazo es seria, y lo ha sido desde que la irresponsabilidad fiscal de Ronald Reagan hiciera que Estados Unidos pasara de ser el mayor acreedor del mundo al mayor deudor del mundo, triplicando la deuda nacional, y creando amenazas para la economía que se vieron rápidamente aumentadas por George W. Bush. Pero, por ahora, la crisis del desempleo es la preocupación más grave.
El último “acuerdo” sobre la crisis —más bien una capitulación ante la extrema derecha— es lo opuesto de lo que el público quiere en realidad, y de modo prácticamente inevitable llevará a un crecimiento más lento y a perjuicios a largo plazo para todos, excepto los ricos y las corporaciones, que están disfrutando de ganancias sin antecedentes. Pocos economistas serios se mostrarían en desacuerdo con la aseveración de Lawrence Summers, economista de Harvard: “el problema actual de Estados Unidos es mucho más un déficit de empleo y crecimiento que un déficit por exceso de gastos”; el acuerdo alcanzado en Washington en agosto, aunque preferible a una (muy improbable) mora, probablemente causará aún más daño a una economía en pleno deterioro.
Ni siquiera se ha discutido el hecho de que el déficit sería eliminado si el sistema privado y disfuncional de salud de Estados Unidos fuera sustituido por uno semejante al de otras sociedades industriales, cuyos costos, per cápita, son la mitad del estadounidense y tienen, cuando menos, resultados semejantes. Las instituciones financieras y la industria farmacéutica detentan demasiado poder como para que esas opciones sean siquiera consideradas, aunque esas ideas difícilmente resulten utópicas. Fuera de agenda, por razones similares, están otras opciones económicamente sensatas, tales como un mínusculo impuesto a las transacciones financieras.
Mientras tanto, Wall Street recibe regularmente nuevos y generosos regalos. El Comité de Asignaciones del Congreso recortó el presupuesto solicitado por la Comisión de Valores y Comercio (Securities and Exchange Commission, SEC), que es la primera barrera contra el fraude financiero. Es poco probable que la Agencia de Protección al Consumidor sobreviva intacta. El Congreso empuña, además, otras armas en la batalla contra las futuras generaciones. De cara a la oposición republicana contra la protección ambiental, “una de las mayores industrias de servicios de Estados Unidos está engavetando el más importante esfuerzo de la nación para contener el dióxido de carbono producido por una planta local que funciona a partir de carbón, lo que significa un duro golpe a los esfuerzos para controlar las emisiones que causan el calentamiento global”, reporta el New York Times.
Las heridas auto infligidas, a pesar de que se hacen cada vez más profundas, no son una innovación de reciente data. Se remontan a la década de los setenta, cuando la política económica nacional sufrió transformaciones de importancia, acabando con lo que comúnmente se conoce como “la edad de oro” del capitalismo (de estado). Dos de los mayores cambios fueron la transformación de la producción de bienes en una mera actividad financiera y que se llevaba a cabo fuera de las fronteras de la nación; ambos cambios están relacionados con la reducción de la tasa de ganancias en la fabricación de bienes de consumo, y el desmantelamiento del sistema Bretton Woods, prevaleciente en la postguerra, de controles de capital y regulación de divisas. El triunfo ideológico de las “doctrinas del libre mercado”, altamente selectivas, como siempre, propinaron más golpes, al ser convertidas en desregulaciones, transformadas en reglas de funcionamiento corporativo que vinculaban inmensas bonificaciones para los directores ejecutivos con ganancias a corto plazo, y otras políticas administrativas semejantes. La concentración de riqueza a la que esto dio lugar otorgó mayor poder político a los capitales, acelerando un círculo vicioso que le ha dado extraordinarias fortunas a una décima parte del uno por ciento de la población, principalmente, a los directores ejecutivos de las grandes corporaciones, los administradores de los fondos de inversión libre y gente por el estilo, mientras que, para la gran mayoría, los ingresos reales se encuentran virtualmente estancados.
De modo paralelo, el costo de las elecciones se disparó, lo que ocasionó que ambos partidos tuvieran que hundirse más y más en los bolsillos de las corporaciones. Lo que queda de democracia política se ha visto socavado aún más, porque ambos partidos, en busca de fondos, han recurrido a la subasta de posiciones de liderazgo en el Congreso. El especialista en política económica Thomas Ferguson observa que: “A diferencia de los poderes legislativos del resto del Primer Mundo, los partidos del Congreso de Estados Unidos ahora le ponen precio a puestos vacantes que son claves en el proceso de creación de las leyes”. Los legisladores que consiguen fondos para el partido obtienen los puestos, lo que virtualmente los obliga a convertirse en servidores del capital privado en términos que van más allá de la norma. El resultado, continúa Ferguson, es que los debates “se sostienen, en gran medida, en la infinita repetición de un puñado de frases hechas y slogans ya probados en batalla por su atractivo para los grupos de inversionistas y de intereses, grupos con los que los líderes cuentan a la hora de obtener recursos”.
La economía posterior a la “edad de oro” está poniendo en escena una pesadilla que ya habían previsto los economistas clásicos Adam Smith y David Ricardo. Ambos se percataron de que si los comerciantes e industriales británicos invertían en ultramar y dependían de las importaciones, obtendrían ganancias, pero Inglaterra misma sufriría. Ambos esperaban que estas consecuencias pudieran evitarse gracias a convicciones nacionalistas, por la preferencia de hacer negocios en el propio país y verlo crecer y desarrollarse, como si, gracias a una “mano invisible”, Inglaterra pudiera ser salvada de los estragos de los mercados globales —la expresión “mano invisible” aparece una vez en el clásico de Smith, La riqueza de las naciones. Ricardo esperaba que, gracias a las convicciones nacionalistas, la mayor parte de los hombres con medios se mostrasen “satisfechos con las bajas tasas de ganancias de su propio país en lugar de buscar utilidades más ventajosas para su dinero en naciones extranjeras”, sentimiento que “lamentaría ver debilitado”. En los últimos 30 años, “los amos de la humanidad”, como los llamara Smith, han dejado a un lado cualquier preocupación sentimental por el bienestar de su propia sociedad, y, por el contrario, se han concentrado en ganancias a corto plazo e inmensas bonificaciones, y que el país se vaya al demonio —siempre y cuando el estado-nodriza permanezca intacto para servir a sus intereses, eso sí.
Un ejemplo que ilustra de manera gráfica esto aparece en la primera página del New York Times mientras escribo estas líneas (4 de agosto de 2011). Dos artículos importantes aparecen uno junto al otro. Uno discute cómo los republicanos se oponen fervientemente a cualquier acuerdo “que implique mayores ingresos fiscales” —un eufemismo para referirse a aumentar las tasas de impuesto de los ricos. El otro lleva por título: “Incluso más caros, los bienes suntuarios vuelan de las estanterías”. El pretexto para recortar los impuestos de los más ricos y de las corporaciones en proporciones ridículas es que éstos invertirían en la creación de empleo — la misma cosa que no pueden hacer ahora, cuando sus bolsillos están que revientan con ganancias sin precedentes.
El cuadro que se revela se encuentra muy bien descrito en un folleto para inversionistas producido por Citigroup, el gigantesco banco que está, otra vez, alimentándose del pesebre comunal, como lo ha hecho regularmente por 30 años, en un ciclo de préstamos riesgosos, altísimas ganancias, dinero en efectivo y ayudas financieras estatales. Los analistas del banco describen un mundo que se está dividiendo en dos bloques: la “plutonomía” y el resto, en una sociedad global en la que el crecimiento es alimentado por los pocos ricos, y consumido por ellos mismos. Luego están los “no-ricos”, la inmensa mayoría, a la que ahora a veces se llama el “precariato global”, es decir, la fuerza de trabajo que lleva una vida precaria. En Estados Unidos, están sometidos a la “creciente inseguridad laboral”, base de una economía saludable, tal y como explicara al Congreso Alan Greenspan, cabeza de la Reserva Federal, al tiempo que alababa su propio desempeño en el manejo de la economía. Este es el verdadero desplazamiento del poder en la sociedad global.
Los analistas del Citigroup aconsejan a los inversionistas concentrarse en los muy ricos, que es donde está la acción. Su “Cesta Básica de Plutonomía”, como ellos mismos la llaman, obtuvo un índice mayor de ganancias que el de los mercados desarrollados desde 1985, cuando los programas de Reagan y Thatcher para enriquecer a los muy ricos estaban apenas arrancando.
Antes de la crisis de 2007, de la cual ellos mismos fueron responsables en gran medida, las nuevas instituciones financieras del período que siguió a la “edad de oro” habían ganado un alarmante poder económico, más que triplicando su parte de las ganancias corporativas. Después de la crisis, una cantidad de economistas comenzaron a investigar sobre sus funciones en términos puramente económicos. Robert Solow, premio Nobel de economía, concluye que su impacto general es probablemente negativo: “sus éxitos, por lo que puede verse, agregan poco o nada a la eficiencia de la economía real, mientras que los desastres trasfieren la riqueza de los que pagan impuestos a los financistas”.
Al desmantelar los últimos vestigios de la democracia política, echan las bases para que el letal proceso siga en marcha — siempre y cuando sus víctimas estén dispuestas a sufrir en silencio.
***
Por Prodavinci | 23 de Agosto, 2011
No hay comentarios:
Publicar un comentario