domingo, 28 de agosto de 2011

La danza y yo (Elsenora Navarro)


El fresco de la noche caía mientras esperábamos a las puertas del teatro, los faros encendidos iluminaban el pequeño parque de enfrente. Al paso de los minutos el teatro parecía tomar vida, como una acicalada dama de sociedad, aunque es un teatro con nombre masculino, su belleza y esplendor son casi de mujer.

El Teatro Manuel Bonilla es una de las pocas reliquias de la arquitectura antigua de mi ciudad. Rodeada de luces, con alfombras rojas, palcos decorados como un pastel y las lámparas gigantescas colgadas de sus techos exquisitamente decorados, guarda en su interior los ecos de las modas y perfumes de las décadas que por allí han desfilado.

Las grandes puertas se abren como brazos de par en par dándonos la bienvenida, los palcos se llenan rápidamente y las butacas esperan pacientes su turno. Es casi la hora de la función.

Las luces se apagan, el silencio es sepulcral, de pronto las luces del escenario comienzan a jugar sobre los cuerpos que danzan. Mi mente absorta comenzó a viajar al ritmo de una melodía hindú, mis ojos fijos y la respiración cortada, acosaban mis pensamientos, dos cuerpos se movían, caminaban descalzos y sin rumbo como si emergieran del mismo infierno.

La melodía cambió su ritmo; convirtiéndose en un gemido doloroso y lejano, los cuerpos entre espasmos y desmayos, gritaban angustiados en el más profundo silencio. Sus manos se estiraban al vacío como la mano que implora ayuda, con los brazos abiertos como cruces caminantes buscando compañía.

Cruzando en el imposible, mi mente danzó con ellos, pero incapaz de comprender si ese baile me mostraba el futuro o me mostraba el principio de la vida, seguía moviéndome entre una especie que no lograba descifrar, con sonidos selváticos parecían aves a punto de emprender un vuelo; pero sus manos seguían vacías, la música cayó de pronto como un rayo luminoso y tamboril.

Las luces alargaron sus miradas hasta los bailarines del escenario, y fue con la luz y una dulce voz de la nueva melodía que las manos dejaron de vagar por el vacío y encontraron el calor de otra mano.

Fue entonces que me encontré sentada de nuevo en mi butaca tomada de la mano del ser que más amo.

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